La escalera (Parte ii y final)




Más tarde comprendí la gran diferencia que hay entre que te pisen aquellos que están trabajando en la obra y que lo hagan visitantes. Los primeros parecen no tener cuidado, van dejando caer cualquier elemento que llevan sobre ti como si fueses un mero objeto carente de sentimientos. Los segundos, lejos de mostrar la más mínima sensibilidad, actúan de igual modo. La diferencia está en que los primeros lo hacen con un calzado tremendamente dañino, pareciera que llevasen clavos en las suelas, mientras que los segundos, no sé si intencionadamente o no, lo hacen con zapatos más, si me permiten la expresión, delicados. En cualquier caso descubrí que lo que yo pensaba sería el final de mi calvario no había hecho más que empezar. No puede usted imaginarse la cantidad de torturas a las que me vi sometida, pero no era solo yo, también los peldaños, de los que terminé apiadándome, fueron objeto de las más terribles vejaciones que pueda imaginarse. Para empezar, sin previo aviso ni justificación alguna, decidieron que mi posición era la apropiada y me unieron al resto de la edificación, tanto en mi arranque, donde usaron como vínculo la pletina que habían colocado sobre la zapata de hormigón armado, como en mi entrega donde la fijación se produjo a una gran viga de acero, de aspecto imponente y con la que reconozco entablé buena relación a pesar de que tuve algunas reticencias iniciales, que estaba embutida en un muro de fábrica antigua y que había llegado allí mucho antes que yo según me contó posteriormente, aunque esto no pude corroborarlo y permítame que exprese mis dudas al respecto. En ambos casos decidieron que la mejor forma de evitar que me moviese era mediante unas potentes soldaduras en cordón continuo reforzadas con algún que otro acartelamiento a los elementos que acabo de referir allá donde antes solo había punteados que me habían producido una agradable sensación que casi me hace sonrojar ahora mientras lo cuento. Luego, todos y cada uno de esos pobres peldaños fueron agujereados en la parte central de su contrahuella, casi en la charnela del pliegue, con la única finalidad de colocar un elemento luminoso que permitiese el alumbrado y la señalización para futuros usuarios. Como si no fuésemos suficientemente visibles, ¡menuda vergüenza! Después, sin mayores miramientos, me soldaron unas pletinas de acero para soportar una carpintería exterior de perfiles de vidrio en doble greca que servirían para conformar el cerramiento al patio central que organizaba la edificación. De repente, rememoré aquellos sufrimientos que casi había olvidado de mi época en el taller, pero estos fueron, sin lugar a dudas, mucho peores puesto que por aquel entonces tenía libertad para retorcerme y doblarme, mientras que aquí, en ese instante, cualquier movimiento con el que intentase aliviar ese padecimiento era impedido por las soldaduras con las que me habían fijado al resto del edificio. Fue un auténtico martirio que no sé muy bien cómo logré superar de no ser por la abnegación con la que los aceros nos enfrentamos a las solicitaciones a las que nos someten los hombres desde que decidieron comenzar a usarnos en la construcción. Inenarrable, créame. Casi prefiero obviar esta parte que se endureció aún más cuando depositaron sobre los perfiles que me habían soldado la suerte de muro cortina que tamizaba la luz que penetraba en la galería de comunicación en la que me encontraba. Fue entonces cuando aconteció un desgraciado accidente que, a pesar de no ser el objeto que me trae a este juicio, sí que considero necesario relatar. Estaban terminando de colocar los vidrios desde un andamio instalado en el patio que había sido fijado con sus correspondientes placas con husillo al suelo y que, tal vez por exceso de celo, también decidieron sujetar a mí. Entonces subieron el siguiente grupo de vidrios mediante una pequeña auto-grúa que estaban utilizando a tal efecto. Los trabajos de elevación y montaje se desarrollaban con normalidad, pero, a causa de un incidente que omito revelar porque entiendo que solo puede causar un mayor perjuicio al procesado que no quiero provocar, aunque me tomo la libertad de indicar que tiene que ver con la seguridad en el trabajo, dejaron de montar los vidrios sin que estos dejasen de ser acopiados sobre la plataforma metálica del andamio. El sobrepeso provocó que el marco y las diagonales del andamiaje cediesen y fue solo gracias a mí que no se produjo un perjuicio mayor y no tuvimos, y digo tuvimos porque a estas alturas de la obra yo me sentía parte integrante, por derecho propio, de la misma, que lamentar daños personales de ningún tipo con el consecuente perjuicio que habría podido ocasionar y las responsabilidades subsiguientes que habría conllevado. En cualquier caso, fue tal el esfuerzo que tuve que hacer que finalmente me doblé sin que los rígidos empotramientos con los que me habían vinculado a la edificación lo pudiesen impedir, aunque debo decir que ellos quedaron intactos y fui yo exclusivamente quien, en mi punto medio, sufrió las consecuencias de tamaña solicitación deformándome por una mezcla de torsión y pandeo que fui incapaz de soportar. Por un momento llegué a pensar que me terminaría quebrando, pero finalmente lograron recuperar el control con la intervención de todos los trabajadores de la obra, entre los que debo incorporar, e incluso reconocerles el esfuerzo, a las subcontratas que estaban trabajando a metro y que, en realidad, bien podrían haber obviado una situación que no les iba en absoluto. Como quiera que fuese, la sensación de endurecimiento por deformación que estaba terminando por plastificarme cesó y mi padecimiento se estabilizó. Posteriormente, decidieron enderezarme utilizando como instrumento el perverso soplete al que, a esas alturas, le tenía tanta aversión que su mera presencia me provocaba insania. A pesar de todo, debo reconocer que este trabajo artesanal que tanto riesgo conlleva, puesto que durante el proceso me provocaron tensiones que bien podían haberme deteriorado más, fue hecho con mucha delicadeza y gran sutileza, lo que me permitió recuperar sin más mi forma original de la que tan orgullosa me sentía.

