De la amistad.



¿Sabes? Nadie te podrá enseñar qué es la amistad. Nadie. Será algo que aprendas tú solo. Eso comporta algunos riesgos, especialmente el de equivocarse y, aunque se diga que se aprende de los errores —y es verdad— son aprendizajes que duelen, especialmente porque cuando se tiene consciencia de haber aprendido del error suele ser como consecuencia de un desengaño.

No pienses que pretendo enseñarte qué es la amistad. Ya te dije que no es posible. Podrás, podríamos, leer juntos maravillosos libros en los que se muestran preciosas amistades entre algunos de sus personajes, incluso aunque la amistad no sea la razón principal del libro. Seguramente lo harás, deseo con todo mi corazón que los leas. Sin embargo, esas lecturas tampoco te enseñarán qué es la amistad. Es imposible. La amista se aprende. La experiencia será tu profesor en esas lides. Aún así permíteme que comparta contigo mi propia experiencia acerca de la amistad. De lo que yo aprendí —y sigo aprendiendo— que es la amistad.

La amistad es hermosa. Sabes que tienes un amigo cuando lo precisas y te responde. Eso es maravilloso, ayuda siempre encontrar el consuelo necesitado, pero no idealices la amistad, no esperes que la persona a la que recurras cuando necesites algo te abra el corazón inmediatamente. Si está ahí para ti en ese preciso instante será extraordinario, pero también él o ella pueden haber tenido problemas y, tal vez, él o ella tenga un mal día, o quizá haya sufrido un desengaño, o, sencillamente, no le apetezca estar contigo en ese instante. Es duro, lo sé, pero podría ocurrir. No hará eso que sea peor amigo, aunque permitirá que te des cuenta de que la vida no siempre es como uno quiere, como uno desea. Sin embargo, ten por seguro que ese amigo responderá a tu llamada. Responderá porque eso es la amistad.

La amistad no es ciega, pero es lenta. Sus ojos ven nítidamente y son capaces de descubrir oscuras intenciones allá donde se aparentaban bondades, solo que tarda en enfocar para ver con claridad y esa tardanza puede llegar a producir un intenso dolor. Cuídate mucho de andar con los ojos de la amistad bien abiertos, serán la luz que te guíe por tu camino entre las personas. Te permitirá reconocerlas aunque no logres hacerlo de forma inmediata.

La amistad no es adivina. No puede saber el amigo si estás necesitado si no se lo dices. Aunque te pueda parecer obvio que estás mal, que estás sufriendo, que todo tu ser centellea desdicha, el amigo, por bueno que sea y por grande que sea la confianza que le tengas, no podrá predecir qué te ocurre si no se lo haces saber, tal vez pueda tener un presentimiento si su intuición así se lo hace saber, pero no es esa su función. No te enojes con quien no adivine tu pesar, no le pidas que ejerza de un dios omnisciente que ni puede ni debe ser. Habla, verás que la comunicación es un preciso medio para hacerte entender y, aunque es difícil expresar los sentimientos, termina aliviando el dolor porque la amistad reconforta.

Un amigo está ahí, incluso cuando no lo necesitas. Podrá sorprenderte. Tal vez recibas noticias suyas cuando no lo esperes, inopinadamente. Y tal vez no sea porque él necesite de tu consuelo —recuerda que la amistad es recíproca, de no ser así uno sería un parásito para el otro—, eso sería un amistad interesada, falsa. Si llega para hablar contigo, para sentarse a conversar, para contar historias pasadas, para rememorar viejos tiempos, por años que puedan haber pasado, es un verdadero amigo. Cuidado, el tiempo y la distancia son implacables enemigos de la amistad —ya verás como también lo son del amor—, son constantes y tenaces, obstinados en su desconcertante trabajo de transformar lo bello en olvidado. Pueden hacer que se extravíe la amistad, aunque la buena noticia es que si hay ganas, por poco provechosas que puedan ser en apariencia, y siempre que las circunstancias lo permitan, esto es, el propio tiempo y la distancia, recuperarla es posible, incluso deseable. Es maravilloso encontrarse con amigos lejanos, casi olvidados, y rescatar en un santiamén los recuerdos compartiéndolos. Eso te deja el cuerpo tranquilo y alma feliz.

