Historias de Errante. (Capítulo vii). El niño.




Mi nuevo hogar, piensa Errante con una sonrisa sardónica cuando traspasa el portalón que colocó para evitar la entrada de curiosos al abandonado antiguo ayuntamiento. Con vistas a la plaza y a la iglesia, ¿quién me lo hubiera dicho?, Errante no puede dejar de sonreír. Toma asiento en una caja de madera que ha preparado con tablones y cuerdas encontrados por el suelo de vestíbulo de la planta baja. Se coloca frente a uno de los grandes balcones tapados con tablas clavadas al marco de la ventana que dejan entrever, por entre sus ranuras, el paisaje urbano que tanta gracia le hace a Errante. No hay demasiada luz y la escasa penumbra que los entalles de los tablones ofrecen apenas sirve para ver en el interior, aunque los ojos de Errante ya se acostumbraron a la oscuridad. Coloca el ojo en el hueco que dejan dos maderos para ver si alguien deambula por la plaza. Nadie, está vacío. El frío arrecia y la noche va cayendo. Las luces amarillas de las farolas ofrecen una pobre visión del exterior no mucho mejor que la que hay en el salón en el que pernoctará. Tal vez fuese el despacho del alcalde, piensa Errante, ¡qué ironía!, yo, un pobre vagabundo ocupando el lugar del elegido por el pueblo para gobernar. Errante no ha conseguido mucho con lo que alimentarse el resto del día desde que dejó atrás la casa de Serena. Buscó entre los contenedores y en las papeleras, pero apenas si sacó para un frugal refectorio con los restos de un bocadillo apenas empezado con visos de estar pudriéndose y el corazón de una manzana concienzudamente mordisqueada, de la que casi no pudo sacar carne a pesar de roerla con fruición. El estómago de Errante hace ya tiempo que no se queja, aprendió que lo que recibía era lo que había y que el esfuerzo que le suponía groar no iba a aportarle más alimento.

Errante se tumba en la esquina más alejada del ventanal tras hacer uso de su particular baño. Ha colocado en el suelo una manta roída que encontró en una suerte de trastero cercano a la salida. Se encoje y refriega sus rodillas con las manos para hacer frente al frío que le aterida. Se ha echado por encima algunos papeles que ha encontrado por aquí y por allá. Podría decirse que está a gusto. No son muchas las veces que Errante ha dormido a cubierto, normalmente se enfrenta a la intemperie con estoicismo porque es la necesidad la que le marca la pauta. Además, está feliz, singular y sorprendentemente feliz. Sonríe, ya en sueños, porque es a Serena a quien ve, con quien habla, a quien acompaña a casa, esta vez a la suya, una casa grande, hermosa, con un jardín florecido. Errante nota el calor del día en el sueño y se siente contento. Mañana, cuando despierte, será un jarrón de realidad el que le devuelva a su verdadera situación, pero el recuerdo quedará y la extrañeza que le ha producido vivirlo, aunque sea solo en sueños, le acompañará a lo largo del día. Resulta sorprendente comprobar a veces lo poco que nos conocemos a nosotros mismos.

No hay rayos de sol atravesando la estancia hasta iluminar el rostro de Errante, despierto, pero aún meditabundo. El día amanece nublado y es escasa la claridad que entra en la habitación, insuficiente para despertar a un somnoliento, pero innecesaria para Errante que ya maquina cómo conseguir el deseado desayuno. Ese es su sino, buscarse día a día el sustento. No puede negar que ha pensado visitar la tasca que regenta Serena, intuye que allí tendría asegurado el café, como tampoco podría negar Serena, si se le preguntase, que le hubiese gustado la visita de Errante para ofrecérselo. Sin embargo, ni uno ni otro verán satisfechos sus deseos. Serán muchos los cafés que prepare Serena a lo largo de la mañana, pero ninguno para Errante y muchas las vueltas que deba dar Errante para procurarse algo que llevarse a la boca, más allá del gélido trago de agua de la fuente del pueblo.

