Érase una vez un pequeño reino, o ¿era país?,
o ¿era nación?, en el que vivía un señor pequeñito y regordete, que mandaba
mucho, y que tenía muy mal genio porque su voz era muy aguda y eso no le
gustaba. Obligaba a todos los habitantes del reino a vestir como a él le parecía,
es decir, con alto sombrero de copa de color rojo, camisa ancha amarilla y
pantalón corto rojo. Si veía a alguien que no llevaba esa ropa se enfadaba mucho
y le hacía cosas muy malas, realmente malas; a veces solo a él, otras veces a
él y a su familia, aunque llevasen la vestimenta apropiada. Nadie entendía por
qué actuaba de ese modo, pero como los que tenían armas estaban de su lado y
les gustaba ese traje, nadie se atrevía a enfrentarse a él, así que los que
pudieron marcharse lo hicieron y aquellos a los que no quedó más remedio que
quedarse decidieron que era mejor llevar ese extraño atuendo a pesar de que no
fuesen a la moda, pasasen frío en invierno o fuesen el hazmerreír de sus amigos
de otros países. Siempre por evitar la irritación del pequeño mandatario.
Como todos vestían igual, a veces resultaba
muy complicado reconocerse por la calle, así que nadie se saludaba y se
procuraba ir muy rápido de un sitio a otro por si alguien a quien no caían bien
les veía y entendía que el rojo que les tapaba no era lo suficientemente rojo,
seguramente de tanto lavarlo, o el amarillo parecía más bien marrón, desteñido
de tanto uso, y se lo decía a las autoridades para que tomaran las medidas
oportunas que marcaban las leyes que había dictado el pequeño y regordete señor.
Todo el mundo tenía miedo y vivía amedrantado, incluso aquellos a los que les
gustaba aquella indumentaria porque siempre existía la posibilidad de que un
día, por descuido, se dejasen ver sin camiseta si hacía demasiado calor o se
pusiesen abrigo cuando el frío les atería.
Cuando el pequeño y regordete señor se hizo
mayor y comprendió que antes o después moriría, decidió que lo mejor era
convencer a algún conocido suyo para que continuase su legado, así que eligió a
uno alto y esbelto, pero decidió que, en lugar de llevar sombrero de copa rojo,
llevaría una corona de ese mismo color. El alto y esbelto señor juró que haría
todo aquello que el pequeño y regordete le había pedido, aunque cuando este
último murió la gente creyó que toda la pesadilla que habían vivido durante
tanto tiempo había acabado, así que algunos se echaron a la calle con toda
suerte de galas. Al principio tímidamente, casi a escondidas por si aquello que
habían oído en la radio, visto en la televisión o leído en los periódicos no
era más que una farsa para comprobar quiénes seguían siendo fieles a la moda oficial,
pero enseguida muchos más siguieron su ejemplo y, antes de que quienes tenían
la encomienda de prorrogar la costumbre impuesta se diesen cuenta, todo el
mundo, o casi todo, estaba en la calle vestido de vívidos y renovados colores.
Cada cual vestía como quería. Algunos pensaron que ese era el momento de hacer
nuevas leyes que asegurasen a aquellos que querían ataviarse siguiendo sus
propios criterios que podrían hacerlo sin miedo a represalias, pero, claro
está, entre estos también se encontraban quienes querían seguir vistiendo como
el pequeño y regordete señor había establecido, tal vez por costumbre, tal vez
porque realmente les gustaba ese traje, así que decidieron que entre todos harían
una nueva ley, Constitución la llamaron, única y fundamental que garantizase
los derechos y libertades de todos los ciudadanos. El señor alto y esbelto con
corona roja, camisa ancha amarilla y pantalón corto rojo también juró que cumpliría
y haría cumplir esa nueva ley con todos los medios que tuviera a su alcance.
