Más
tarde comprendí la gran diferencia que hay entre que te pisen aquellos que
están trabajando en la obra y que lo hagan visitantes. Los primeros parecen no
tener cuidado, van dejando caer cualquier elemento que llevan sobre ti como si
fueses un mero objeto carente de sentimientos. Los segundos, lejos de mostrar
la más mínima sensibilidad, actúan de igual modo. La diferencia está en que los
primeros lo hacen con un calzado tremendamente dañino, pareciera que llevasen
clavos en las suelas, mientras que los segundos, no sé si intencionadamente o
no, lo hacen con zapatos más, si me permiten la expresión, delicados. En
cualquier caso descubrí que lo que yo pensaba sería el final de mi calvario no
había hecho más que empezar. No puede usted imaginarse la cantidad de torturas
a las que me vi sometida, pero no era solo yo, también los peldaños, de los que
terminé apiadándome, fueron objeto de las más terribles vejaciones que pueda
imaginarse. Para empezar, sin previo aviso ni justificación alguna, decidieron
que mi posición era la apropiada y me unieron al resto de la edificación, tanto
en mi arranque, donde usaron como vínculo la pletina que habían colocado sobre la
zapata de hormigón armado, como en mi entrega donde la fijación se produjo a
una gran viga de acero, de aspecto imponente y con la que reconozco entablé
buena relación a pesar de que tuve algunas reticencias iniciales, que estaba
embutida en un muro de fábrica antigua y que había llegado allí mucho antes que
yo según me contó posteriormente, aunque esto no pude corroborarlo y permítame
que exprese mis dudas al respecto. En ambos casos decidieron que la mejor forma
de evitar que me moviese era mediante unas potentes soldaduras en cordón
continuo reforzadas con algún que otro acartelamiento a los elementos que acabo
de referir allá donde antes solo había punteados que me habían producido una
agradable sensación que casi me hace sonrojar ahora mientras lo cuento. Luego,
todos y cada uno de esos pobres peldaños fueron agujereados en la parte central
de su contrahuella, casi en la charnela del pliegue, con la única finalidad de
colocar un elemento luminoso que permitiese el alumbrado y la señalización para
futuros usuarios. Como si no fuésemos suficientemente visibles, ¡menuda
vergüenza! Después, sin mayores miramientos, me soldaron unas pletinas de acero
para soportar una carpintería exterior de perfiles de vidrio en doble greca que
servirían para conformar el cerramiento al patio central que organizaba la
edificación. De repente, rememoré aquellos sufrimientos que casi había olvidado
de mi época en el taller, pero estos fueron, sin lugar a dudas, mucho peores
puesto que por aquel entonces tenía libertad para retorcerme y doblarme,
mientras que aquí, en ese instante, cualquier movimiento con el que intentase
aliviar ese padecimiento era impedido por las soldaduras con las que me habían
fijado al resto del edificio. Fue un auténtico martirio que no sé muy bien cómo
logré superar de no ser por la abnegación con la que los aceros nos enfrentamos
a las solicitaciones a las que nos someten los hombres desde que decidieron
comenzar a usarnos en la construcción. Inenarrable, créame. Casi prefiero
obviar esta parte que se endureció aún más cuando depositaron sobre los
perfiles que me habían soldado la suerte de muro cortina que tamizaba la luz
que penetraba en la galería de comunicación en la que me encontraba. Fue entonces
cuando aconteció un desgraciado accidente que, a pesar de no ser el objeto que
me trae a este juicio, sí que considero necesario relatar. Estaban terminando
de colocar los vidrios desde un andamio instalado en el patio que había sido
fijado con sus correspondientes placas con husillo al suelo y que, tal vez por
exceso de celo, también decidieron sujetar a mí. Entonces subieron el siguiente
grupo de vidrios mediante una pequeña auto-grúa que estaban utilizando a tal
efecto. Los trabajos de elevación y montaje se desarrollaban con normalidad,
pero, a causa de un incidente que omito revelar porque entiendo que solo puede
causar un mayor perjuicio al procesado que no quiero provocar, aunque me tomo
la libertad de indicar que tiene que ver con la seguridad en el trabajo,
dejaron de montar los vidrios sin que estos dejasen de ser acopiados sobre la
plataforma metálica del andamio. El sobrepeso provocó que el marco y las
diagonales del andamiaje cediesen y fue solo gracias a mí que no se produjo un
perjuicio mayor y no tuvimos, y digo tuvimos porque a estas alturas de la obra
yo me sentía parte integrante, por derecho propio, de la misma, que lamentar
daños personales de ningún tipo con el consecuente perjuicio que habría podido
ocasionar y las responsabilidades subsiguientes que habría conllevado. En
cualquier caso, fue tal el esfuerzo que tuve que hacer que finalmente me doblé
sin que los rígidos empotramientos con los que me habían vinculado a la
edificación lo pudiesen impedir, aunque debo decir que ellos quedaron intactos
y fui yo exclusivamente quien, en mi punto medio, sufrió las consecuencias de
tamaña solicitación deformándome por una mezcla de torsión y pandeo que fui
incapaz de soportar. Por un momento llegué a pensar que me terminaría
quebrando, pero finalmente lograron recuperar el control con la intervención de
todos los trabajadores de la obra, entre los que debo incorporar, e incluso
reconocerles el esfuerzo, a las subcontratas que estaban trabajando a metro y
que, en realidad, bien podrían haber obviado una situación que no les iba en
absoluto. Como quiera que fuese, la sensación de endurecimiento por deformación
que estaba terminando por plastificarme cesó y mi padecimiento se estabilizó.
