Andrea nunca pudo caminar, nunca pudo hablar y
al final tampoco pudo beber ni comer. Andrea solo pudo estar con nosotros 12
años, pero Andrea en realidad no vivió, solo tuvo vida. Andrea era una pequeña
niña con una enfermedad terminal cuya vida, terrible para ella y terrible para
su familia, se detuvo cuando le fue retirado el tratamiento que la mantenía
viva a petición de sus padres. No concibo en este mundo decisión alguna más
dura para alguien. No concibo en este mundo un nivel de sufrimiento tan elevado
como para que fuerce la toma de una decisión tan grave, tan dolorosa. Y, sin
embargo, ocurre. Cuando amas a alguien no quieres ver sufrir a esa persona en
modo alguno y su dolor se convierte en tuyo y su alivio te reconforta. Cuando
amas a alguien solo puedes desearle bien y si carece de ese bienestar tu
corazón se va consumiendo y tu alma se extingue. El amor es así de poderoso e
incomprensible.
La vida es, con certeza, el más preciado
regalo que una persona pueda recibir y del que debe disfrutar mientras exista y
hasta que se extinga, pero es un presente que nos pertenece y sobre el que
tenemos derecho a decidir. Mi vida es mía, de eso estoy completamente seguro, y
lo debe seguir siento hasta sus últimas consecuencias y mientras tenga consciencia
de mí mismo, cosa que espero se prolongue durante todo el tiempo que sea
posible, porque en esas circunstancias podré decir que vivo, podré sentir que
vivo y podré, si lo consigo y en ningún caso atentando contra la vida de los
demás, disfrutar de ese don que es de mi propiedad. Mi vida no le pertenece a ningún
dios ni a ningún hombre y por lo tanto ningún dios ni ningún hombre puede
disponer de ella.
Vivir es tener vida, pero solo tener vida no
es vivir. El hecho de que una persona tenga ciertas constantes vitales más o
menos ordenadas y sea capaz de respirar con o sin ayuda o que pueda impulsar
sangre por su cuerpo respondiendo a los latidos de su corazón no es signo
suficiente para considerársela viva. Evidentemente, sí que podrá considerarse,
al menos a los efectos naturales, que tiene vida, pero si no es capaz de
moverse con sus propios medios y debe recibir tratamientos médicos para
soportar dolores y sufrimientos, si debe ser alimentada externamente porque no tiene
la capacidad de ingerir el alimento que la mantiene con vida, si no alcanza a
relacionarse con su entorno, si no puede hablar, si no puede caminar, cómo
podemos decir que está viva. Carezco de la fuerza moral para poder determinar,
en esas condiciones, quién debe seguir teniendo vida o quién no. Carezco del
conocimiento suficiente para cuantificar el dolor físico que esa persona puede
llegar a padecer por el hecho de encontrarse en esa situación y, por
descontado, no puedo evaluar el dolor espiritual que puede llegar a sufrir, si es
que tiene consciencia de sí misma, de su realidad. Sin embargo, sí que creo
estar en disposición de afirmar que esa persona no vive, solo tiene vida. Esta
horrenda coyuntura plantea una disyuntiva no menos terrible, decidir sobre si
esta tenencia vital debe cesar o no. Este planteamiento, cuando recae sobre uno
mismo, sobre alguien que está sufriendo en primera persona esas doloras
carencias y esos espeluznantes sufrimientos resulta complejo de evaluar. Cómo
decirle a alguien que no tiene derecho a dejar de tener vida para comenzar a
vivir. Su muerte es su vida. Esta paradoja no es infundada, es una realidad
que, no por no ser contrastable científicamente, ha de ser incierta. Indagar en
aquello que viene tras la muerte no es algo que esté a nuestro alcance por más
que deseemos profundamente poseer ese conocimiento, por más que durante siglos
y siglos el hombre haya imaginado curas de lo más variopintas para su espíritu
a esta irrefutable idiosincrasia de la vida procurando justificar cualquier
referencia a la muerte con una asociación divina basada en la fe ciega e irracional.
Algún dios deberá salvarnos de la muerte porque ningún hombre quiere perder su
vida, es más, debemos cuidarla y defenderla con ahínco puesto que esa vida no
es nuestra, pertenece a esa divinidad, quien quiera que sea, que nos la ha
prestado. Pero esa no es la realidad y, seguramente, alguien podría pensar que
el mismo acto de fe requerirá creer la milonga divina que pensar que la vida es
nuestra y que, tras ella, con suerte, solo llegaremos a ser polvo que descanse
en un hermoso paraje natural, aunque, en mi humilde opinión, esta última
aseveración permite conservar la dignidad humana, mientras que la otra no es
sino una entrega ciega de nuestro propio ser, de nuestro cuerpo y de nuestra
alma a una empresa que exige sacrificios antinaturales.
Pero qué ocurre cuando la decisión hay que
tomarla en nombre de alguien, qué ocurre cuando son los padres quienes deciden
por su hija porque su hija no puede decidir. Cuán doloroso no debe ser resolver
acerca de la vida de un ser querido que depende totalmente de ti. Tal vez,
encomendarse a esas divinidades todopoderosas y no hacer nada, excepto rezar
–que no debe ser poco-, a la espera de que tengan a bien obrar el deseado
milagro de la recuperación o de que se acierte con la contrición oportuna por
los pecados cometidos, sea el acto de fe necesario, pero a mi parecer es más
humano afrontar el sufrimiento con toda la entereza que sea posible acumular y
plantear la situación abarcando todos los puntos de vista trascendentales
discutiendo de moralidad, de ética, de ciencia, de humanidad, de dolor, de paz,
de vida y de muerte. Todos y cada uno de esos temas son cruciales para entender
la decisión que lleva a un padre y a una madre a procurarle a su hija un final
digno, a conseguir que su hija deje de sufrir, a evitarle el dolor, a pedir el
cese de los tratamientos terapéuticos, a solicitar a las autoridades y a los
médicos una sedación terminal para su hija, porque el suicidio asistido o la
eutanasia ni siquiera son posibles ya que el paciente no puede solicitarlos o
porque la legalidad vigente lo prohíbe. No quiero ni pensar cuánto y cuánto
tiempo han sufrido estos padres por su hija, solo puedo desearles sinceramente que
encuentren un resquicio de felicidad en sus vidas en el que sean capaces de
descansar reconfortados por el descanso de su hija que murió para vivir.
Fotografía: www.antena3.com
En el tren, entre
Mérida y Plasencia a 10 de octubre de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.