- Permítame que la interrumpa nuevamente y le recuerde que viene usted en calidad de testigo y que su testimonio debe ser cierto, por tanto, evite en la medida de lo posible aquellas valoraciones que no sean fundadas o, al menos, que no haya usted experimentado en primera persona y, además, debo recordarle que esto es una testifical en la que debe limitarse a narrar los hechos sin aderezarlos con comentarios que me atrevo a calificar de hipocondríacos.

- Lo siento, no era mi intención. Procuraré, como me pide, limitarme a los hechos que acontecieron posteriormente y que provocaron el desastre que nos ha traído aquí. El ritmo de los trabajos era realmente apresurado, casi demencial. Se estaban desarrollando oficios tan variopintos como los de pintura y estructura de forma simultánea y el número de trabajadores superaba, a mi parecer, cualquier criterio racional aplicable al buen funcionamiento de una obra que, a pesar de todo, avanzaba con cierta coherencia. Es necesario reconocer en este punto el buen hacer del jefe de obra y del arquitecto que intentaban organizar de la mejor manera posible el caos que parecía querer gobernar las tareas sistemáticamente. Los trabajos iban finalizándose y el imposible que aparentemente constituía la fecha de entrega acordada entre el promotor y las distintas contratas que participaban en la obra, cuestión esta que bien merece una reflexión aparte, parecía que llegaría a buen término a pesar de mi incredulidad. Comenzaron a tirarse los solados de la parte nueva de la edificación, esa a la que yo y mi sosia desembarcábamos con la chapa plegada sobre nosotros, que, tal y como se ha indicado anteriormente, había sido levantado sobre el nivel previsto con un relleno de mortero supuestamente aligerado, que no lo fue, de unos 7 y 13 centímetros respectivamente, que eran los que nosotras y los peldaños sobresalíamos en cada una de las dos plantas a las que acometíamos al conservarnos tal y como fuimos concebidas en el taller y respetar el paso de las contrahuellas de chapa plegada de acero oxidado.

- Perdone que le interrumpa, pero esta cuestión es crucial. ¿Cómo sabe usted que el relleno que se utilizó para dicha sobreelevación no era aligerado? Es importante esta cuestión, puesto que no se encuentra en el libro de órdenes ni en la documentación facilitada por la parte demandada, más allá de su testifical, instrucción alguna al respecto y, por descontado, ya que fue la dirección de obra la que autorizó dicha solución tal y como ha reconocido, de haber testigos que corroboren este extremo, el sentido del juicio y su correspondiente sentencia podría variar considerablemente.

