Errante ha perdido la noción del tiempo, no
sabe la hora, aunque no le importa demasiado. Su vida no depende de las
manecillas de un reloj ni del tictac acompasado del segundero. Podría decirse
que su vida es atemporal aunque será el tiempo quien decida cuánta le queda. Comienza
a pasear, busca la que será su morada mientras permanezca allí, en el pequeño
pueblo, tampoco le importa demasiado
saber durante cuánto. Errante es libre, en eso es libre. Camina por la calle
principal a la que la tasca donde ha desayunado y conocido a Serena se muestra,
modesta, casi imperceptible, como el resto de casas que parecen avergonzarse de
su humildad. Es un pueblo pobre, pobre y pequeño, aunque predomina la piedra,
material insigne que ennoblece a pesar de esa penuria. Llega a la iglesia que
impone su escala entre el resto de edificaciones y que se presenta magnánima en
una plaza porticada en forma de
herradura donde se encuentra también lo que Errante considera que es la antigua
casa consistorial. Errante rodea la iglesia. Mira hacia arriba, al campanario,
silencioso él, silenciosas las campanas. No es hora en punto o no hay
monaguillo que las tañe. Se acerca al portón principal y empuja la gran puerta
doble de madera chapada en bronce, roblonada, y flanqueada por columnas de
piedra arenisca en bajorrelieve, abocinadas para conformar un protector y
acogedor umbral. Está cerrada. Lo intenta de nuevo sin fortuna por el portillo
recortado en una de las hojas del portalón. Errante no puede evitar pensar lo a
gusto que se encontraría tras ese portón, aunque intuye que el umbral será lo
máximo a lo que pueda aspirar. Regresa a los soportales de la plaza. La casa de
dios no está hoy abierta para los vagabundos y quiere comprobar si sucede igual
con la casa del pueblo. La puerta está destartalada, apenas unos tablones
remendados permiten que se sostenga la hoja en unas bisagras casi desprendidas.
No le hace falta llamar. Está abandonada. Entrar por ahí sería sencillo como
bien sabe Errante, pero llamaría demasiado la atención. Busca una ventana o una
puerta trasera que encuentra en un estrecho callejón casi imperceptible desde
la plaza que divide la manzana en que se encuentra el vetusto ayuntamiento. La
empuja, pero está cerrada. Fuerza la entrada y penetra en el edificio tras unos
empellones no muy violentos. El interior es oscuro, casi siniestro. Está sucio
y huele a humedad. A Errante le resulta confortable. Bien podrá permanecer allí
el tiempo necesario, aunque ya sabemos la importancia que tiene para Errante el
tiempo, si no hay denuncias o desahucios de por medio.
Lo primero que hace Errante es cerrar la
puerta. Procura dejarla tal y como estaba, de forma que no llame la atención a
los transeúntes, aunque desde el interior eso resulta complicado. Sabe que
tarde o temprano se darán cuenta de que alguien ha entrado allí, pero quiere
retrasar ese momento todo lo posible. Después busca la estancia donde
pernoctará. Debe estar seca y a ser posible recibir algo de luz natural a la
mañana. Buscará alguna suerte de manta o en su defecto los periódicos que ya le
son habituales para resguardarse del frío nocturno. Lo último que hace es
buscar el lugar donde hará sus necesidades, las escatológicas, esas que nos avergüenzan
de mayores, pero que enorgullecen a los padres en sus hijos cuando son
pequeños. No deja nada allí, lo poco que tiene lo lleva encima, sin embargo la
casa del pueblo, ahora la casa de Errante por algún tiempo, pudiera parecer un
hogar.
Debe ser mediodía cuando sale nuevamente a la
plaza. Desanda el camino hecho para volver al pequeño bar donde conoció a
Serena esta mañana. No lo hace conscientemente. Pudiera ser que estuviese
escuchando a su corazón, confía en él plenamente, solo que no siempre le hace
caso. Cuando llega a la puerta y se dispone a descorrer la cortina para entrar
comprueba que la puerta está cerrada. No hay lugar en este pueblo que le
permita el acceso. Parece un mal presagio, pero ve a Serena doblar la esquina y
salir a la calle principal, Mayor la llaman allí según ha comprobado en un
pequeño rótulo cerámico incrustado en la equina de un edificio. Acelera el paso
para darle alcance. No está Errante acostumbrado a correr y cuando se coloca a
su altura y pretende saludarla nota que le falta el resuello y apenas es capaz
de pronunciar un audible Buenos días de
nuevo, sobresaltándose Serena que no esperaba encontrarse con nadie. Me has asustado, dice sonriente al
comprobar que es Errante. Lo siento; Te
vi salir y quise saludarte. No confiesa Errante que fue a buscarla, porque
posiblemente no podría responder a la pregunta que Serena le haría, ¿Para qué?, ni él mismo lo sabe. Pues muchas gracias, le dice ella. No hay de qué, contesta él. Silencio.
Caminan juntos unos pasos. Puedo acompañarte
si quieres, no tengo nada mejor que hacer, le dice Errante cariacontecido. Bueno; Voy a mi casa, está en las afueras
como sabes, creo que te lo comenté esta mañana. Errante asiente. Debo
terminar de preparar la comida antes de volver esta tarde y traer los
aperitivos para el bar. No hay mucha distancia hasta su casa, unos minutos a
paso ligero, pero las prisas de Serena se olvidaron y de Errante ya sabemos que
no es de caminar acelerado. Se acercan a un cercado de piedra con una puerta
oxidada entreabierta. Serena deja de hablar y se para. Esta es mi casa, dice señalándola. Errante alza la vista y mira la
casa. Está pintada de blanco, pero hace tiempo que necesita algún repaso. Una
única ventana aparece en la fachada principal junto a la puerta de entrada. Está
abierta. Una cortina de color verde, algo desteñida o tal vez de tela vaporosa,
con un estampado vagamente definido con motivos geométricos o florales, sobresale
por el alféizar. La cortina revolotea juguetona con el aire ondulándose en
formas imposibles que hipnotizan a Errante.
Serena abre la puerta con un chirrido que
distrae a Errante de su embelesamiento, atraviesa el cercado, el límite, la
frontera que ahora separa a ambos. No ha cerrado la puerta y sin embargo
Errante se siente del otro lado. Serena aguarda a que Errante le preste toda la
atención. Debo marcharme, le dice. Estás en tu casa, responde Errante, soy yo el que se va. Gracias por el paseo; Ha sido muy agradable.
A mí también me ha gustado. Serena se da la vuelta y encara el camino hacia
la puerta de su casa. Errante le mira alejarse. Alza la vista y contempla
nuevamente la cortina verde ondeante de la ventana. Se vuelve y se encamina
hacia el pueblo donde buscará el sustento del día que Serena no le ofreció por
más que lo desease y que Errante no recibió por más que lo desease. La vida es
una constante paradoja.