Historias de Errante. (Capítulo x). La marcha.



Errante llega al edificio abandonado donde se instaló. Está apesadumbrado, triste, una sombra envuelve su alma. Sube a la estancia donde los cartones que colocó hacen las veces de cama; es su cuarto; está frío; vacío. Apenas lo llena con su presencia. Nadie en él, excepto él. Esta noche no dormirá, no será el frío sino sus pensamientos los que distraerán el sueño. Se ha marchado de allí donde quería estar a un lugar del que desea escapar, y lo ha hecho porque no se entiende a sí mismo. No tiene miedo del compromiso, no tiene miedo del amor. Tiene miedo de sí, de hacerle daño a Serena. Esta idea le rondará durante lo que queda de noche y apenas le dejará descansar. Será el alba el que le permita reposar durante un breve período de tiempo, el justo para que un duermevela apacible le alivie, como breve tregua, el sufrimiento. No es un sol radiante el que le recibe en el nuevo día, son unos nubarrones amenazantes los que querrán acompañarle en su partida. Sin embargo, Errante sonríe, le gusta la lluvia; le limpia el corazón. El agua es su consuelo. Es su bálsamo.

No hay mucho que empacar. Es la ventaja de ser errante. Uno no porta más que lo que necesita y necesita muy poco para marchar. Errante limpia lo que ha usado, ordena lo que ha alterado. Intenta dejar mejor que estaba el lugar que ha ocupado. Lo hace porque es lo que aprendió, lo hace por respeto, lo hace por humildad. No le importa que aquel lugar no vuelva a usarse. No le importa que la ruina termine derruyéndose y no haya servido de nada el esfuerzo. A él le sirve, para él es importante, tal vez si vuelve reconozca que estuvo allí, sería nuevamente su hogar por algún tiempo: Poco. Se coloca el gabán que fue manta durante la noche y sale silenciosamente; como acostumbra. Recibe en su pelo enmarañado las primeras gotas, que no serán las últimas, y se encamina hacia la salida del pueblo. Nunca marcha por donde vino, siempre escoge el sentido contrario y en ese camino pasará por delante de la taberna donde Serena ocupa sus mañanas poniendo cafés y desayunos. Ahí la puerta está cerrada. Es demasiado temprano, incluso para los madrugadores. Errante lo sabe, pero no puede resistirse a hacer una breve parada frente al local. Solo por saber, solo por comprobar, solo porque es consciente de que no puede evitar hacerlo. Se acerca a la puerta y alza el puño para llamar. Se retiene, apoya la palma de la mano sobre la hoja de la puerta, ¿De qué serviría?, se pregunta; De nada, se responde ensombrecido. No sabría qué decirle, Me voy, sería lo único, pero Serena ya lo sabe; anoche se lo dijo y ella no respondió. ¿Para qué llamar?, poco podría contarle si la decisión estaba tomada, si ella nada podía hacer, si él nada podía hacer. Errante se retiene, se da la vuelta con la mano helada ya resguardada en el bolsillo y se dispone a retomar su marcha. Serena está allí. Frente a él. Inmóvil. Mirándole fijamente. Antes a la espalda, ahora a los ojos. Errante se sorprende, pero se mantiene en silencio. Serena tampoco habla. Un lacónico Hola sale de los labios de Errante. No era un silencio incómodo, pero tampoco era agradable y Errante decide romperlo. ¿Dormiste bien anoche?, ¿ya has desayunado?, ¿vendrás a arreglar la puerta?, son las preguntas atropelladas que Serena había previsto por si veía a Errante, sin embargo no le deja responder a ninguna, porque conoce perfectamente la respuesta a todas ellas. Te vas, le dice finalmente Serena; no ha preguntado, ha afirmado. Lo sabe, lo siente. Contiene una lágrima, no quiere llorar frente a Errante, no quiere llorar por su marcha. Sonríe, Ojalá tengas un buen viaje, le desea, y, al tiempo piensa, Quédate conmigo, pero Errante no lee el pensamiento de la gente, solo oye sus voces; a veces a duras penas, ya fueron muchos los años usando el oído y aprendió que, en ocasiones, más vale obviar lo que la gente dice. Sí, me marcho, Errante habla como si le respondiese, aunque sabe que Serena no preguntó, pero, al mismo tiempo piensa, Quiero quedarme contigo, aunque Serena tampoco lee el pensamiento de los demás y, al igual que Errante, solo oye sus voces, muchas de ellas le hicieron daño y por eso ahora procura decidir qué y a quién escuchar.

No hay despedida, ni besos, ni manos, ni adioses. Sencillamente Errante marcha. Sencillamente Serena permanece. Serena le ve alejarse, le observa guarecida desde el umbral del bar. Espera hasta que ya no está. Sabe que Errante no volverá la vista, Errante sabe que Serena le estará mirando hasta que desaparezca. Lástima que las intuiciones del alma y la clarividencia del corazón no tengan oídos para escuchar lo que las mentes piensan. De ser así Errante estaría junto a Serena porque ambos así lo desean aunque ninguno lo dijo. Prefirieron el silencio. Prefirieron guardar su pensamiento, escondido en sus mentes y alejado del otro para no hacerse daño, para evitar el sufrimiento, porque creían que era imposible, aunque ambos tenían fe.

Errante tiene ante sí un camino largo, ahora es carretera, luego será barro. Los charcos no le abandonarán hasta que encuentre otro destino. Va mirando el suelo, no alza la vista, nada hay en el horizonte que le pueda interesar. Las pestañas recogen las gotas de agua que el pelo no retiene y que resbalan sobre su frente. Le nublan la vista, pero un resquicio le permite ver algo sobre el asfalto que le llama la atención. Se agacha, lo recoge, es una piedrecita, un pequeño guijarro de color blanco. Precioso. Lo recoge y lo guarda en el bolsillo. Lo abraza con su mano. Errante sigue su camino. Ahora mira hacia atrás, pero ya es demasiado tarde.


Fotografía: castuera-micher.blogspot.com

24 de noviembre de 2014

Rubén Cabecera Soriano.