- Efectivamente puedo corroborar que la orden que la dirección de obra dio fue que el relleno debía ser ejecutado con mortero aligerado puesto que yo misma se lo oí decir. Ojalá pudiese ratificar mi afirmación mi compañera, pero, como todos ustedes saben, no logró superar el terrible accidente que se produjo. Además, tal y como comentaba, esto no lo puedo ratificar por falta de recursos, aunque imagino que se habrán hecho los ensayos oportunos para comprobarlo, creo que el mortero que se utilizó no era aligerado porque los trabajadores encargados de elaborarlo pidieron los componentes para hacer la dosificación en repetidas ocasiones al encargado quien, para acelerar el trabajo, sin disponer del aligerante adecuado a base de arlita, decidió, con la finalidad de no romper el ritmo, utilizar el mortero tradicional a base de cemento, árido y agua. En definitiva, confirmo que el arquitecto ordenó utilizar un mortero aligerado para el relleno, aunque no puedo demostrar si se utilizó o no, a pesar de que, como ya he dicho, imagino que esta cuestión es irrelevante por cuanto estará ya más que demostrada.

-Así es. Muchas gracias por este testimonio tan convincente. Quisiera, para finalizar y siempre que a usted no le suponga gran esfuerzo, que nos contase cómo vivió los momentos en que se produjo el accidente.

- Como pueden entender es duro para mí recordar ese aciago instante. Es una pesadilla que se repite dentro de mí a cada segundo. Aun así, procuraré narrar de la forma más objetiva posible aquello que ocurrió. Recuerdo que los comentarios que se oían por los pasillos eran que ya estaba todo prácticamente terminado, que ya no quedaba más solado por ejecutar. En realidad dicho solado era una tarima flotante que se colocaba sobre la losa superior del forjado de chapa colaborante nuevo en la planta segunda y sobre las bóvedas de la planta primera, pero fue necesario ejecutar en ambos casos, previamente a la colocación del suelo sobre el relleno que resolvía el desnivel, un mortero autonivelante para asegurar la planeidad. Creo que hablaban de pocos milímetros de espesor. Después colocaron la lámina anti-impacto y dispusieron la tarima a lo largo del pasillo de distribución y por todas las estancias, que constituirían las habitaciones del edificio. Cuando hubieron terminado colocaron un cartón para proteger esa madera, aunque, si no me falla la mente pues tengo lagunas de esa época, se trataba de una solución laminada con lo que cualquier mancha podría haberse eliminado sin mucho problema, y permitir la entrada de los pintores. La dirección de obra había insistido mucho en que no le parecía oportuno ese orden de ejecución de oficios, pero dada la urgencia que existía para la finalización tuvo que aceptar con la condición de que se protegiese el suelo. Los pintores comenzaron a trabajar sobre las paredes al tiempo que el mobiliario se iba introduciendo y se acopiaba en el centro de las habitaciones, mesas sobre camas sobre sillas sobre escritorios sobre colchones, incluso una caja fuerte que se ubicaría en el armario, todo concentrado en una superficie excesivamente reducida y rodeado de los botes de pinturas y de los paneles de madera que decorarían los cabeceros de las camas. Demasiado peso a mi parecer, aunque yo no soy más que una zanca de acero para valorar este extremo, si bien debo decir que a lo largo de la fase de ejecución de la obra se habían producido acopios de elementos con más peso y no había habido problemas, pero, claro está, el apuntalamiento de los forjados había estado presente. A la vista de la inminente finalización de las obras, el promotor incluso llegó a invitar a potenciales usuarios a hacer una visita por la edificación remodelada. El trasiego sobre mí fue intenso durante unas horas, pero a esas alturas ya había asumido que ese sería mi designio, qué equivocada estaba. En fin, el caso es que esa misma noche la estructura de muros de fábrica originaria cedió sin previo aviso. En esto nosotras somos más honradas, no nos gusta a las estructuras de acero rompernos sin más, preferimos una deformación inicial que se aprecie suficientemente y que permita tomar decisiones a tiempo para evitar males mayores. Esa fábrica de adobe entremezclada con mampuesto quebró en un punto difícilmente precisable y se concatenó una sucesión de movimientos que el resto de la estructura no pudo soportar produciéndose el descalabro general del edificio y su consiguiente ruina. Fue realmente terrible, aparecieron grietas por doquier, los forjados se retorcieron, las bóvedas se desmoronaron, yo misma me vi arrastrada por el dintel que me fijaba a cada planta y me doblé y retorcí. Mis alas se quebraron como si de mantequilla se tratase después de deformarse hasta un imposible que me provocó un dolor infinito. Todo era un caos. Perdí la consciencia y no la recuperé hasta algunos días más tarde. Sé que mi doble se partió y no tuvo la suerte que tuve yo para poder contarlo. Al menos el accidente ocurrió de noche, como acabo de decir, con lo que los daños se redujeron, aunque me hace gracia oír que solo fueron daños materiales. En fin, el hombre es egoísta y no piensa en nosotros, en los que hacemos posible que disfrute de los espacios, en los que realmente hacemos la arquitectura. Fue terrible, el edificio quedó en estado ruinoso. No tengo palabras…

