Historias de Errante. (Capítulo viii). La cocina.



El camino hasta la casa de Serena discurre para ambos en un silencio sepulcral. Errante va ligeramente atrasado. Serena lleva un paso rápido, demasiado, tanto que debe parar de vez en cuando para recuperar el resuello. Llegan a la cerca que rodea la casa y Serena comprueba cómo efectivamente la puerta abre bien, sin chirridos, y, Además está pintada, piensa agradecida. Una imperceptible mueca en la comisura de sus labios descubre un gesto de debilidad en su rostro serio que nadie percibe, pues Errante sigue detrás, callado, expectante. Serena atraviesa la puerta, Errante se queda a la espera de la, para él, necesaria invitación a traspasarla. ¿No piensas pasar?, casi le reprocha Serena, Estaba esperando a que me invitases. Pues pasa, la puerta está abierta, ahora su tono suena algo hastiado.

Ambos se acercan a la casa, ahora con un paso lento. Errante observa la ventana donde vio al niño, pero ahora no hay nadie asomado. Llegan al minúsculo porche y al resguardo del tejadillo Serena introduce su mano a través del cuello de la camisa y saca un colgante con una llave que le sirve para abrir la cerradura del portón con un estruendoso y sonoro chasquido. Vaya, esta puerta también parece necesitar de un repaso, bromea Errante. Serena se mantiene en silencio y pasa al pequeño vestíbulo de su hogar desde donde se ve la cocina que también hace las veces de salón y puede que también de dormitorio, aunque este es un detalle que por ahora se le escapa a Errante. Al fondo, unas escaleras suben a una suerte de doblado oculto tras una cortina de colores vivos. Ven, le dice Serena a Errante y se disponen a subir los incómodos peldaños. Al llegar arriba un gesto de Serena invita a Errante a guardar silencio, ¿Más?, piensa sarcásticamente. Serena penetra al interior. Está muy oscuro. Errante la sigue con sigilo. A ambos les cuesta un instante acostumbrar sus ojos a la poca luz de la estancia. Serena se conoce los recovecos de la habitación y anda con cautela, con la cabeza gacha. Errante, más alto que ella, va chocando con cada viga de madera que se interpone en su camino. Se oyen unas risitas al fondo, ¿Mateo?, llama Serena, Hola; Pensé que estarías dormido, como no había luz. Hola mamá. Errante ya lo había intuido, pero esta es la confirmación. No sabe bien por qué no quiso Serena decirle que tenía un hijo, aunque tampoco tenía obligación de hacerlo. Sin embargo, se contaron tantas cosas que le parece extraño que no se lo dijera. Mira hijo, este señor se llama Errante, salúdale. Hola señor. Puedes llamarme Errante, le indica amablemente. Hola Errante; Es un nombre raro, ¿no? Tal vez, responde sonriendo Errante, Si quieres puedes llamarme de otra forma, ¿se te ocurre algún nombre? El niño duda durante un instante, No, está bien así, ¿verdad mamá? Claro hijo mío; Bajemos a cenar.

Serena es madre, luego mujer. En algún momento fue primero mujer y luego madre. También hubo un tiempo en que solo fue mujer, lo que le deparará el futuro nadie lo sabe. Ha calentado la comida que tenía preparada del día anterior, ha puesto la mesa, ha sentado a su hijo en la trona y le ha dado de comer. Lo ha cogido en brazos y lo ha subido a su dormitorio, tras despedirse con un Buenas noches Errante. Errante ha esperado, intuye que debe estar durmiéndolo. Y después, solo después, cuando ya Serena ha bajado, se ha dirigido por fin a Errante, ¿Te apetece algo?, ¿puedo preparar algo para los dos? Errante la mira extrañado. Ahora le resulta tan distinta a como la conoció que le parece rara su presencia, tal vez solo conoció una parte de ella, la que ella mostró o la que él necesitaba conocer. Errante no ha comido. Eso ya no nos llama la atención, es lo habitual, ¿qué podemos esperar de un vagabundo?, así que rechazar un ofrecimiento de comida no entra en sus planes, sin embargo no recuerda cuándo fue la última vez que una mujer cocinó para él y le produce vergüenza aceptar. El silencio de Errante da pie a que Serena tome la iniciativa, No te preocupes, no es molestia; Puedo hacer algo rápido y sencillo; Tampoco da para más lo que tengo, se excusa casi apenada Serena. Gracias, responde tímidamente Errante, sentado en una banqueta alta, frente a la tabla de la encimera. ¿Puedo ayudarte en algo? Claro, sonríe Serena, Saca de ese armario los cubiertos y colócalos en la mesa; Hay platos y vasos también; Las servilletas están en el cajón de más abajo, junto con el mantel, le indica con la cabeza. A veces las cosas más sencillas están llenas de belleza. La luz de la cocina es pobre, alumbra lo justo y, aunque la estancia es pequeña, la sensación que se tiene es casi de penumbra.

