En septiembre de 1985 se inauguró un parque en la ciudad de
Mérida, fue fruto de toda suerte de críticas peyorativas, insultos, injurias,
agravios y deshonrosos apelativos que enterraron bajo la más infame ignominia
un suculento, pero quizá pretencioso proyecto de creación de un pequeño pulmón
para una villa aspirante a capital, carente de lugares de esparcimiento para
recibir tal patronímico, herencia de una emérita ciudad de más de dos mil años
de antigüedad. Cómo fue el afán y el empeño empleados en esa difamación que el
parque se convirtió en lugar de mal gusto y objeto de toda suerte de susurros y
comentarios incluso para con los transeúntes, Que si tan gran cantidad de
hormigón para un parque era una barbaridad, Que dónde se había visto semejante
bodrio de parque para caminar, Que a cuento de qué venía usar tantos muros, si
lo que se necesitaba eran espacios abiertos, Que por qué tantas escaleras que
no podían utilizar/se- ni –con- los abuelos, ni –con- los carritos, Que dónde
estaban los columpios para nuestros hijos, Que si se pensaban que podrían
convertir la ciudad en un cúmulo de piedra, Que dónde podrían solearse en invierno
si todo era árbol, Que ya nadie pasearía por la Rambla y se convertiría en foco
de perversión de jóvenes, Que colocar una fuente en Mérida era poco menos que
pecado por la sequía, Que cómo se podía tener la desvergüenza de pasear por un
parque así, pues era una ofensa al buen gusto, Que cómo alguien con un poco de
sentido común podía llevar a jugar a sus hijos a semejante quinta. Todo
calumnias, consecuencia, tal vez, de alguna que otra voz editorial, quizá
perjudicada especulativa o políticamente por la operación, o puede que
sencillamente, y dejando de lado la picaresca malicia amamantada día a día por
la comunicación, producto de la vox pópuli acostumbrada a la sencillez del
carrascal y la dehesa oriundas de la región.
En algunas ocasiones no se acepta o mejor aún, no se
acostumbra uno al espacio vital circundante, así que los murmullos contra el
parque no cesaron, pero no impidieron que los niños fuesen a jugar, que es
imaginar, sobre todo en tan espartano lugar, allí donde los padres, que en las
tertulias criticaban, podían acercar a sus hijos.
En un cuadrado asfaltado deprimido practicaban con la pelota,
abusando los mayores de los más pequeños, toda clase de juegos, desde el
clásico fútbol hasta el más violento, sobre todo para los menos ágiles, balón
prisionero, del que siempre salía llorando el eliminado o el que, habiendo
recibido un golpe en la cara, sangraba copiosamente por la nariz. Tiempo les
faltaba entonces a las madres -generalmente- para deshacer el corrillo de
banalidades y rehacerlo en torno al sangrante que, viéndose rodeado y asfixiado
por tan inmensa marabunta de seres gigantescos con pies puntiagudos entaconados y pelo largo maloliente, por
la intensidad de los perfumes, entiéndase así, no podía sino rehacer su llanto,
tras el breve instante de observación, con mayor fuerza, acompañando al sonoro
sorbo de mocos un revitalizado chillido lleno de agudos procedentes de una
joven prometedora garganta, mientras que el resto de chiquillos continuaba con
el juego normalmente.
En medio de un parterre las niñas jugaban con una goma a
saltarla y enlazar en torno a ella sus piernas despreocupadas aún de vellos
florecientes, al compás de canciones de amores infantiles incomprensibles para
ellas y memorizadas solo para mostrar su habilidad en el juego ante los más
avispados y, por tanto, desgraciados niños que se perdían en elucubraciones
sobre belleza y amor sin estarles permitido pronunciar estas palabras.
Otro grupo de niños y niñas, menores que los anteriores,
jugaban con los únicos juguetes que a alguien se le ocurrió colocar en el
parque. Cachivaches que por sus formas redondeadas no intranquilizaban a los
progenitores y por tanto les permitía formar sus grupos despreocupándose por
momentos de sus queridísimos hijos. Eran cinco cabezas huecas de acero pavonado
del tamaño de los chaparros que había a su alrededor, cada una con su par de
ojos huecos, su nariz hueca, sus orejas huecas, su boca hueca, su vehemente
expresión, y todas ellas calvas, mostrando su recia testa metálica oscurecida
por el oxidado producido por la lluvia. Una de ellas en el centro escudriñada
por las cuatro restantes. Cualquier observador paciente contemplaba a los niños
haciendo sus alharacas a través de los ojos, de la nariz, de las orejas o de las
bocas, disfrutando metiéndose por la nuca dentro de los cráneos y llamándose a
voces ecoicas por sus nombres para, acto seguido, correr de unas a otras
mareando la cabeza central.