Posteriormente, decidieron enderezarme utilizando como instrumento el perverso
soplete al que, a esas alturas, le tenía tanta aversión que su mera presencia
me provocaba insania. A pesar de todo, debo reconocer que este trabajo
artesanal que tanto riesgo conlleva, puesto que durante el proceso me
provocaron tensiones que bien podían haberme deteriorado más, fue hecho con
mucha delicadeza y gran sutileza, lo que me permitió recuperar sin más mi forma
original de la que tan orgullosa me sentía.
-
Permítame que la interrumpa nuevamente y le recuerde que viene usted en calidad
de testigo y que su testimonio debe ser cierto, por tanto, evite en la medida
de lo posible aquellas valoraciones que no sean fundadas o, al menos, que no
haya usted experimentado en primera persona y, además, debo recordarle que esto
es una testifical en la que debe limitarse a narrar los hechos sin aderezarlos con
comentarios que me atrevo a calificar de hipocondríacos.
-
Lo siento, no era mi intención. Procuraré, como me pide, limitarme a los hechos
que acontecieron posteriormente y que provocaron el desastre que nos ha traído
aquí. El ritmo de los trabajos era realmente apresurado, casi demencial. Se
estaban desarrollando oficios tan variopintos como los de pintura y estructura
de forma simultánea y el número de trabajadores superaba, a mi parecer,
cualquier criterio racional aplicable al buen funcionamiento de una obra que, a
pesar de todo, avanzaba con cierta coherencia. Es necesario reconocer en este
punto el buen hacer del jefe de obra y del arquitecto que intentaban organizar
de la mejor manera posible el caos que parecía querer gobernar las tareas sistemáticamente.
Los trabajos iban finalizándose y el imposible que aparentemente constituía la
fecha de entrega acordada entre el promotor y las distintas contratas que
participaban en la obra, cuestión esta que bien merece una reflexión aparte,
parecía que llegaría a buen término a pesar de mi incredulidad. Comenzaron a
tirarse los solados de la parte nueva de la edificación, esa a la que yo y mi
sosia desembarcábamos con la chapa plegada sobre nosotros, que, tal y como se
ha indicado anteriormente, había sido levantado sobre el nivel previsto con un
relleno de mortero supuestamente aligerado, que no lo fue, de unos 7 y 13
centímetros respectivamente, que eran los que nosotras y los peldaños
sobresalíamos en cada una de las dos plantas a las que acometíamos al conservarnos
tal y como fuimos concebidas en el taller y respetar el paso de las
contrahuellas de chapa plegada de acero oxidado.
-
Perdone que le interrumpa, pero esta cuestión es crucial. ¿Cómo sabe usted que
el relleno que se utilizó para dicha sobreelevación no era aligerado? Es
importante esta cuestión, puesto que no se encuentra en el libro de órdenes ni
en la documentación facilitada por la parte demandada, más allá de su
testifical, instrucción alguna al respecto y, por descontado, ya que fue la
dirección de obra la que autorizó dicha solución tal y como ha reconocido, de
haber testigos que corroboren este extremo, el sentido del juicio y su
correspondiente sentencia podría variar considerablemente.
