Historias de Errante. (Capítulo vi). La ventana.



Errante ha perdido la noción del tiempo, no sabe la hora, aunque no le importa demasiado. Su vida no depende de las manecillas de un reloj ni del tictac acompasado del segundero. Podría decirse que su vida es atemporal aunque será el tiempo quien decida cuánta le queda. Comienza a pasear, busca la que será su morada mientras permanezca allí, en el pequeño pueblo, tampoco  le importa demasiado saber durante cuánto. Errante es libre, en eso es libre. Camina por la calle principal a la que la tasca donde ha desayunado y conocido a Serena se muestra, modesta, casi imperceptible, como el resto de casas que parecen avergonzarse de su humildad. Es un pueblo pobre, pobre y pequeño, aunque predomina la piedra, material insigne que ennoblece a pesar de esa penuria. Llega a la iglesia que impone su escala entre el resto de edificaciones y que se presenta magnánima en una plaza porticada  en forma de herradura donde se encuentra también lo que Errante considera que es la antigua casa consistorial. Errante rodea la iglesia. Mira hacia arriba, al campanario, silencioso él, silenciosas las campanas. No es hora en punto o no hay monaguillo que las tañe. Se acerca al portón principal y empuja la gran puerta doble de madera chapada en bronce, roblonada, y flanqueada por columnas de piedra arenisca en bajorrelieve, abocinadas para conformar un protector y acogedor umbral. Está cerrada. Lo intenta de nuevo sin fortuna por el portillo recortado en una de las hojas del portalón. Errante no puede evitar pensar lo a gusto que se encontraría tras ese portón, aunque intuye que el umbral será lo máximo a lo que pueda aspirar. Regresa a los soportales de la plaza. La casa de dios no está hoy abierta para los vagabundos y quiere comprobar si sucede igual con la casa del pueblo. La puerta está destartalada, apenas unos tablones remendados permiten que se sostenga la hoja en unas bisagras casi desprendidas. No le hace falta llamar. Está abandonada. Entrar por ahí sería sencillo como bien sabe Errante, pero llamaría demasiado la atención. Busca una ventana o una puerta trasera que encuentra en un estrecho callejón casi imperceptible desde la plaza que divide la manzana en que se encuentra el vetusto ayuntamiento. La empuja, pero está cerrada. Fuerza la entrada y penetra en el edificio tras unos empellones no muy violentos. El interior es oscuro, casi siniestro. Está sucio y huele a humedad. A Errante le resulta confortable. Bien podrá permanecer allí el tiempo necesario, aunque ya sabemos la importancia que tiene para Errante el tiempo, si no hay denuncias o desahucios de por medio.

Lo primero que hace Errante es cerrar la puerta. Procura dejarla tal y como estaba, de forma que no llame la atención a los transeúntes, aunque desde el interior eso resulta complicado. Sabe que tarde o temprano se darán cuenta de que alguien ha entrado allí, pero quiere retrasar ese momento todo lo posible. Después busca la estancia donde pernoctará. Debe estar seca y a ser posible recibir algo de luz natural a la mañana. Buscará alguna suerte de manta o en su defecto los periódicos que ya le son habituales para resguardarse del frío nocturno. Lo último que hace es buscar el lugar donde hará sus necesidades, las escatológicas, esas que nos avergüenzan de mayores, pero que enorgullecen a los padres en sus hijos cuando son pequeños. No deja nada allí, lo poco que tiene lo lleva encima, sin embargo la casa del pueblo, ahora la casa de Errante por algún tiempo, pudiera parecer un hogar.

Debe ser mediodía cuando sale nuevamente a la plaza. Desanda el camino hecho para volver al pequeño bar donde conoció a Serena esta mañana. No lo hace conscientemente. Pudiera ser que estuviese escuchando a su corazón, confía en él plenamente, solo que no siempre le hace caso. Cuando llega a la puerta y se dispone a descorrer la cortina para entrar comprueba que la puerta está cerrada. No hay lugar en este pueblo que le permita el acceso. Parece un mal presagio, pero ve a Serena doblar la esquina y salir a la calle principal, Mayor la llaman allí según ha comprobado en un pequeño rótulo cerámico incrustado en la equina de un edificio. Acelera el paso para darle alcance. No está Errante acostumbrado a correr y cuando se coloca a su altura y pretende saludarla nota que le falta el resuello y apenas es capaz de pronunciar un audible Buenos días de nuevo, sobresaltándose Serena que no esperaba encontrarse con nadie. Me has asustado, dice sonriente al comprobar que es Errante. Lo siento; Te vi salir y quise saludarte. No confiesa Errante que fue a buscarla, porque posiblemente no podría responder a la pregunta que Serena le haría, ¿Para qué?, ni él mismo lo sabe. Pues muchas gracias, le dice ella. No hay de qué, contesta él. Silencio. Caminan juntos unos pasos. Puedo acompañarte si quieres, no tengo nada mejor que hacer, le dice Errante cariacontecido. Bueno; Voy a mi casa, está en las afueras como sabes, creo que te lo comenté esta mañana. Errante asiente. Debo terminar de preparar la comida antes de volver esta tarde y traer los aperitivos para el bar. No hay mucha distancia hasta su casa, unos minutos a paso ligero, pero las prisas de Serena se olvidaron y de Errante ya sabemos que no es de caminar acelerado. Se acercan a un cercado de piedra con una puerta oxidada entreabierta. Serena deja de hablar y se para. Esta es mi casa, dice señalándola. Errante alza la vista y mira la casa. Está pintada de blanco, pero hace tiempo que necesita algún repaso. Una única ventana aparece en la fachada principal junto a la puerta de entrada. Está abierta. Una cortina de color verde, algo desteñida o tal vez de tela vaporosa, con un estampado vagamente definido con motivos geométricos o florales, sobresale por el alféizar. La cortina revolotea juguetona con el aire ondulándose en formas imposibles que hipnotizan a Errante.

Serena abre la puerta con un chirrido que distrae a Errante de su embelesamiento, atraviesa el cercado, el límite, la frontera que ahora separa a ambos. No ha cerrado la puerta y sin embargo Errante se siente del otro lado. Serena aguarda a que Errante le preste toda la atención. Debo marcharme, le dice. Estás en tu casa, responde Errante, soy yo el que se va. Gracias por el paseo; Ha sido muy agradable. A mí también me ha gustado. Serena se da la vuelta y encara el camino hacia la puerta de su casa. Errante le mira alejarse. Alza la vista y contempla nuevamente la cortina verde ondeante de la ventana. Se vuelve y se encamina hacia el pueblo donde buscará el sustento del día que Serena no le ofreció por más que lo desease y que Errante no recibió por más que lo desease. La vida es una constante paradoja.


Fotografía: www.sierradelrincon.org


Mérida a 26 de julio de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.

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