La hostia.


Creo que no hay cosa más vejatoria que recibir una hostia. Es un acto deleznable, imperdonable, injustificable y merecedor de un severo castigo. Al dolor físico procurado por el porrazo recibido se le añade el moral, ese que no deja marca visible, pero que imprime para toda la vida algo más que una simple y pasajera señal en la piel a modo de moretón, pues ese golpe deja una cicatriz que, si se recibe cuando se es niño, puede provocar un auténtico trauma difícilmente superable con la edad que termine convirtiendo al que lo recibió en una persona acomplejada predispuesta a la humillación o, peor aún si cabe, en alguien necio para el diálogo y siempre dispuesto a suministrar a diestro y siniestro golpetazos para dirimir cualquier situación o resolver problemas, si es que debe resolverlos y si es que existen.

Precisamente por este motivo las hostias recibidas cuando se es una persona madura son terriblemente traumáticas si no son de carácter físico, esto es, si no hay un puño de por medio o una mano abierta que abofetee o si es el reverso de esa misma mano la que golpea. Hay hostias que son pavorosas cuando se reciben de mayor llegando uno a desear, antes que la temible herida moral y la vergüenza permanente, un zurriagazo certero y directo al rostro, cuya cicatriz, de quedar, solo sea un desagradable recuerdo de un aciago día, pero si la hostia recibida no es física, si el estacazo percibido no duele en los huesos o en los músculos, sino en el espíritu, entonces las consecuencias del mismo llegan a provocar una aterradora depresión de la que es prácticamente imposible salir, si no es con gran esfuerzo, tesón y apoyo de tu entorno.

Supongamos que alguien que lleva toda su vida trabajando, de repente, sin previo aviso, resulta despedido. Recibe, eso sí, mal que bien, su legal indemnización, pero después qué, qué cuenta en su casa, a su familia, qué le dice a sus amigos, a sus conocidos. Seguramente pondrá a parir a la empresa a la que ha entregado parte su vida, a los jefes que no supieron gestionarla convenientemente a pesar de sus elevados salarios, posiblemente a algunos de sus compañeros de los que no recibió apoyo, pero qué ocurre con él, qué ocurre cuando tenga que ponerse a buscar un nuevo empleo y no lo encuentre porque no esté lo suficientemente preparado, pues no tuvo las mismas oportunidades que otros, o resulte demasiado viejo para las empresas en las que presenta su candidatura, o, sencillamente, no haya trabajo. Qué ocurre con él. Sufre una terrible vergüenza, una tremenda desazón al sentirse inútil, al no ser capaz de aportar a su familia lo que debería para asegurarles la manutención. ¿Cómo se recupera uno de esa hostia que durará para siempre?

Imaginemos un hijo o una hija que cuida de su madre o de su padre que tiene alguna suerte de enfermedad degenerativa y que deja de recibir la ayuda gubernamental que le permite contratar a una persona a tiempo parcial para que cuide a su progenitor. Cómo mirará ese hijo o hija a su madre o padre para decirle que ya no puede cuidarle, que debe seguir trabajando para ganar dinero para darle de comer, pero que durante las ocho o nueve horas de su jornada laboral nadie podrá atenderle y pasará hambre o se cagará encima sin que pueda ayudarle y limpiarle porque no tiene suficiente dinero para que alguien lo haga por él o por ella y no puede dejar de trabajar para cuidarle porque entonces no podrían comer. ¿No es eso una terrible hostia que, sin dejar una cicatriz visible, le rompe el corazón a cualquiera?

Pensemos en una familia que vive en un piso que no puede seguir pagando. Evidentemente el propietario de dicho piso, normalmente algún banco regidos por desalmados en despachos inhóspitos, reclamará el inmueble para sí, pero cómo afrontará esa familia su primera noche fuera de lo que fue su hogar, qué tremendo golpe no recibirán los padres cuando sus niños les pregunten que dónde dormirán esa noche. ¿No es esa una hostia dolorosa?

Todas estas hostias son duras, muy duras, pero hay quienes tienen en sus manos los medios necesarios para, si no evitarlas, sí atenuarlas y, malditos ellos de no hacerlo y ceder ante las presiones de quienes sin tener necesidad, hacen de la usura y de la acumulación de riquezas su sino vital, porque en sus conciencias debería recaer la culpa del sufrimiento de muchos si es que no han encallecido ya sus almas y se han acostumbrado a la desolación de sus conciudadanos.

Imagen: www.sport.es
En Mérida a 18 de diciembre de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.