Pero el tiempo pasó y aquellos a los que los
ciudadanos elegían periódicamente en virtud de esa nueva ley y que se
encargaban de regular que las nuevas modas que iban surgiendo no hiriesen la
sensibilidad de quienes llevaban otros trajes por resultar impúdicas, ofensivas
o, directamente, violentas, pronto olvidaron cuánto había costado conseguir esa
libertad y comenzaron a hacerse trajes carísimos de los más variados colores
con acabados en oro y piedras preciosas que adquirían aprovechándose del
esfuerzo de aquellos a los que gobernaban. Al principio nadie les echaba mucha
cuenta o si lo hacían sencillamente decidían mirar a otro lado o preferían
recibir ellos mismos algún que otro traje, pantalón o camisa, pero poco a poco
ciertos señores que vestían con túnica negra comenzaron a descubrir el pastel y
a denunciarlo e incluso intentaron condenar a quienes abusaban del poder
prestado siguiendo, precisamente, lo que la flamante Constitución decía, pero
los recovecos y entresijos del poder estaban tan enmarañados que resultaba muy
difícil demostrar la culpabilidad de los corruptos.
De otra parte, algunos comenzaron a vestir los trajes que llevaron sus antepasados, pero como no existían documentos gráficos que
demostrasen cómo eran porque todos los había destruido el pequeño y regordete señor
los diseñaron a su gusto, muy diferentes y más caros que los que el resto de
ciudadanos vestían. Tan distintos eran que argumentaron que no tenía mucho
sentido vivir en el mismo reino, o ¿ahora era país?, o ¿ahora era nación?, que
los demás, pero no todos podían costearse estas prendas y comenzaron a quejarse
de que se sentían agraviados y discriminados.
Tanto era el malestar general, tanto el
descontento y la desidia, que un buen número de ciudadanos decidió que ya era
suficiente y pidieron un cambio. Otro cambio. Solo que ahora estaban en disposición,
al menos eso se suponía, de pedirlo libremente. Además, el resto de reinos, o
países, o naciones del mundo estaban en una situación parecida, así que
pensaron que el cambio debía producirse de manera inmediata aprovechando la
coyuntura global. Muchos comenzaron a hacer nuevas propuestas, algunas muy
interesantes como por ejemplo que nadie podía llevar trajes mucho más caros que
los de los demás o que los que eran elegidos para gobernar debían pagarse sus
propias camisas y pantalones fuesen del color que fuesen, pero las estructuras civiles
de esa nueva ley creada a la muerte del pequeño y regordete señor, cuyo
contenido era en algunos casos realmente encomiable a pesar de lo que algunos
decían, eran tan estrictas que aquellos que hacían esas sugestivas manifestaciones
tuvieron que ceder y subirse al mismo carro que los demás para intentar llevar
a cabo sus nuevas demandas. Seguramente ese fue su error. Resultaba obvio que
su falta de experiencia les pasaría factura muy a pesar de que muchos, muchos
les creyeron y pensaron que la solución a las desigualdades estaba en ellos. A
pesar de todo, del esfuerzo que hicieron por convencer, se demostró que también
los nuevos cayeron en los errores de los antiguos y eso no lo perdonó la gente.
Se consiguieron algunos cambios, es cierto, en general se puede decir que se lograron
algunas mejoras, seguramente para silenciar a los más díscolos, de poco calado,
pero significadas como grandes triunfos, aunque la realidad fue que cuando los
más nobles de los nuevos alcanzaron su cuota de gobierno, se convencieron a
fuerza de golpes de que, en primer lugar, algunos de entre los suyos habían
caído en las intrincadas redes del poder cediendo a las tentaciones que les
presentaban y, peor aún, de otra, se convencieron que el verdadero poder, el
auténtico, el que realmente consigue cambiar cosas, estaba en el dinero, no en
la soberanía del pueblo y eso truncó la carrera de muchos, y eso desanimó a
algunos de los que realmente querían luchar por mejorar las vidas de todos.
Algo consiguieron, sin embargo, consiguieron que el número de trajes que la
gente vestía se multiplicase, se pasó de dos o tres a cuatro o cinco, como
mínimo, más todos aquellos que la gente en general decidía llevar por su cuenta
desatendiendo modas y tendencias. Así pues, finalmente no todos vivieron felices
ni todos comieron perdices en este pequeño
reino, o país, o nación.
Imagen: www.fleppy.com
En Mérida a 11 de diciembre
de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.