El 23 de diciembre de 1973, en un minúsculo
pueblo norteamericano cercano a Duluth, llamado Brimson, un paquete fue
recibido en la oficina de correos del apeadero. No llevaba remitente. Estaba
dirigido a la única persona de color que vivía en la zona. El oficinista dejó
dicho paquete en el descolorido armario de madera que, desde hacía varias
décadas, decoraba la pared del fondo de la habitación en la que se recibían los
envíos. No solía haber reparto, a no ser que se tratase de alguna urgencia
perentoria, y los habitantes del pueblo pasaban cada pocos –o muchos- días a
comprobar si habían recibido algún paquete. White –Blanco-, así llamaban
despectivamente al negro, nunca había pasado por la oficina para comprobar si
tenía correo. Todo el mundo, la poca gente que habitaba Brimson, le conocía,
aunque lo más apropiado sería decir que sabían quién era. Había llegado al
pueblo hacía aproximadamente veinte años. Tenía unos terrenos en propiedad, que
nadie supo averiguar cómo había obtenido, en los que comenzó a construirse una pequeña
casa de madera siguiendo el tradicional sistema constructivo del norte de los
Estados Unidos, lo cual despertó la admiración de los habitantes de más edad
del pueblo y le sirvió para no recibir un rechazo frontal de la comunidad,
aunque en realidad no le habría importado, pero eso no le libró de insidias y
rumores. Solía dar un paseo matutino cada día, sin importarle si llovía o
nevaba –pocas veces hacía sol en Brimson- y le gustaba ir a pescar a alguno de
los cientos de lagos de la zona. Cuando se cruzaba con alguien, cosa no muy
habitual porque las casas del pueblo estaban muy separadas unas de otras y
entre ellas solo había caminos y carreteras, se limitaba a inclinar levemente
la cabeza en un respetuoso gesto de saludo que utilizaba indistintamente para
hombres y mujeres, para niños y adultos. Seguramente Phil era la única persona
con la que White hablaba. Era casi un chaval que ejercía de repartidor y
recadero. Compraba todo lo que le encargaban en Duluth y lo llevaba en su
camioneta para entregarlo casa por casa. Phil no vivía en el pueblo y
seguramente por eso se hablaba con White, aunque sus conversaciones se
limitaban a dar las buenas tardes, pues esa era la hora a la que entregaba sus
pedidos, y a dar las gracias al devolver el cambio en función del dinero que
recibía preguntando sistemáticamente si necesitaba algo para su siguiente
reparto. Antes de marcharse siempre añadía algún comentario acerca del tiempo,
era una suerte de absurdo cliché con el que pensaba que fidelizaba al cliente.
White nunca le contestaba, pero siempre le entregaba una buena propina que
transformaba el rostro cariacontecido de Phil en una nerviosa sonrisa. Necesito
que recojas un paquete para mí de la oficina de correos. Claro, cómo no señor.
Phil ni siquiera sabía el nombre de White, poca gente lo sabía, muy poca. No
tienes que preocuparte por nada, te voy a dar un sobre que entregarás al
oficinista para que él lo abra y te dé el paquete. Sí señor. Solo él puede
abrirlo, solo él. Claro señor. Si haces el favor de traérmelo hoy mismo te daré
una buena propina. Por supuesto señor. Phil extendió la mano para recoger el
sobre que le iba a entregar White.
En Azañón, la leña, como cada año, se repartía
tras la limpia de las fincas alcarreñas a principios de diciembre. El de 1966
iba a ser un invierno duro y había poca leña para repartir. Los escasos
habitantes de este pueblecito de la provincia de Guadalajara sabían que este
año pasarían frío y hambre, por eso no entendían cómo era posible que ese señor
hubiese llegado para instalarse en uno de los caseríos del pueblo que llevaba
abandonado más de lo que los más viejos del lugar podían recordar. El caso es
que era el dueño legítimo como le hizo ver al alcalde de Trillo nada más
llegar. Su largo pelo cobrizo, además de resultar extraño a los oriundos, delataba
su procedencia extranjera que refrendaba su acento marcadamente nórdico. Se
hacía llamar Pedro. Nadie sabía sus apellidos. A finales de diciembre, el
empleado de correos que pasaba esporádicamente por el pueblo dejó en el zaguán
de su casa un paquete tras hacer sonar el llamador del portón repetidas veces.
Pedro esperó pacientemente a que se marchase y solo entonces se asomó a
recogerlo. No tenía intención de hablar con él, al igual que no tenía intención
de hablar con nadie tal y como había ocurrido desde su llegada.
Watlington, un pueblecito cercano a Thame en
Oxfordshire, recibió la visita, allá por el año 1309 d.C., de un extraño
personaje cuyos rasgos resultaron sumamente llamativos para los habitantes de
la aldea. Se trataba de un hombre de mediana edad, extremadamente bajo y de
rostro amarillo. Llevaba un sombrero abombado que hacía que su cabeza pareciese
más grande de lo que ya era. Adquirió una casucha de madera en las afueras del
perímetro vallado de la aldea. Intentaron advertirle que ese no era un lugar
demasiado seguro para vivir, pero él desoyó las recomendaciones y se estableció
en la cabaña. Al poco tiempo, antes de finalizar el año, otro hombre no menos
extraño, vestido con unos ropajes coloridos y muy llamativos llegó a la aldea
preguntando por un hombre de piel amarilla, como la suya. Algunos no quisieron
atenderle por miedo a contagiarse de la extraña enfermedad que creían que tenía
al tener la piel de ese color. Al final encontró a una señora de edad avanzada
que le indicó dónde vivía otro como él. Salió de la aldea por la única puerta
que tenía la empalizada y se internó en el bosque siguiendo las indicaciones de
la mujer y encontró la cabaña donde dejó el paquete que debía entregar.