En algunas ocasiones uno de estos pequeños se quedaba solo y,
solo caminaba entre las cabezas, parecía dialogar con ellas y extrañaba verle
aparentemente vigilante o quizá expectante. Un momento de despiste bastaba para
que el niño desapareciese o bien regresasen todos los compañeros de travesuras
y volviesen a la frenética actividad del juego de esconder tras el obligado
cuento a ojos tapados.
También en septiembre de algunos años después de la
inauguración, antes de ser demolido el parque, no hace demasiado y de regreso
de una noche de copas con los amigos en uno de los peligrosos reencuentros, transcurridos
los años, tras la separación universitaria, que la amistad proporciona decidí
adentrarme en el parque. Es claro que mi interés, inconsciente tal vez, estaba
centrado en los cráneos de acero. Generaban en mí una especie de sentimiento
místico que me imbuía, casi me obligaba a acercarme sigilosamente, cosa absurda
puesto que a esas horas de la madrugada todo aparecía desolado. Me coloqué en
el centro del círculo de cráneos de acero apoyando mi codo sobre la cabeza
central, intentando simular tranquilidad ante la curiosa visión del resto de
cabezas. Mi mano, descolgada a la altura del ojo hueco derecho, ligeramente
separada de la robusta nariz metálica, se entrecerraba con rítmico vaivén
evitando introducirla en la cuenca. De repente fui consciente del grave
silencio que me envolvía, pero mi deseo era escuchar alguna suerte de susurro
que me invitase a introducirme en una de las cabezas. Me separé de la principal
y me puse a rodearlas zigzagueando entre ellas. Miradas curiosas y
escrutiñadoras al interior de los
cráneos a través de las nucas, de las cuencas de los ojos, de los orificios de
cada nariz, de los huecos de las orejas y de los labios, ligeramente separados,
de las bocas. Restos de soldaduras mal acabadas en el contorno de las
concavidades, chicles pegados a los pliegues del acero, colillas de porros mal
liados, trozos de vidrio de cascos de botellas de litronas, esparcidos en las
bases de las nucas, barro reseco de zapatillas deportivas de números imposibles
en niños, toda suerte de envoltorios de chucherías, hojas caídas de los árboles
de alrededor... Todo, absolutamente todo, pasaba desapercibido. Parecía estar
hipnotizado ante las miradas vacías de las cabezas de acero.
Decidí, con el poco de consciencia que la curiosidad, siempre
traicionera, me había permitido mantener que ya era suficiente, que era de
noche, muy tarde y necesitaba a la mañana siguiente cumplir con las
obligaciones familiares, siempre gratas, que un regreso de fin de semana a casa
impone. Me encaminé hacia casa, pero, cosas del azar -o de los cuentos-, se me
enganchó la correa del reloj en el lóbulo de acero de la oreja izquierda de la
cabeza central al rodearla para marcharme y cuál no sería mi sorpresa al
contemplar que mi reloj había ido a parar al interior de dicha cabeza. Me
embargaron un pudor y miedo tales que comencé a sentir un sudor frío por todo
el cuerpo. No recuerdo si el reloj tenía algún valor, era sencillamente que me
sentía ultrajado, otorgaba a aquel amasijo de hierro cabeciforme la humana cualidad de robar, era mío y tenía que
recuperarlo por muy tenebrosas que pudiesen parecer las dichosas esculturas con
las malditas sombras que la noche, traicionera y aliada, en este caso, del
miedo, arroja.
Sentí la mirada de muchos ojos sobre mí, eran ojos totalmente
vacíos y por tanto inexpresivos, al menos eso suponía, incluso me pareció ver
que la central, autora del flagrante robo, sonreía maliciosamente, con una boca
igualmente hueca y, a priori, flemática. Nada me va a impedir que recupere mi
reloj, susurré, Nada me va impedir que recupere mi reloj, me oís, grité... Me
agaché ligeramente y estiré el brazo derecho todo lo que pude sin llegar a
introducirme por el hueco de la nuca. Pero lo que a simple vista parecía una
pequeña distancia, se convirtió en insalvable para mi extremidad. Juraría que
el espacio interior se dilataba y ensanchaba alargándose y el reloj, con su
brillo metálico de la esfera, parecía desplazarse en su estatismo más allá de
lo que había estimado.
