Mi nuevo
hogar, piensa Errante con una sonrisa sardónica cuando
traspasa el portalón que colocó para evitar la entrada de curiosos al abandonado
antiguo ayuntamiento. Con vistas a la
plaza y a la iglesia, ¿quién me lo hubiera dicho?, Errante no puede dejar
de sonreír. Toma asiento en una caja de madera que ha preparado con tablones y
cuerdas encontrados por el suelo de vestíbulo de la planta baja. Se coloca
frente a uno de los grandes balcones tapados con tablas clavadas al marco de la
ventana que dejan entrever, por entre sus ranuras, el paisaje urbano que tanta
gracia le hace a Errante. No hay demasiada luz y la escasa penumbra que los
entalles de los tablones ofrecen apenas sirve para ver en el interior, aunque
los ojos de Errante ya se acostumbraron a la oscuridad. Coloca el ojo en el
hueco que dejan dos maderos para ver si alguien deambula por la plaza. Nadie,
está vacío. El frío arrecia y la noche va cayendo. Las luces amarillas de las
farolas ofrecen una pobre visión del exterior no mucho mejor que la que hay en
el salón en el que pernoctará. Tal vez
fuese el despacho del alcalde, piensa Errante, ¡qué ironía!, yo, un pobre vagabundo ocupando el lugar del elegido por
el pueblo para gobernar. Errante no ha conseguido mucho con lo que
alimentarse el resto del día desde que dejó atrás la casa de Serena. Buscó
entre los contenedores y en las papeleras, pero apenas si sacó para un frugal
refectorio con los restos de un bocadillo apenas empezado con visos de estar
pudriéndose y el corazón de una manzana concienzudamente mordisqueada, de la
que casi no pudo sacar carne a pesar de roerla con fruición. El estómago de
Errante hace ya tiempo que no se queja, aprendió que lo que recibía era lo que
había y que el esfuerzo que le suponía groar no iba a aportarle más alimento.
Errante se tumba en la esquina más alejada del
ventanal tras hacer uso de su particular baño. Ha colocado en el suelo una
manta roída que encontró en una suerte de trastero cercano a la salida. Se
encoje y refriega sus rodillas con las manos para hacer frente al frío que le
aterida. Se ha echado por encima algunos papeles que ha encontrado por aquí y
por allá. Podría decirse que está a gusto. No son muchas las veces que Errante
ha dormido a cubierto, normalmente se enfrenta a la intemperie con estoicismo
porque es la necesidad la que le marca la pauta. Además, está feliz, singular y
sorprendentemente feliz. Sonríe, ya en sueños, porque es a Serena a quien ve,
con quien habla, a quien acompaña a casa, esta vez a la suya, una casa grande,
hermosa, con un jardín florecido. Errante nota el calor del día en el sueño y
se siente contento. Mañana, cuando despierte, será un jarrón de realidad el que
le devuelva a su verdadera situación, pero el recuerdo quedará y la extrañeza
que le ha producido vivirlo, aunque sea solo en sueños, le acompañará a lo
largo del día. Resulta sorprendente comprobar a veces lo poco que nos conocemos
a nosotros mismos.
No hay rayos de sol atravesando la estancia
hasta iluminar el rostro de Errante, despierto, pero aún meditabundo. El día
amanece nublado y es escasa la claridad que entra en la habitación,
insuficiente para despertar a un somnoliento, pero innecesaria para Errante que
ya maquina cómo conseguir el deseado desayuno. Ese es su sino, buscarse día a
día el sustento. No puede negar que ha pensado visitar la tasca que regenta
Serena, intuye que allí tendría asegurado el café, como tampoco podría negar Serena,
si se le preguntase, que le hubiese gustado la visita de Errante para
ofrecérselo. Sin embargo, ni uno ni otro verán satisfechos sus deseos. Serán
muchos los cafés que prepare Serena a lo largo de la mañana, pero ninguno para
Errante y muchas las vueltas que deba dar Errante para procurarse algo que
llevarse a la boca, más allá del gélido trago de agua de la fuente del pueblo.
Un impulso lleva a Errante a la casa de
Serena. Recuerda que el portón de entrada estaba algo oxidado y abría mal.
Decide arreglárselo como señal de agradecimiento. Errante no es lo que puede
decirse un manitas, pero no ve demasiada dificultad en reparar la puerta.