Al-Wajihiya, un asentamiento del actual pueblo
iraquí cercano al río Tigris, era una aldea en la que habitaban algunas decenas
de pobladores que recibieron la visita de un extraño jinete de rasgos
orientales en las postrimerías del año 343 a.C. No fue bien recibido, puesto
que se le consideró un mal augurio, pero, sin embargo, este jinete cuyo nombre
no ha podido recuperar la historia permaneció en una suerte de tienda que
colocó en los alrededores del asentamiento a pesar de las continuas amenazas
que recibía en un idioma para él ininteligible y ante las que respondía en su
propio idioma incomprensible para los moradores oriundos. Poco después de su
llegada otro jinete apareció y le entregó un paquete que guardó procelosamente
en un cofre en el interior de su tienda, enterrado bajo la gran manta de lana
sobre la que descansaba durante la mañana. Por las noches, al igual que todos
los que cada año habían venido recibiendo los paquetes y los recibirían durante
toda la eternidad, no dormía, abría el paquete, sacaba el contenido y se
sentaba frente a él. Era un manuscrito metido en un sobre que no debía abrir
bajo ninguna circunstancia, solo existía un suceso que justificaba su apertura.
Tan solo si el año no finalizaba como debía, tan solo si no terminaba por el
motivo que fuese, solo en ese escenario debía abrirse el sobre y seguir las
instrucciones escritas en él. Todos aquellos que habían recibido dicho sobre
desconocían su contenido, pero sabían perfectamente el procedimiento a seguir
en el caso de que sucediese algún acontecimiento catastrófico. Debían abrirlo y
seguir sus instrucciones. Sencillamente eso. Estaban preparados para hacerlo.
Habían sido elegidos entre muchos y entrenados durante todas sus vidas para
cumplir el cometido que indicase el manuscrito, fuese el que fuese. Momentos
antes de la medianoche del último día del año, todos sentían un escalofrío que
les recorría la espalda y que les provocaba un sudor frío que les hacía
temblar, pero nadie nunca tuvo que abrirlo y todos respiraban tranquilos en
cuanto el nuevo día llegaba. Ahora sabían que tendrían que guardar el sobre
durante casi un año hasta que se les comunicase a quién debían entregarlo para
custodiarlo durante el año siguiente o abrirlo si fuese necesario.
Hace pocos días, un descendiente de los
oriundos habitantes aztecas que se había trasladado a un pueblecito al norte de
Noruega llamado Ifjord, recibió un paquete cuyo contenido conocía de antemano.
Lo guardó y esperó pacientemente observándolo cada noche hasta que llegase el
último segundo del año. El día llegó. Es hoy, pensó. Esta noche, como cada
noche desde que recibí este paquete lo contemplaré a la espera de recibir la
señal que me obligue a abrirlo y proceder siguiendo sus instrucciones. Ojalá no
sea necesario hacerlo, deseaba, Algo habría cambiado y tendría que enfrentarme
a ello. Su miedo era natural, comprensible y, a pesar de que estaba preparado
como todos sus antecesores, no podía evitar sentir el peso de la
responsabilidad ante una situación anómala que tendría que afrontar en
solitario y de la que dependería la vida de muchos, seguramente de toda la
humanidad. Solo quería que pasase la noche lo antes posible y que amaneciese
como un nuevo año en el que tendría que encontrar el camino de aquel que
debería hacerse cargo del mundo durante casi otro año. Temblaba de miedo ante la
cercanía. No pudo comer nada a mediodía. Por la tarde se sentó bien temprano a
contemplar el sobre. Meditaba. El tiempo transcurría muy lento, demasiado lento
para él, Ojalá el tiempo volase, pensó, pero el tiempo marca implacable su
ritmo y nadie puede cambiarlo. Abrió los ojos cuando sintió que ya debía faltar
poco para que terminase el año. Miró el sobre. No oía nada. Nada había que oír.
Entonces lo comprendió. Era una prueba, solo era una prueba con la que cada hombre
y cada mujer debía enfrentarse a su nuevo futuro y ese nuevo futuro no
acontecía con el cambio de año, ese nuevo futuro se construía cada día, a cada
instante. En ese momento comprendió que no pasaría nada, que el nuevo día del
nuevo año llegaría como había llegado el anterior y llegaría el siguiente.
Ahora sabía que el futuro se construía con las piezas que te daba el pasado y
debía hacer todo lo posible por mejorarlo. Y lo mejoraría. A partir de mañana
buscaría a alguien para que guardase el sobre hasta instantes antes de que
finalizase el año para que aprendiese la misma lección que él acababa de
aprender. Lucharía por ser feliz y hacer feliz.
Imagen: rutina
En Mérida a 31 de diciembre
de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.