Me incorporé planteándome la posibilidad de abandonar
cobardemente tan sencilla, en apariencia, empresa y regresar con las primeras
luces del día a recuperar mi reloj al amparo de los rayos del sol. Pero otro
desgraciado momento de lucidez, procedente de mi subconsciente más incauto, me
obligó a agacharme con la intención, decisión de mi subconsciente para amaino
del mismo, de introducirme en la cabeza. El agujero, era evidente, no estaba
pensado para que alguien como yo penetrase en él, así que tuve que meter
primero la pierna derecha ligeramente flexionada dejando el tronco fuera y
sosteniendo el peso de mi cuerpo momentáneamente con la mano izquierda asida al
borde del agujero a la altura del parietal izquierdo de acero, al tiempo que
comenzaba a introducir el brazo derecho y mi cabeza a través del inexistente
occipital. Cuando, a duras penas, mantuve un precario equilibrio en el interior
apoyándome con mi hombro derecho en su parietal derecho y con mi mano izquierda
sujetándome a su esfenoides, teniendo la rodilla izquierda totalmente
doblada descansando sobre su mentón, fui consciente de la gran cantidad de
luz que entraba a través de los orificios y que me permitía ver perfectamente
el exterior, algo imposible en cualquier noche asaz cerrada como la que estaba
viviendo. Recogí con ímpetu el reloj de la base del cráneo y comprobé con
estupor que eran más de las diez de la mañana. Me había convertido en el
hazmerreír de todos los madrugadores transeúntes del domingo. En ese instante
comenzaron a abrirse paso hasta mi aturdido cerebro una serie interminable de
ruidos semejantes a palabras, pero con un extraño timbre metálico que
retornaron mi atención a las cabezas metálicas y, concretamente a todas las
demás, esto es aquellas en las que no me encontraba y que parecían ser la
fuente de esos ruidos. Las cabezas emitían sonidos, ¡no!, las cabezas hablaban
y gesticulaban mientras lo hacían, movían sus labios de acero, su boca de
acero, alzaban su mentón de acero, constreñían sus mofletes de acero
apareciendo hoyuelos y afilaban sus pómulos de acero al contraer los labios, además
pestañeaban con sus párpados de acero y fruncían su ceño de acero. Todo ello
sumido en una desconcertante rigidez que prácticamente no les permitía mover su
cuello, también de acero. Todas atendían solícitamente precisamente a la cabeza
central en la que me encontraba, que parecía muy exaltada y gritaba atemorizada
con una verborrea impropia del un ser inerte. En ese momento sentí que me
encontraba en peligro, el pulso se me aceleró y sentí la extrema necesidad de
salir inmediatamente de aquel cráneo de acero. De un gran brinco, acompañado de
la correspondiente dosis de adrenalina, salí por su nuca y comenzó a envolverme
una extraña sensación de realidad, a la que volví completamente al escuchar las
risas de unos niños que tranquilamente jugaban entre las cabezas de acero
entrando y saliendo de ellas y correteando a su alrededor. Inmediatamente, con una voz alta y seca les hice parar y les dije
que se alejaran de esas malditas cabezas si no querían sufrir algún daño. Uno
de los niños, imagino, al ver mi cara descompuesta y escuchar mi grito, se echó
a llorar llamando la atención de los preocupados padres que hacían tertulia en
torno al dominical y que reaccionaron primero con una mirada escrutadora al
extraño grupo formado por unos niños, un chaval mayor, estudiante seguramente,
y cinco cabezas de acero en un claro de los árboles del parque y, en segundo
lugar, con indiferencia al comprobar que no se trataba de ninguno de sus hijos.
Yo, en mi desconcierto, marché, mejor decir, hui, a mi casa a intentar dormir y
olvidar lo ocurrido achacándoselo a los efectos del alcohol.
El parque se demolió y las cabezas pasaron a rellenar una de
las muchas rotondas de la ciudad, pintadas, por cierto, aunque el tiempo les ha
devuelto parte de su óxido.
Fotografía: Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 22 de abril de 2002 y Mérida a 9 de enero de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.