La alianza entre los pueblos cristianos era determinante.
El desarrollo de la sociedad y su propio escepticismo había provocado que el
nombre de dios se diluyese algo bajo la idea de defender la civilización y la democracia
junto con la salvaguardia de los derechos humanos y de las libertades. Los
dirigentes de los distintos países que encabezaban la nueva cruzada contra el
infiel, seguramente sería la número setenta u ochenta, estaban convencidos de
que, tras los últimos atentados terroristas, declarados como actos de guerra,
tras las últimas barbaries pertrechadas por esos salvajes, encontrarían el
apoyo incondicional de toda la ciudadanía para derrotar a los sacrílegos.
Llegaron incluso a creer que encontrarían el apoyo de los papas de los distintos credos cristianos quienes, como
representantes supremos de sus iglesias, habrían legitimado las futuras
intervenciones bélicas que se llevarían a cabo encontrando en los evangelios, aunque fuesen apócrifos, las
palabras apropiadas para enfervorizar a los más creyentes intransigentes, pero
las iglesias cristianas, por mor de las circunstancias y de sus propias
historias, habían moderado su discurso evitando hacer proclamaciones en nombre
de dios que encendieran más aún los
ánimos; tantas fueron las terribles matanzas provocadas por sus palabras que
preferían mantener una postura algo más distante y no mancharse más sus manos
con la sangre de no cristianos, así que procuraron ser conciliadores. Sin
embargo, los mandatarios estaban en lo cierto. En esta ocasión todas las voces
de los ciudadanos pertenecientes a la civilización occidental, sin excepciones reseñables, se alzaron en defensa
de las libertades y de la igualdad, aunque, al parecer, la fraternidad se
olvidó, pero es difícil, además de comprensible, encontrar resquicios de concordia
cuando has sido masacrado en tu casa, cuando la sangre y el terror son la forma
en que unos extraños presentan sus argumentos para justificar su propia guerra
santa. La respuesta debía ser contundente, implacable. Es necesario acabar con ellos. Este acto de guerra no quedará impune.
Muerte al infiel. No habrá paz mientras vivan. Estas fueron algunas de las
frases con las que amanecieron numerosos medios de comunicación tras los últimos
atentados. La rabia y el odio tintarían de sangre esas palabras no mucho tiempo
después. Los mandatarios judíos apoyaron las declaraciones conjuntas de los presidentes
occidentales y mostraron su apoyo incondicional contra los árabes.
La verdadera yihad había comenzado. En nombre de allāh era necesario acabar con todos los infieles que no abrazasen
la religión islámica. Solo con ríos de sangre se terminaría con el resto de
religiones. Solo con el terror y la muerte que iban a provocar conseguirían
crear el verdadero califato árabe y terminarían con la blasfema vida de los
occidentales cuya existencia era una permanente ofensa contra la verdadera
religión de allāh. Muchas habían sido
las muertes que habían causado los occidentales y había llegado la hora de la
venganza, tal y como indicaba el corán,
bajo la apropiada interpretación de los religiosos islámicos. Cada gran ayatolláh de los distintos credos árabes
había sido congregado para que declarasen la guerra santa contra la
civilización occidental, contra los cristianos y los judíos. Su interpretación
de las palabras divinas era indispensable, pero si alguno se negaba a apoyar
esta nueva y definitiva guerra santa, sencillamente “sería declarado como
blasfemo y condenado a muerte en nombre de allāh
de forma inmediata”. Los imames
predicarían el mensaje a lo largo de todo el mundo, quienes se negaran a
hacerlo “serían declarados como blasfemos y condenados a muerte en nombre de allāh de forma inmediata”. La semilla
del odio estaba plantada desde hacía mucho tiempo y ahora había llegado el
momento de hacerla germinar.
Los judíos se sumaron de forma inmediata a las
declaraciones bélicas efectuadas por el mundo occidental contra los criminales
árabes. No podía consentirse semejante atentado contra la vida, contra las
libertades. Los grandes rabinos junto
con los dirigentes judíos manifestaron que la voluntad de yavhé era clara y así estaba escrito en la biblia. Era necesario acabar con el dolor y el sufrimiento y la
única forma de hacerlo era resarcirse golpeando con más fuerza. Entendieron,
pues, que su ayuda era indispensable para que ese golpe recayera sobre los
árabes de forma que se terminase definitivamente con esa lacra.
El resto del mundo, no demasiado, presenciaba
sorprendido, no demasiado, los acontecimientos. Cientos de años de propaganda,
de conquistas por parte de cada una de las religiones para conseguir atraer a
sus filas a nuevos creyentes, embaucándolos bajo la promesa de inciertos
paraísos, de liberaciones de pecados no cometidos o de tierras prometidas,
estaban a punto de terminar, nuevamente, con una guerra en la que los bandos
estaban posicionados en una suerte de alianzas que ya se había producido con
anterioridad en otra época y que cambiaría en el futuro, aunque probablemente
también volvería a repetirse. No se trata más que del eterno retorno, de la
repetición anacrónica de hechos que desgraciadamente se produjeron ya anteriormente
y que volverán a repetirse y cuyos únicos beneficiados son unos pocos poderosos
que se esconden tras sus mansiones, ya sean iglesias, mezquitas o sinagogas,
pero no de aquellas en las que oran los creyentes de cada una de las religiones,
sino de otras muy distintas, separadas, exclusivas, escondidas, destinadas al
culto al dinero, que es el dios común a todos ellos. Las diferencias radican en
la renovada y desarrollada capacidad para matar que tienen ahora los seres
humanos en comparación con épocas pasadas y en la evolución del pensamiento de
cada una de las civilizaciones que tienen ahora los distintos credos y que hace
que el discurso de unos sea menos fanático que el de otros. Nada puede
justificar la muerte de nadie. Nadie puede justificar la muerte por nada. No
hay religión ni dios que valga la vida de un hombre. Y, sin embargo, los
hombres matan en nombre de sus dioses. Y los dioses no quieren que
maten por ellos.
Fotografía: www.elpais.com
En Mérida a 15 de noviembre
de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.