Tampoco es demasiado trabajo y no tiene mucho más que hacer. En condiciones
normales se habría marchado ya del pueblo, no hay nadie, y a nadie puede
observar como gusta de hacer, tampoco cree que pueda vivir de la caridad de una
población pobre a simple vista, que casi no deja desperdicios en las basuras. Sin
embargo se queda, busca algo que justifique un nuevo encuentro con Serena, la
excusa de la puerta le servirá, aunque desconoce si a Serena le pasará igual,
pero decide arriesgar. Llega a la casa, no es Errante de los que olvidan
caminos, y comienza a trabajar sobre la puerta. Está descolgada. Le faltan
herramientas, pero cree que puede apañárselas. Mira la ventana que ayer ofrecía
una cortina al aire. Hoy está cerrada, pero no hay persiana echada ni cortina
corrida. Se intuye el interior. De repente un niño se aparece. Errante da un
respingo sorprendido, pero finalmente se repone y le saluda. El niño le mira,
pero no responde a la mano de Errante que continúa agitándose en un impetuoso
vaivén rítmico. Tal vez también se haya
asustado, piensa Errante tras una breve pausa y vuelve a saludar, más
efusivamente. El niño corre a esconderse y desaparece. Errante, erguido,
permanece mirando un instante, aunque no le da importancia al asunto, imagina
que el pequeño debe haberse extrañado de verle toqueteando la puerta de su
casa. Se lo contará a Serena en cuanto la
vea, ¿será su madre?, se pregunta Errante; Tal vez debería contárselo yo también, no quiero que piense que ando
merodeando por su casa.
Errante vuelve al pueblo, se dirige hacia el
bar donde sabe que localizará a Serena. Descorre la cortina con las manos y se
queda en el umbral mirando hacia la barra donde ve a un señor de mediana edad
atendiendo al escaso público que hay en el bar a media mañana. La reacción de
Errante habría sido marcharse, la del camarero echarle, sin embargo ninguno de
los dos obra como se les supone. Errante se adelanta hacia la barra y pregunta,
Perdone, sabe dónde puedo encontrar a
Serena. El camarero interpelado responde solícito, Serena está en la cocina; Espere que miro a ver si puede salir, ¿quién
pregunta por ella? No se preocupe, no le diga nada, esperaré a que salga; ¿Sabe
si tardará mucho? Hombre, pues mire, supongo que hasta la hora de comer no
terminará dentro; Si es algo urgente puedo decírselo. No, no, no se preocupe,
prefiero esperar. Como usted quiera, ¿le pongo algo mientras? Entonces, Errante, inconscientemente, se mete
las manos en los bolsillos para comprobar lo que efectivamente sabe, que están
vacíos y que nada puede tomar porque nada tiene con qué pagar. No se preocupe, ya son dos las veces que
le dice al camarero que no se preocupe, tal vez termine preocupándose, Esperaré fuera, comenta en voz baja
tras una pausa tensa en la que Errante ha valorado la posibilidad de sentarse
en una de las sillas de mimbre, cuestión esta que descarta ante la mirada
penetrante del camarero. Errante sale y se sienta en el bordillo de la
destartalada acera de enfrente a esperar. El tiempo tiene la mala costumbre de
trascurrir muy lentamente cuando se espera con inquietud su paso y a Errante le
parecen eternas las dos horas que debe permanecer aguardando a Serena, viendo
entrar y salir uno tras otro a quienes fueron al bar a ahogar sus penas o a
contar sus dichas, esperando, en cualquier caso, encontrar alguien que quiera
escucharles. Finalmente, Serena aparece tras la cortina, parece cansada, derrotada
tal vez, tras muchas horas de trabajo. Lleva la cabeza agachada, lo que le
impide ver a Errante que se incorpora casi de un salto para salir tras ella. Le
toca el hombro tras cruzar la calle en un santiamén. Serena se vuelve
pausadamente, no parece inquietarse porque alguien llame su atención y en
cuanto ve a Errante le aparece nuevamente la sonrisa que ayer mostró durante
todo el tiempo que estuvo junto a él. He
estado arreglando la puerta de tu casa, es lo primero que le dice Errante,...
y he visto a un niño tras la ventana.
La sonrisa de Serena se torna en mueca seria, Se llama Mateo; Acompáñame.