Un impulso lleva a Errante a la casa de Serena. Recuerda que el portón de entrada estaba algo oxidado y abría mal. Decide arreglárselo como señal de agradecimiento. Errante no es lo que puede decirse un manitas, pero no ve demasiada dificultad en reparar la puerta. Tampoco es demasiado trabajo y no tiene mucho más que hacer. En condiciones normales se habría marchado ya del pueblo, no hay nadie, y a nadie puede observar como gusta de hacer, tampoco cree que pueda vivir de la caridad de una población pobre a simple vista, que casi no deja desperdicios en las basuras. Sin embargo se queda, busca algo que justifique un nuevo encuentro con Serena, la excusa de la puerta le servirá, aunque desconoce si a Serena le pasará igual, pero decide arriesgar. Llega a la casa, no es Errante de los que olvidan caminos, y comienza a trabajar sobre la puerta. Está descolgada. Le faltan herramientas, pero cree que puede apañárselas. Mira la ventana que ayer ofrecía una cortina al aire. Hoy está cerrada, pero no hay persiana echada ni cortina corrida. Se intuye el interior. De repente un niño se aparece. Errante da un respingo sorprendido, pero finalmente se repone y le saluda. El niño le mira, pero no responde a la mano de Errante que continúa agitándose en un impetuoso vaivén rítmico. Tal vez también se haya asustado, piensa Errante tras una breve pausa y vuelve a saludar, más efusivamente. El niño corre a esconderse y desaparece. Errante, erguido, permanece mirando un instante, aunque no le da importancia al asunto, imagina que el pequeño debe haberse extrañado de verle toqueteando la puerta de su casa. Se lo contará a Serena en cuanto la vea, ¿será su madre?, se pregunta Errante; Tal vez debería contárselo yo también, no quiero que piense que ando merodeando por su casa.

Errante vuelve al pueblo, se dirige hacia el bar donde sabe que localizará a Serena. Descorre la cortina con las manos y se queda en el umbral mirando hacia la barra donde ve a un señor de mediana edad atendiendo al escaso público que hay en el bar a media mañana. La reacción de Errante habría sido marcharse, la del camarero echarle, sin embargo ninguno de los dos obra como se les supone. Errante se adelanta hacia la barra y pregunta, Perdone, sabe dónde puedo encontrar a Serena. El camarero interpelado responde solícito, Serena está en la cocina; Espere que miro a ver si puede salir, ¿quién pregunta por ella? No se preocupe, no le diga nada, esperaré a que salga; ¿Sabe si tardará mucho? Hombre, pues mire, supongo que hasta la hora de comer no terminará dentro; Si es algo urgente puedo decírselo. No, no, no se preocupe, prefiero esperar. Como usted quiera, ¿le pongo algo mientras?  Entonces, Errante, inconscientemente, se mete las manos en los bolsillos para comprobar lo que efectivamente sabe, que están vacíos y que nada puede tomar porque nada tiene con qué pagar. No se preocupe, ya son dos las veces que le dice al camarero que no se preocupe, tal vez termine preocupándose, Esperaré fuera, comenta en voz baja tras una pausa tensa en la que Errante ha valorado la posibilidad de sentarse en una de las sillas de mimbre, cuestión esta que descarta ante la mirada penetrante del camarero. Errante sale y se sienta en el bordillo de la destartalada acera de enfrente a esperar. El tiempo tiene la mala costumbre de trascurrir muy lentamente cuando se espera con inquietud su paso y a Errante le parecen eternas las dos horas que debe permanecer aguardando a Serena, viendo entrar y salir uno tras otro a quienes fueron al bar a ahogar sus penas o a contar sus dichas, esperando, en cualquier caso, encontrar alguien que quiera escucharles. Finalmente, Serena aparece tras la cortina, parece cansada, derrotada tal vez, tras muchas horas de trabajo. Lleva la cabeza agachada, lo que le impide ver a Errante que se incorpora casi de un salto para salir tras ella. Le toca el hombro tras cruzar la calle en un santiamén. Serena se vuelve pausadamente, no parece inquietarse porque alguien llame su atención y en cuanto ve a Errante le aparece nuevamente la sonrisa que ayer mostró durante todo el tiempo que estuvo junto a él. He estado arreglando la puerta de tu casa, es lo primero que le dice Errante,... y he visto a un niño tras la ventana. La sonrisa de Serena se torna en mueca seria, Se llama Mateo; Acompáñame.


Fotografía: www.arteinformado.com

Mérida a 10 de agosto de 2014,

Rubén Cabecera Soriano.