Las olas rompen gélidas contra las rocas de la
costa de las islas Hébridas. Un solitario rayo de sol al amanecer parece querer
defenderse frente al agravio permanente de las tormentosas y lluviosas noches
que no tienen fin. Más allá no hay nada, casi nada. Algún valeroso marinero se
atreve a enfrentarse al rabioso mar y vuelve acompañando a la escueta luz,
cansado, derrotado por la fuerza de un mar que no duerme y que no concede
treguas. La triste barcaza queda amarrada en el pequeño puerto natural guarecido
de la furia marina. El camino de vuelta a casa es triste, apagado, pero la
promesa del reposo es suficiente aliciente como para recorrer la escasa
distancia que separa el agua del hogar.
En tierra de rocas la casa es de roca, dura,
oscura por efecto de la turba que es el único aglutinante con el que se unen
los mampuestos a falta de otros mejores, pero el frío y la humedad hacen mella
incluso en las más duras piedras, así que el ingenio del hombre interpone entre
mureta y mureta una capa de tierra, arcilla si es posible, que impermeabiliza
el interior y sirve de aislante, posteriormente se cubre de ese mismo carbón
ligero, casi esponjoso y muy absorbente, procedente de la descomposición de la vegetación
durante cientos de años, apenas un instante en la historia natural, pero una
eternidad para los hombres cuya existencia depende en gran medida de él. Ese
carbón es la vida de estas gentes. La cubierta, techada con paja, amarrada con
cuerdas y sujeta con piedras para evitar que las fuertes ráfagas de viento se
lleven el techo, esconde un amasijo de tierra y turba, más turba, que protege
del frío y elimina el exceso de humedad. No hay chimeneas, pero hay fuego
dentro. Nadie sobreviviría sin el calor de una lumbre en estos parajes.
Nuevamente es la mente humana, en sintonía con el entorno, la que es capaz de
encontrar salida a esos humos sin necesidad de conectar el interior y el
exterior con un hueco que dejaría salir la fumada, pero permitiría la entrada
de agentes atmosféricos que dificultarían la habitabilidad interior. Tan solo
una franja sin turba en el intradós de la cubierta, justo bajo la lima
conformada por la carpintería estructural de madera o, en su defecto, los
huesos de ballena, apoyada en el muro de piedra interior, permite que el humo
escape filtrándose por entre la paja, al tiempo que se conserva durante más
tiempo el calor. Así es un hogar aquí.
El marinero se agacha para salvar el dintel de
madera del único y estrecho hueco de la casa. Las ventanas son inútiles cuando
el agua y el frío siempre están al acecho, y si el sol vence por un instante
nadie permanece dentro. Todos salen a disfrutarlo. Tal vez esa falta de huecos
hace que estas viviendas sean conocidas como casas negras porque son oscuras,
tal vez es el tizne del humo en las paredes o puede que el nombre venga por los
restos de turba que tiñen los muros, quién sabe. Nuestro hombre entra a través
del granero cubierto que forma parte de la vivienda, cómo no proteger el
alimento del agua y del frío. Ese mismo granero sirve también de corral donde
escasos animales proporcionan el complemento necesario para la alimentación.
Salvada esta estancia llega al centro de la vivienda, una única habitación
donde se cocina, descansa, conversa, donde se está. El suelo está formado por
guijarros sobre una base de barro, el mismo que se utiliza como arranque de los
muros para evitar que estos se muevan. Se desviste y se pone ropa seca, toda de
lana. Se sienta, aviva el fuego. Necesita reposar después de una larga noche
peleando con el mar. La tierra le acoge de nuevo, un día más. Su casa es cuidadosa con la tierra. Su casa es tierra.
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Plasencia a 21 de junio
de 2015.