-
Efectivamente puedo corroborar que la orden que la dirección de obra dio fue
que el relleno debía ser ejecutado con mortero aligerado puesto que yo misma se
lo oí decir. Ojalá pudiese ratificar mi afirmación mi compañera, pero, como
todos ustedes saben, no logró superar el terrible accidente que se produjo.
Además, tal y como comentaba, esto no lo puedo ratificar por falta de recursos,
aunque imagino que se habrán hecho los ensayos oportunos para comprobarlo, creo
que el mortero que se utilizó no era aligerado porque los trabajadores
encargados de elaborarlo pidieron los componentes para hacer la dosificación en
repetidas ocasiones al encargado quien, para acelerar el trabajo, sin disponer
del aligerante adecuado a base de
arlita, decidió, con la finalidad de no romper el ritmo, utilizar el mortero tradicional
a base de cemento, árido y agua. En definitiva, confirmo que el arquitecto
ordenó utilizar un mortero aligerado para el relleno, aunque no puedo demostrar
si se utilizó o no, a pesar de que, como ya he dicho, imagino que esta cuestión
es irrelevante por cuanto estará ya más que demostrada.
-Así
es. Muchas gracias por este testimonio tan convincente. Quisiera, para
finalizar y siempre que a usted no le suponga gran esfuerzo, que nos contase
cómo vivió los momentos en que se produjo el accidente.
-
Como pueden entender es duro para mí recordar ese aciago instante. Es una
pesadilla que se repite dentro de mí a cada segundo. Aun así, procuraré narrar
de la forma más objetiva posible aquello que ocurrió. Recuerdo que los
comentarios que se oían por los pasillos eran que ya estaba todo prácticamente
terminado, que ya no quedaba más solado por ejecutar. En realidad dicho solado
era una tarima flotante que se colocaba sobre la losa superior del forjado de
chapa colaborante nuevo en la planta segunda y sobre las bóvedas de la planta
primera, pero fue necesario ejecutar en ambos casos, previamente a la
colocación del suelo sobre el relleno que resolvía el desnivel, un mortero
autonivelante para asegurar la planeidad. Creo que hablaban de pocos milímetros
de espesor. Después colocaron la lámina anti-impacto y dispusieron la tarima a
lo largo del pasillo de distribución y por todas las estancias, que
constituirían las habitaciones del edificio. Cuando hubieron terminado
colocaron un cartón para proteger esa madera, aunque, si no me falla la mente
pues tengo lagunas de esa época, se trataba de una solución laminada con lo que
cualquier mancha podría haberse eliminado sin mucho problema, y permitir la
entrada de los pintores. La dirección de obra había insistido mucho en que no
le parecía oportuno ese orden de ejecución de oficios, pero dada la urgencia
que existía para la finalización tuvo que aceptar con la condición de que se
protegiese el suelo. Los pintores comenzaron a trabajar sobre las paredes al
tiempo que el mobiliario se iba introduciendo y se acopiaba en el centro de las
habitaciones, mesas sobre camas sobre sillas sobre escritorios sobre colchones,
incluso una caja fuerte que se ubicaría en el armario, todo concentrado en una
superficie excesivamente reducida y rodeado de los botes de pinturas y de los
paneles de madera que decorarían los cabeceros de las camas. Demasiado peso a
mi parecer, aunque yo no soy más que una zanca de acero para valorar este
extremo, si bien debo decir que a lo largo de la fase de ejecución de la obra
se habían producido acopios de elementos con más peso y no había habido
problemas, pero, claro está, el apuntalamiento de los forjados había estado
presente. A la vista de la inminente finalización de las obras, el promotor
incluso llegó a invitar a potenciales usuarios a hacer una visita por la
edificación remodelada. El trasiego sobre mí fue intenso durante unas horas,
pero a esas alturas ya había asumido que ese sería mi designio, qué equivocada
estaba. En fin, el caso es que esa misma noche la estructura de muros de
fábrica originaria cedió sin previo aviso. En esto nosotras somos más honradas,
no nos gusta a las estructuras de acero rompernos sin más, preferimos una
deformación inicial que se aprecie suficientemente y que permita tomar
decisiones a tiempo para evitar males mayores. Esa fábrica de adobe
entremezclada con mampuesto quebró en un punto difícilmente precisable y se
concatenó una sucesión de movimientos que el resto de la estructura no pudo
