Esta mañana he tenido que mirar mi documento
nacional de identidad, conocido corrientemente como DNI, preocupado por la
inmensa cantidad de noticias referentes a las próximas elecciones catalanas. La
verdad es que no recuerdo un despliegue informativo semejante para otras
elecciones de ninguna otra comunidad, nación, país o región (inferir cuál es el
sustantivo más apropiado para denominar ese espacio nos llevaría años y a nadie
dejaría totalmente satisfecho, además las disquisiciones llenarían
enciclopedias enteras malgastando ríos de tinta), pero eso no debería
asombrarme porque lo que ocurra en Cataluña es trascendental mientras que los
designios de otros territorios no los son tanto, y que conste que esta cavilación
es sincera y no contiene apreciación peyorativa alguna. El caso es que en ese
DNI mi nombre estaba correcto, los de mis padres también. Mis apellidos coinciden
con los que heredé de mis progenitores. La dirección que figura es anticuada,
pero seguramente ese es un problema mío. Sin embargo, había algo que me
chirriaba, es la propia designación del documento, esto es, la palabra “NACIONAL” cuya segunda acepción según
nuestra Real Academia de la Lengua es: Natural
de una nación, en contraposición a extranjero, (la primera es la obvia
definición del adjetivo como “relativo a
una nación”). Este calificativo, nacional, aparece justo al lado de un grafismo
en forma de bandera coloreada con una doble banda roja y una central amarilla;
tiene forma sinuosa, como si fuese ondeada por el viento, bajo ella aparece la
palabra “ESPAÑA”. El caso es que,
imagino, esto quiere decir que soy español por el mero hecho azaroso de haber
nacido en un momento determinado en una ciudad concreta dentro de una provincia
que pertenece al territorio denominado en la actualidad España, que por otros
nombres ha sido conocida, y cuyas fronteras, desgraciada palabra esta, han
variado a lo largo de la historia en innumerables ocasiones y, es seguro,
volverán a cambiar. Pues bien, como tal español, tengo una serie de prebendas,
sí, digo bien, prebendas, sinecuras, beneficios, canonjías o sencillamente
ventajas, que me ponen por encima de otros que han nacido desgraciadamente en
otras regiones o, entrando en observaciones más profundas rayantes en lo racista, con otro color de piel. Sorprende comprobar
cómo estos beneficios resultan en general insuficientes cuando los comparamos
con los que reciben otros en cuyo documento nacional de identidad, o equivalente,
aparece el nombre propio de otra región, generando en nosotros una profunda
envidia y, en ocasiones, recelo. Pero más sorprendente es comprobar cómo nos
invade un inflamado egoísmo cuando comparamos este malicioso documento con el
de otros seres humanos en los que aparece un territorio denostado por nosotros
por el hecho de ser más pobre, sin entrar en valorar su religión que constituye
una terrible frontera mucho más profunda y difícil de superar que las que los
hombres inventamos y pintamos en los mapas. Este delirio que nuestra supuesta
naturaleza nacional nos provoca, conviene recordar que esa naturaleza es, en
realidad, humana y nuestro territorio es la Tierra, convierte nuestra
existencia en un sinsentido constante que nos lleva a absurdas peleas y
confrontaciones que terminan, generalmente, por superar el ámbito de lo
dialéctico a la primera de cambio provocando odios de carácter intemporal y
permanente cuyo origen es expeditamente olvidable, y pasando inminentemente a la
violencia para terminar en un sanguinario enfrentamiento bélico, que tenderá a
repetirse eternamente y que parece ser el único sistema que poseemos los seres
humanos para dirimir esas diferencias que naturalmente se producen entre nosotros.
Vaya por delante, pues, que no me siento español si serlo supone enfrentarme al
que se sienta catalán o vasco o gallego o extremeño o francés o sirio. No señor,
para nada quiero esa nacionalidad, debo, en consciencia, renegar de la misma,
no porque me avergüence, puesto que sería absurdo, recuérdese que nací en
España por una coyuntura temporal y local, sino porque, por encima de este
hecho fortuito, está la dignidad del ser humano, de aquel que nació aquí, al
igual que la del que nació allí. Es inevitable, puesto que se trata de una
circunstancia de índole cultural que afecta y determina nuestro comportamiento
en sociedad, que nos identifiquemos con un territorio, o que despotriquemos
contra él si no obtuvimos del mismo lo que deseábamos y nos decepcionó su
gobernanza, pero en modo alguno este hecho debe anteponerse a los verdaderos valores
que deben regir nuestro comportamiento, a los derechos intrínsecos a nuestra
naturaleza y que, de una forma u otra, todos conocemos y reconocemos para
nosotros, aunque, en ocasiones, nos cuesta tanto ver en los demás. Dejémonos de
una vez por todas, menuda utopía, de fronteras y abramos las puertas a la
libertad, a la solidaridad, luchemos contra las desigualdades y no generemos
rencores que adquirirán carácter eterno, contra los que no existirá solución alguna,
por más que transcurran los años ya que las generaciones no olvidan aunque un
hombre sí lo haga, y que solo provocarán sufrimiento y desesperanza. Que el que
quiera llamarse español se lo llame, o catalán, o vasco, o gallego, o
extremeño, tanto da que se llame así como que se llame Francisco, Jordi, Patxi
o Abdul, si se hace desde el respeto y predomina el ineludible trasfondo de
unidad por el que todos deberíamos luchar.
Fotografía: www.abrilentesis.blogspot.com.
En Mérida a 20 de
septiembre de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.