Aylan está en la playa, boca abajo, con las ropas mojadas y las manos volcadas hacia arriba y tendidas hacia atrás, sus deditos levemente separados, los ojos cerrados y los piececitos ligeramente entrecruzados. Parece dormido, pero está muerto. El cuerpo yace golpeado suavemente, casi acariciado, por las olas de un mar impertérrito, impasible ante la vida robada a un pequeño niño de apenas tres años que huía, seguramente como si de un juego se tratase, de una guerra para él incomprensible. Iba en una barcaza, junto a mucha más gente, atemorizado ante la inmensidad del mar, agarrado de la mano de su padre, que ya nunca más dormirá tranquilo, de su madre y de su hermano, quienes también sucumbieron asesinados, a pesar de que fueran las manos del mar las que se llevaron sus vidas, por la indiferente actitud del mundo ante un conflicto bélico frente al que nadie parece querer hacer nada. Su padre le iba susurrando al oído que ya nunca más tendría que tener miedo, que dejaría de oír los terribles ruidos de las bombas cayendo cerca de lo que quedaba de su casa y que desaparecería el agudo chillar de las sirenas que no le dejaba dormir por las noches. Le contaba que podría volver a jugar en la calle y que el humo del horror que le hacía llorar desaparecería para siempre. Aylan sonreía y balbuceaba feliz las pocas palabras que conocía, aunque no podía evitar acordarse de Abban, su muñeco preferido con el que cada noche se iba a dormir y que no pudo viajar con él, Ya no nos caben más cosas, le intentaba explicaba su padre, pero él no lo entendía, como tampoco entendía por qué tenían que abandonar su casa o por qué lanzaban bombas que arrasaban todo lo que conocía, su pequeño mundo. Aylan le preguntaba incansable a su padre ¿Por qué?, ¿por qué, papá?, su padre ya no tenía respuestas. La noche se había echado sobre ellos, el mar embraveció y sus cuerpos, ateridos de frío, buscaban algo de calor refugiándose unos en otros. La tempestad les venció, pero no fue lo que causó la muerte de Aylan, fue la inacción de los poderosos, de los gobernantes, de los políticos que pensaron que el país donde Ayalan había nacido, Siria, carece del interés suficiente como para esforzarse en detener una masacre que terminará acabando con cientos de miles de vidas inocentes y que doblegará para siempre el alma de familias enteras en las que el odio quedará sembrado como una semilla maldita cuya sed de venganza no calmará por más que alcancen la paz. A Aylan le mataron las leyes, las fronteras, el odio entre los pueblos, las armas vendidas por desaprensivos con la connivencia de los países desarrollados para acaparar más y más riqueza. A Aylan le mató la codicia de los hombres.
Sí, yo también he visto la terrible y durísima foto de ese pequeño, tumbado frente a la inmensidad del mar. Solo. Abandonado por una humanidad egoísta. Un refugiado sin refugio que aparece muerto en una playa donde otros toman el sol, disfrutando de unas merecidas vacaciones pagadas con el sudor de su frente tras una mesa en el despacho de su oficina. Es una imagen que conmueve a cualquier ser humano con algo de alma, a cualquier ser humano con algo de dignidad. Es una imagen que te hace reflexionar sobre la injusta vida que nos ha tocado vivir, aunque deberíamos decir que les ha tocado vivir. Esa es la diferencia. No son nuestras carnes las que sufren, pero, quién sabe, tal vez alguna vez pudiera ocurrirnos a nosotros, a nuestros hijos, a nuestros conocidos. Tal vez entonces entenderíamos verdaderamente lo que debe ser abandonar tu hogar porque te pueden matar, abandonar tu país porque alguien ordena lanzar bombas sobre tu ciudad. Esta imagen se repetirá como ya se repitió otras veces, poco importa que sean refugiados que huyen del horror de la guerra o de inmigrantes que buscan una vida mejor en los países desarrollados. Nuestras conciencias deben sentirse sucias porque no hacemos lo que debemos, pero sí que les vendemos armas con las que matarse obligándoles a huir o expoliamos y esquilmamos su riqueza con truculentos engaños forzándoles a buscar una vida digna y, precisamente, quieren, como es humano, lo que nosotros hemos conseguido a su costa, con su sufrimiento. Huyen hacia nosotros porque nosotros les hemos quitado lo poco que tenían. Nuestra avaricia es infinita, aunque nos conmueva esta imagen y reclamemos a quienes nos gobiernan que actúen, que faciliten la llegada para quienes quieren escapar del horror, que eliminen la frontera que nos separa. Les pedimos que se conmuevan como nosotros y que olviden, aunque sea solo por un instante, el disfraz de gobernante bajo el que parecen haber perdido la capacidad de sentir. Les pedimos que actúen ayudándoles, para eso son las leyes, para no olvidar lo que está mal y poder hacerlo bien. Háganlo, por favor, pero háganlo siempre.
Fotografía: Nulifer Demir, Reuters.
En Granada a 6 de septiembre de 2015.
Rubén Cabecera Soriano.