En El nombre de la rosa.



El viaje le dejó agotado. Pareciera que las escasas tres horas de avión hubiesen sido toda una eternidad de periplos y aventuras que su cuerpo, magullado por el tiempo, apenas podía soportar. Tomó un taxi que le llevó a un hotel cercano al cementerio de Praga donde al día siguiente visitaría la tumba de su gran amigo recientemente fallecido y del que no pudo despedirse como hubiera deseado. Estuvo toda la noche pensando qué podría decirle, qué penumbrosas palabras saldrían de su boca que consolasen su pena, cuál sería su triste sepelio de despedida. Siempre habían sido parcos en palabras, tanto él como su querido amigo, sin embargo, mantuvieron una extensa correspondencia que daría para varios volúmenes de libros, libros por los que ambos sentían auténtica devoción. Cada carta era más larga, si cabe, que la anterior. No escatimaban en detalles para las descripciones de los más nimios objetos, aquellos que pasaban desapercibidos incluso para los más atentos. Así pues, Baudolino pensó que lo mejor que podía hacer por su amigo era escribirle algo, algo muy breve —paradojas de la vida y de la muerte— y mantener un respetuoso silencio frente a su tumba. Con esa idea logró por fin conciliar el sueño.

Al día siguiente se acercó caminando hasta el cementerio y buscó la lápida de su amigo donde dejó escrito el nombre de la rosa más bella jamás creada por la naturaleza. Ese fue su homenaje. Poco después, sin apenas disfrutar de su breve obra, se vio obligado a regresar a París donde debía ofrecer una conferencia sobre las diferencias entre semiótica y semiología en el Conservatorio Nacional de las Artes y Oficios. Esa era una institución muy querida por él. Solía pasar horas y horas contemplando atónito el Péndulo de Foucault con la mente en blanco, vacía de todo pensamiento, mientras el pausado vaivén de la pesada arrojaba un leve soplido de aire sobre su rostro, apenas perceptible, pero suficiente para reconfortarle profundamente y liberar su espíritu de la pesada carga que debía soportar. La conferencia se celebraría el mismo día del solsticio de verano, una fecha cargada de simbología, cuestión esta que siempre le hacía sonreír ocultando el gesto tras su densa barba porque sentía que toda esa carga alegórica carecía de significado, pero estaba empapada de sentido por su propia idiosincrasia.

En su adorada barcaza, la Daphne, Baudolino había visitado por última vez —aunque él no lo sabía— su isla, que llamaba la isla del día de antes, un lugar muy querido por él, cercano a la costa amalfitana donde residía y donde le gustaba pasar los días contemplando el atardecer libre de todo horizonte escribiendo sucesos pasados que no había vivido, pero que había deseado. Buscaba respuesta a las preguntas que nadie quiere hacerse y no las encontraba, pero su tesón infinito le permitía retomar la misma retórica una y otra vez hasta que el cansancio le obligaba a retirarse a una casucha cercana a un antiguo monasterio cuyos pesados sillares contemplaba admirado a la luz de la luna antes de guarecerse en su cuarto. Allí recibió la noticia. Cuando descubrió por primera vez la isla en 1643, o tal vez fue en 1994, nadie podía localizarle en aquel recóndito paraje, sin embargo, la insistencia de su familia, especialmente de su mujer, consiguió que en los últimos tiempos mantuviese la conexión con el mundo a través de una radio que le instalaron en la cabaña. Así le avisaron de que su gran amigo había muerto. Fue un golpe terrible, inesperado, de esos que le dejan a uno tocado, preguntándose el porqué de la vida y cuestionándose la utilidad de la muerte. Desgraciadamente el aviso llegó tarde y no pudo asistir al entierro como hubiese sido su deseo, aunque seguramente no el de su amigo.

La conferencia fue un éxito. El público aplaudió como se se tratase de una ópera cantada por el mejor tenor y concertada por el mejor compositor. Casi tuvo que salir nuevamente y saludar desde el atril donde apenas había unas notas manuscritas en un papel arrugado con un lámpara que permaneció apagada durante toda la sesión. Mucha gente se acercó a él para comentarle las bondades de la charla y hacerle sentir admirado, cosa que, los que le conocían sabían, odiaba. Sin embargo, atendió pacientemente a todos y cada uno de los que fueron a saludarle y procuró responderles a todas y cada una de las dudas que le plantearon, hasta que vio a Bodoni. Siempre fue el tercero en discordia, especialmente tras su ataque al corazón del que se recuperó admirablemente sin dejarle apenas secuelas, más allá de una admirable —y envidiada por él— memoria semántica proveniente de sus innumerables lecturas. Se saludaron con frialdad, No estuviste en el entierro, le dijo Bodoni. No me avisaron a tiempo, contestó Baudolino. Después salieron juntos. Buscaron un café donde poder conversar o callar tranquilamente, durante un instante, durante horas. No pidieron nada a pesar de la insistencia del camarero. Al anochecer salieron juntos. Caminaron. Habían decidido no hablar, pero sus mentes recordaron sin descanso a su amigo común. Ambos le echaban de menos. Ambos le echarían de menos. Ambos pensaron que su existencia, la de ambos, había sufrido un duro revés del que no lograrían recuperarse. Qué les quedaba después de semejante pérdida: Nada. Encontraron un banco de fundición alumbrado por una farola art-nouveau. En el asiento había un periódico abierto que mostraba una tira cómica de Flash Gordon. Rieron. Se sentaron en el banco dejando un hueco en el centro ocupado por el diario. Sacaron sus cuadernos y se pusieron a escribir. Ya no podría seguir contando historias para sobrevivir.

A Umberto Eco.

Imagen: Loic Venance.



Mérida a 20 de febrero de 2016.

Rubén Cabecera Soriano.