Historias de Errante. (Capítulo iii). Desayuno.



Sus huesos quebradizos crujen al incorporarse. La piedra donde descansó no es el mejor de los colchones y el abrigo que se procuró, un periódico desgastado por la acción de la intemperie, estaba demasiado húmedo como para evitarle el frío de la noche. Tos y expectoración, esos son sus buenos días. Se acerca al pequeño pueblo cuya tranquilidad nocturna no quiso perturbar y se asoma a la calle principal que lo atraviesa. Pocas casas, todas antiguas, no habrá contenedores. Es la última aseveración la que le preocupa, pues sabe que ahí suele encontrar su sustento, sobre todo en aquellos lugares a los que llega por primera vez y no conoce. Se sienta en un banco de fundición que hace desaparecer los vestigios del camino de tierra que llega al pueblo para transformarse en hormigón y asfalto, recién ejecutados, en extraño contraste con las fachadas desconchadas de los primeros edificios y el almohadillado de granito amarillo que la iglesia medieval ofrece en su escorzo al viandante. A lo lejos ve salir un hombre de una suerte de tasca. Lleva alpargatas según comprueba al iniciar su pesado caminar. Arrastra los pies y camina convulsamente, con pasos nerviosos, muy seguidos y cortos. Los bajos del sucio pantalón de pana están mojados y la camisa afranelada, por fuera, está desabotonada hasta la altura de la barriga, dejando entrever una mata descuidada de pelo sobre un pecho hundido, casi deforme y una tripa hinchada. El frío no parece afectarle. Lleva la cabeza baja, la barbilla apoyada en el pecho y de vez en cuando alza la vista, rejuntando el entrecejo sin mover la testa, para no perder la orientación. Se dirige hacia él. Se acerca y cuando se encuentra a su altura gira levemente la cabeza en sentido contrario a donde Errante se encuentra –o eso es lo que Errante cree- y prosigue su marcha sin más. Se aleja por el camino que trajo a Errante al pueblo. Errante lo persigue con su mirada hasta que unos instantes después se adentra en el bosque y le pierde de vista. Ahora Errante se levanta y se dirige al bar de donde ha salido el hombre. Un cartel destartalado, que tal vez en algún tiempo remoto fuese luminoso, ocupa parte de la fachada. Descorre una cortinilla de tela humedecida por el rocío y empuja la puerta de tablones de madera carcomida. ¿Ese hombre…?, pregunta sin terminar al interior de la estancia y casi sin comprobar si alguien escucha su frase. Una señora de edad no muy avanzada con un pulcro mandil a cuadros, que fueron blancos y azules, colocado cuidadosamente sobre un vestido de luto, limpia las mesas redondas, una y otra vez reparadas por las manos hábiles de un carpintero que no consiguió evitar que el paso del tiempo astillase la madera. Disculpe señora, buenos días, ¿el hombre que ha salido hace un instante…?, nuevamente deja la pregunta a medio hacer. La mujer le mira, ve lo que es, pero no le teme, aunque esta suele ser la sensación habitual que transmite en quienes le contemplan. Su imagen provoca repulsión, asco, pena, no es especialmente agradable a pesar de que intenta mantener cierta dignidad en su aspecto. Es mi hijo, ¿qué le desea?, responde paciente la mujer. ¿Su hijo? Así es, ¿por qué lo pregunta? Errante es consciente en ese momento de que realmente no sabe por qué ha entrado a preguntar sobre ese hombre. Le ha provocado pena. Ha pensado que se encontraba perdido, desangelado. Seguramente asustado por el tembloroso andar y posiblemente aterido de frío en la mañana casi invernal que aún no despunta. Es consciente de que no le ha parado cuando pasaba a su lado para preguntarle si se encontraba bien, si necesitaba algo, si precisaba de ayuda. Errante se ha visto a sí mismo en ese hombre y ha sentido miedo. Y sin embargo, justo después, ha salido huyendo, pero a preguntar por él para ¿saber quién era?, ¿si necesitaba ayuda?, ¿procurarle sustento? Errante es consciente de que es un necesitado ¿como él?, tal vez más o, ahora que conoce a la madre, tal vez la necesitada sea ella. No dejan de ser prejuicios, se reprueba a sí mismo. No por nada, responde Errante tras la pausa, me pareció que estaba perdido. No se preocupe usted, le responde la mujer, no está perdido el pobre, conoce estos parajes como la palma de su mano; Marcha por la mañana y regresa al mediodía cuando sabe que le tengo lista la comida; A veces trae alguna liebre que preparo para el día siguiente. La mujer deja el trapo en la mesa y le mira. ¿Necesita usted algo?; ¿Quiere desayunar?, le puedo poner un café. Errante se dispone a pronunciar la consabida frase, No tengo dinero, muchas gracias, pero antes de hacerlo la mujer le interrumpe, Está claro que necesita tomar algo caliente, no se preocupe si no puede pagarlo; Le invita la casa, somos humildes, pero una trozo de pan no se le niega a nadie. Errante sonríe, emocionado, hace tiempo que no hace esa mueca y casi le duelen las comisuras de los labios al estirarse y, por un momento, parece incluso que sus mofletes tomaran color rojizo. Muchas gracias señora, responde Errante inclinando la cabeza repetidamente. Ande, no me dé las gracias y siéntese, que falta le hace, ¿cuánto tiempo hace que no toma algo caliente? Errante se para a pensar, verdaderamente hace tanto tiempo, que no recuerda cuándo fue la última vez y, sin embargo, sabe que hubo una última vez, solo que no lo quiso creer y terminó por olvidarlo. Sin responder se sienta en la mesa más esquinada, aislada, donde solo hay una silla, cerca de la puerta de entrada, en el lugar más oscuro de la sala. La mujer se da cuenta, ¿Seguro que quiere sentarse allí?; ¿Está usted cómodo?, hará frío, está muy cerca de la puerta y entra corriente. Errante asiente, Sí, gracias, estoy muy bien. Siempre separado, siempre aislado, siempre temeroso, pero no por él, sino por los demás, pensando que puedan sentir pena y eso es algo que no soporta. Como usted quiera, le responde la mujer, que se retira tras la barra entrando en lo que Errante cree que es la cocina. Al cabo regresa con una taza humeante de café que a Errante le huele a gloria junto con un plato con pan y aceite que casi le cuesta reconocer. La mujer lo deja sobre la mesa y se retira intuyendo que Errante lo devorará casi sin saborearlo y que seguramente su presencia le impida mostrar la avidez de su hambre. Así sucede. El plato queda vacío. El cuerpo está saciado, para el alma el esfuerzo es mayor. La mujer le contempla tras la barra mientras limpia algunos vasos de cristal de los cafés matutinos que tomaron los hombres del pueblo. Errante toma ahora la taza, la acerca a los labios. Se quema, pero aún así no puede resistirse al primer sorbo. Respira profundo, qué sencilla es a veces la felicidad.


Fotografía: sergiocossa.bolgspot.com


Mérida a 8 de junio de 2014.


Rubén Cabecera Soriano.

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