Errante se sienta, lo mira todo, observa, quiere descubrir a Serena por sus cosas, por sus enseres, por sus muebles. Sabe que todo eso no le revelará nada, solo serán sutiles indicios de rasgos de la personalidad de Serena que no podrá más que intuir. Ni tan siquiera sabe si esa es su casa, si esos son sus enseres. Hay un reloj colgado en la pared con el segundero parado, pero su tic tac inmutable no deja de sonar marcando el paso del tiempo, incapaz de precisar las horas. No le importa. Se siente a gusto. Espera pacientemente a que Serena le acerque el plato con la comida y cuando intuye que lo va a hacer se levanta para cogerlo, quiere mostrarse amable, quiere que Serena lo vea así, tal y como realmente es. Ya están los dos sentados frente a la sencilla comida, una tortilla partida a la mitad, la comparten, con un pedazo de queso como acompañamiento y una rodaja de tomate, no hay pan, Una pena, piensa Errante. Será una cena frugal, pero un manjar delicioso al estómago Errante y a su corazón. Sonríen, ambos, como adolescentes nerviosos, pero deseosos de no saben bien qué. Su padre se marchó hace bastantes años, Serena rompe el agradable silencio con el que se sentaron a comer, Le esperé, le esperé porque le amaba, pero me vacié al intentar recuperar algo que él ya no quería, que supongo que es por lo que huyó; Vivíamos en el pueblo, la casa era de él y la vendió al cabo del tiempo; Me enteré cuando vinieron a echarme los nuevos dueños; No podía creerlo; No había tenido ninguna noticia suya en meses; Ni siquiera preguntó por nuestro hijo, por Mateo; Sencillamente desapareció y lo primero que recibí suyo es un desahucio, Serena sonríe, pero una lágrima amenaza con resbalar por su mejilla, No sé, realmente no sé qué ocurrió; Lo he pensado muchas veces, he intentado entender qué pasó; Si me hubiesen preguntado antes de que desapareciese, estoy segura de que habría dicho que éramos felices o al menos no sufríamos mucho; Tal vez ese era el problema, realmente no éramos felices; ¿Sabes?, no se puede vivir sin felicidad, aunque solo sea en pequeñas dosis es necesaria; Si no es así, uno va muriendo poco a poco; Errante no deja de mirarla. Creo que en el fondo no éramos felices, ni siquiera alguna que otra vez llegamos a sentirlo, tal vez al principio, cuando todo es fácil; Algo pasó, o tal vez nada; Sencillamente nos descuidamos, seguramente fue eso; Olvidamos algunos detalles; Cosas a las que no le dábamos importancia, pero que nos encantaban, dejamos de hacerlas; Eso fue destruyéndonos poco a poco, casi sin darnos cuenta; El corazón se nos fue marchitando; Supongo que el mío encalleció; Imagino que el suyo sencillamente no soportaba esa muerte en vida; No le culpo, verdaderamente no le culpo; Espero que sea feliz; A mí me dejó lo que más quiero en esta vida, me dejó a Mateo; Mi hijo, mi amor; Él es mi vida; Él es todo lo que tengo; Él es todo lo que soy. Nada se puede esperar, excepto silencio, tras este soliloquio y eso es lo que hubo. La tortilla ya estaba fría, seguramente también el apetito. Los platos tenían un ligero brillo a la luz de la bombilla, gotas de aceite que se desparramaron al servir la comida. Afuera, a través de la ventana, solo el gorjeo de un grillo acompasando al sonoro estatismo del reloj de la cocina permitían a Errante y Serena pensar que el mundo no se había terminado.


Fotografía: www.laalcazaba.com
Mérida a 25 de agosto de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.