Pues si no puedo
conseguir la presidencia no me interesa. Pero, es que para conseguirla tendrías
que ceder en ciertas cosas. Pues no me da la gana, dijo el candidato, que se
busquen a otro, conmigo que no cuenten.
No se sabe escuchar. No
existe cultura del diálogo. O, mejor aún, la capacidad para el diálogo que
existe en nuestra política puede asemejarse perfectamente a la de los besugos
que intentan convencerse unos a otros de que su aleta es la más bonita, la más
rápida, la mejor adaptada, la que mejor puede dirigir al resto de besugos al
cielo besuguero, pero, para hacerlo, para convencerse, para convencernos, solo
burbujean ruidos incoherentes que les impiden oírse a sí mismo y, por
descontado, oír a los demás. Todos los políticos, sin excepción por mí
conocida, muestran una inefable incapacidad para hacerse entender y entender.
Resulta pueril ver cómo cacarean cual gallinas ponedoras hasta que finalmente
sale el huevo que solo incuban si es suyo y se comportan como necios a la hora
de mostrar los más mínimos indicios de acercamiento, por secante —en su acepción
matemática— que pueda parecerles la propuesta que sea, ante la necesidad de
realizar pactos obligados como consecuencia de la disparidad de criterios
existentes entre la ciudadanía, harta de escuchar sistemáticamente la misma
cantinela.
Pues pudiera ser buena
opción, manifestó abiertamente el candidato. Tal vez no estemos tan lejos de
encontrar un punto de acercamiento. Habrá que depurar ciertas cuestiones,
matizar algunos asuntos, pero parece que podemos llegar a un entendimiento.
Supongamos —viva el
mundo de la utopía— que, gracias a una alineación inopinada de los astros,
ciertos grupos políticos logran alcanzar una suerte de acuerdo que permite la
existencia de un gobierno que representa a una mayoría de ciudadanos.
Supongamos que esos acuerdos están conformados por los elementos comunes que
contienen los programas de los partidos políticos concordantes. Supongamos que
existe un consenso suficientemente amplio para que se pueda producir la
investidura que facilita la gobernanza. En este hipotético escenario se dan, a
mi modo de parecer, dos circunstancias marcadas por la coyuntura y la
idiosincrasia característica del español común —sírvase de recordar que los
políticos que forman parte de los partidos españoles son, también, españoles—:
La primera de ellas es que los votantes de los distintos partidos que
alcanzasen el acuerdo serían muy críticos al respecto del mismo. No se comprendería
que el partido amarillo acordase con el rosa y/o con el marrón para alcanzar el
gobierno, que Cuánta ambición, que Qué poca vergüenza, que Cómo se atreven a
pactar con esos inútiles, retrógrados, fascistas, comunistas, malversadores, ladrones,
etc. Sirva en este punto el recordatorio de que no existe tradición dialogante
y que las pocas conversaciones que pudieran darse están más orientadas a insultarse
unos a otros más que a encontrar puntos de encuentro. En segundo lugar, este
gobierno de pactos permitiría una muy favorable fiscalización de las decisiones
y control sobre la jefatura resultante que no podría actuar, no digo ya arbitrariamente,
sino discrecionalmente pues siempre encontraría a alguien que, bajo la amenace
de la moción, evitase la toma de decisiones no consensuada. Ahora bien, esta
segunda parte tiene una derivada con forma de corolario para este santo país
que es España y que se puede entenderse fácilmente pues, entre los grupos
políticos pactantes, pero no gobernantes, surgiría el recelo de forma
inmediata. Una suspicacia sustentada en la ausencia del goloso poder entregado
bajo acuerdo sometido al otro partido —aunque cabe indicar que pudieran recibir
para acallar sus ansias algunas carteras ministeriales o presidencias más o
menos honoríficas— y que terminaría imposibilitando el ejercicio del gobierno.
La conclusión de todo
esto es que estamos avocados a la convocatoria de nuevas elecciones, de una u
otra forma, seguramente más después que antes porque el desgaste que supone
para un partido político enfrentarse nuevamente a su electorado por inacción frente
a su deber de gobierno es un miedo que los políticos tienen inculcado en la
sangre puesto que la consecuencia inmediata es la pérdida de votos, léase
poder. Y para muestra, un botón: Tenemos un acuerdo in extremis en el que prácticamente nadie cree, que se ha alcanzado
denostando ciertos personajes en pro de un proyecto inverosímil apoyado por
algunos, pero con alcance para todos y del que surge la paradójica figura del
Consejero de Asuntos Exteriores para una Comunidad Autónoma, la catalana que,
para desgracia de sus ciudadanos y por extensión de todos los españoles, no es
más que un títere sin cabeza —léase aquí sin capacidad de maniobra— de cuya
tarjeta de presentación me gustaría disponer, solo por curiosidad, para comprobar
con qué cargo figura. Además cuando se establezcan las competencias de dicha
Consejería —cuyo edificio saldrá a concurso público con la consecuente merma de
las arcas nacionales, porque lo más probable es que pidan ayudas al Estado
Español para construirlo ocultando el verdadero fin bajo algún subterfugio
increíble— serán irremediablemente impugnadas y declaradas ilegales por el
tribunal competente en la materia quedando invalidadas. Además estará por ver
qué país acepta la visita de un Consejero de Exteriores de una región
perteneciente a un país, porque de facto
supondría un reconocimiento tácito de dicha región como Estado que, supongo yo,
es lo que buscan para justificar dicha Consejería y proclamar a los cuatro
vientos su independencia viendo así cumplidas su expectativas. Pues mire usted,
no lo comparto, abiertamente no lo comparto. Estoy a favor del derecho a decidir,
por principios, pero hay que ser cautos y las declaraciones unilaterales nunca
terminan bien, esto es un hecho, ojalá que ese no terminar bien no se
transforme en algo más que una pataleta ingenua de gritos y chillidos. Debo ser
muy torpe, mucho, y mal conocedor de la realidad histórica y del presente que
vivimos porque lo que debería ser una oportunidad para unir, sumar, aportar,
mejorar, etc., y que conste que esto no es retórica barata, va a terminar
convirtiéndose en un peligroso foco de conflicto. Dios no lo quiera, o mejor
aún, la constitución no lo quiera, ya sea la que existe o la que existirá,
porque me da la sensación de que si depende de ciertos personajillos temerarios,
insensatos e imprudentes —nacidos aquí o allí— esto puede terminar mal.
Fotografías: www. periodistadigital.com, www.economiadigital.es
Madrid a 14 de enero
de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.