- Muchas gracias. Debemos agradecerle su testimonio. Ha sido trascendental para entender lo que ocurrió y que no habíamos logrado dilucidar hasta su declaración. Señoría, no tengo más preguntas, tan solo permítame recordarle que gracias a la pericial presentada que describe de forma minuciosa el comportamiento de la estructura, incluidas las zancas de acero de la escalera, hemos sido capaces de dilucidar claramente el porqué del derrumbe y no es sino la propia zanca quien nos ha corroborado con sus declaraciones bajo juramento que ese sobrepeso provocado por el relleno no aligerado de mortero fue ordenado ejecutar con arlita por la dirección de obra, siendo este mandato desoído. Creo que ha resultado esclarecedor este testigo, que es el último que presenta la defensa, y debería tenerse muy en cuenta a la hora de dictar la sentencia.

- Gracias por el recordatorio, señor letrado, pero es sumamente improcedente, así que le ruego que no se repita.

- Le pido mil disculpas, señoría.

- Permítame –el juez se dirige al testigo- que le haga una última pregunta antes de retirarse si no tiene inconveniente –el testigo asiente-. Ha narrado usted con sumo detalle los hechos acontecidos y no me cabe ninguna duda de que lo ha hecho con la mejor de las intenciones y siendo fiel a sus recuerdos, sin embargo, hay algo que no me encaja y debo preguntárselo, a la vista de que ni el letrado de la parte demandante ni el de la parte demandada parecen haber caído en ese detalle. Todo, a tenor de los informes y de su testimonio, se produce como consecuencia del sobrepeso del relleno que debió ejecutarse para salvaguardarla a usted y a su sosia, como usted misma indica, junto con los peldaños, pero podría decirme, si lo sabe, ¿por qué no se dio la orden de construir una nueva escalera?

- Pues mire usted, su señoría, la verdad es que a este respecto solo puedo ofrecer mi opinión tan válida y subjetiva como cualquier otra. En mi humilde parecer, el arquitecto, que era quien realmente podría haberse puesto firme y haber obligado a la contrata a rehacer la escalera, lo único que hizo fue atender la petición del constructor, quien, de otra parte, solo defendía sus intereses y, tras reconocer el error como propio, le rogó que se intentase resolver el problema sin deshacerse de nosotras por el sobrecoste que eso conllevaría cara a la obra y el retraso que supondría en la entrega con las consiguientes penalizaciones que el promotor podría aplicarle según el contrato firmado. Tengo la sensación de que el arquitecto aceptó la petición con la condición de que se encontrase una solución aceptable que le permitiese mantener el cumplimiento de la normativa en vigor, imagino que quería que entendiesen que estaba haciendo un esfuerzo en favor de la contrata sin que hubiese merma de calidad en la obra cara al promotor. Y, tal y como comenté anteriormente, creo que fue él mismo el que encontró la solución. Resulta obvio pensar que de haber sabido lo que podía venírsele encima no habría aceptado la propuesta y menos aún si hubiese valorado la posibilidad de que la propia contrata fuese finalmente la que repetiría contra él tras la demanda del promotor. En fin, imagino que le pudo su afán por conseguir que todos los agentes terminasen satisfechos aunque, al final, todos han salido, en cierto modo, mal parados. Supongo que es la idiosincrasia del arquitecto. Es así. 



Fotografía: Rubén Cabecera Soriano

En Mérida a 23 de abril de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.

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