soportar produciéndose el descalabro general del edificio y su consiguiente
ruina. Fue realmente terrible, aparecieron grietas por doquier, los forjados se
retorcieron, las bóvedas se desmoronaron, yo misma me vi arrastrada por el
dintel que me fijaba a cada planta y me doblé y retorcí. Mis alas se quebraron
como si de mantequilla se tratase después de deformarse hasta un imposible que
me provocó un dolor infinito. Todo era un caos. Perdí la consciencia y no la
recuperé hasta algunos días más tarde. Sé que mi doble se partió y no tuvo la
suerte que tuve yo para poder contarlo. Al menos el accidente ocurrió de noche,
como acabo de decir, con lo que los daños se redujeron, aunque me hace gracia
oír que solo fueron daños materiales. En fin, el hombre es egoísta y no piensa
en nosotros, en los que hacemos posible que disfrute de los espacios, en los
que realmente hacemos la arquitectura. Fue terrible, el edificio quedó en
estado ruinoso. No tengo palabras…
-
Muchas gracias. Debemos agradecerle su testimonio. Ha sido trascendental para
entender lo que ocurrió y que no habíamos logrado dilucidar hasta su
declaración. Señoría, no tengo más preguntas, tan solo permítame recordarle que
gracias a la pericial presentada que describe de forma minuciosa el
comportamiento de la estructura, incluidas las zancas de acero de la escalera,
hemos sido capaces de dilucidar claramente el porqué del derrumbe y no es sino
la propia zanca quien nos ha corroborado con sus declaraciones bajo juramento
que ese sobrepeso provocado por el relleno no aligerado de mortero fue ordenado
ejecutar con arlita por la dirección de obra, siendo este mandato desoído. Creo
que ha resultado esclarecedor este testigo, que es el último que presenta la
defensa, y debería tenerse muy en cuenta a la hora de dictar la sentencia.
-
Gracias por el recordatorio, señor letrado, pero es sumamente improcedente, así
que le ruego que no se repita.
-
Le pido mil disculpas, señoría.
-
Permítame –el juez se dirige al testigo- que le haga una última pregunta antes
de retirarse si no tiene inconveniente –el testigo asiente-. Ha narrado usted
con sumo detalle los hechos acontecidos y no me cabe ninguna duda de que lo ha
hecho con la mejor de las intenciones y siendo fiel a sus recuerdos, sin
embargo, hay algo que no me encaja y debo preguntárselo, a la vista de que ni
el letrado de la parte demandante ni el de la parte demandada parecen haber
caído en ese detalle. Todo, a tenor de los informes y de su testimonio, se
produce como consecuencia del sobrepeso del relleno que debió ejecutarse para
salvaguardarla a usted y a su sosia, como usted misma indica, junto con los
peldaños, pero podría decirme, si lo sabe, ¿por qué no se dio la orden de
construir una nueva escalera?
- Pues mire usted, su
señoría, la verdad es que a este respecto solo puedo ofrecer mi opinión tan
válida y subjetiva como cualquier otra. En mi humilde parecer, el arquitecto,
que era quien realmente podría haberse puesto firme y haber obligado a la
contrata a rehacer la escalera, lo único que hizo fue atender la petición del
constructor, quien, de otra parte, solo defendía sus intereses y, tras
reconocer el error como propio, le rogó que se intentase resolver el problema
sin deshacerse de nosotras por el sobrecoste que eso conllevaría cara a la obra
y el retraso que supondría en la entrega con las consiguientes penalizaciones
que el promotor podría aplicarle según el contrato firmado. Tengo la sensación
de que el arquitecto aceptó la petición con la condición de que se encontrase
una solución aceptable que le permitiese mantener el cumplimiento de la
normativa en vigor, imagino que quería que entendiesen que estaba haciendo un
esfuerzo en favor de la contrata sin que hubiese merma de calidad en la obra
cara al promotor. Y, tal y como comenté anteriormente, creo que fue él mismo el
que encontró la solución. Resulta obvio pensar que de haber sabido lo que podía
venírsele encima no habría aceptado la propuesta y menos aún si hubiese
valorado la posibilidad de que la propia contrata fuese finalmente la que
repetiría contra él tras la demanda del promotor. En fin, imagino que le pudo
su afán por conseguir que todos los agentes terminasen satisfechos aunque, al
final, todos han salido, en cierto modo, mal parados. Supongo que es la
idiosincrasia del arquitecto. Es así.
Fotografía: Rubén Cabecera Soriano
En Mérida a 23 de abril de 2015.
Rubén Cabecera Soriano.