Te cruzarás en tu camino con gente que no te dará nada, con gente que querrá quitarte cosas, con gente que te lo dará todo y con gente que lo querrá todo de ti. Seguramente, en algún momento, tanto los unos como los otros podrán formar parte de tu elenco de amistades, pero la realidad es que solo los que perduren, podrán llamarse amigos. Comprobarás que algunos te decepcionarán, pero se resarcirán contigo. No entiendas esto como un acto de contrición, no deberá expiar su falta el que te falle para recuperarte. El perdón no debe ser condicional, debe ser natural, sincero. Otros te sorprenderán por sus decisiones, por su quehacer contigo, por su entrega. Consérvalos, son escasos. No dejes que el tiempo borre su huella sobre ti.

Dice una antigua leyenda árabe que dos amigos se encontraban perdidos en el desierto. Uno de ellos, al verse desfallecido al borde de la muerte, increpó al otro acusándole de no haber sabido llevarles a su destino y le golpeó en el rostro. Este, ofendido, pero manteniéndose en silencio, escribió en la arena: Hoy mi mejor amigo me golpeó. Poco después hallaron un oasis donde decidieron refrescarse dándose un baño. Allí, el amigo que fue golpeado comenzó a ahogarse siendo rescatado por su compañero. Al recuperarse cogió un cincel y un martillo y talló en una piedra: Hoy mi mejor amigo me salvó la vida. El que golpeó y salvó al otro, intrigado, le preguntó: ¿Por qué escribes en la arena que te golpeé y tallas en la piedra que te salvé? El otro, sonriente, le respondió: Si nuestro mejor amigo nos ofende debemos escribirlo en la arena para que el viento se encargue de borrar la ofensa, pero cuando un amigo nos salva debemos grabarlo en piedra para que nada ni nadie consigan hacerlo olvidar.

Pues bien, este buen amigo estaba equivocado. El amigo que te ofende —incluso el mejor de los amigos puede hacerlo, ese que pensaste que jamás te fallaría— no tiene por qué dejar de ser amigo. Será la ofensa y tú mismo quien decida si merece la pena conservar esa amistad, pero, salvado ese escollo, no creo que debas olvidar qué ocurrió como quien escribe en la arena del desierto una frase a la espera de que el viento la borre. Esto no significa que se lo vayas a recordar cada vez que le trates, eso sería rencor —ya tocará hablar de eso—, sin embargo, significa que has aprendido de esa decepción, de esa ofensa. Podrá seguir siendo amigo, incluso bueno, dependerá de ti y en parte también de él, pues, tal vez, al hacerte daño mostraba su desinterés por ti. Lo que está claro es que si decides que ese amigo lo sigue siendo y él consiente, tras haberse producido el consensuado perdón —también de esto hablaremos—, no debes olvidar que te hizo daño. Debes aprender de ese hecho y hacerte más fuerte. Tendrás que interiorizar ese dolor y diluirlo para que tus entrañas liberen la rabia que han tragado por la decepción, por el odio que te provocaron. Aunque no te preocupes, también te sorprenderán los gestos de quienes te quieren: Te harán sonreír, te harán disfrutar de la vida. El amor de la amistad produce felicidad, provoca risas y alegría. No vayas a cometer la imprudencia de olvidar aquello que te hizo feliz.

Permíteme un consejo: Ten amigos y sé amigo de ellos. Que no tengas que arrepentirte nunca de haber perdido a un amigo.


A mis hijos.

Fotografía: www. importancia.org


Madrid a 30 de enero de 2016.

Rubén Cabecera Soriano.