La escalera (Parte i).




- Haga el favor de contarnos su versión. ¿Cómo ocurrieron los hechos que nos traen hoy aquí?

- Resulta muy confuso para mí recordar cómo fui creada, de dónde vengo. La primera imagen que me viene a la mente es de mí misma tumbada, apoyada en unos tacos de madera, ligeramente separada del suelo lleno de serrín y virutas de acero. Había mucho ruido, a todas horas, tan solo recuerdo momentos de tranquilidad cuando apenas un escueto racimo de luz alumbraba las paredes. Tenía la sensación de ser muy esbelta y persistente. Inquebrantable. Sin embargo, más tarde comprobaría cómo no hay nada lo suficientemente resistente para los hombres. Son capaces de todo. Poco después solo aparecen en mi mente golpes, ruidos, cortes y calor, mucho calor. Sentía que los bordes de mi alma se iban ablandando y veía mis alas derretirse para contemplar aturdida cómo me enfriaban rápidamente cuando me habían unido a otra como yo, pero más corta o tal vez más larga, ahora no podría precisarlo. Sé que me retorcieron, me golpearon, me cortaron y soldaron una y otra vez. Recuerdo que en esa suerte de taller donde me encontraba había una tablero de cartón-yeso pintado con muchas líneas, Plantilla, creo que la llamaban. Todos se empeñaban en hacerme lo más parecida posible a esos dibujos. Más tarde vino el traslado. Me alzaron entre varios hombres y me depositaron, cuan doblada iba, en la parte de atrás de una camioneta donde inicié mi periplo. Allí me di cuenta de que había otra como yo, a mi lado, apoyada contra el lateral del cajón en el que íbamos solas. Exactamente igual, al menos esa fue mi impresión inicial, aunque durante el viaje pude comprobar que entre nosotras había sutiles diferencias, inapreciables desde el exterior, pero cuando se es una misma esos matices no pasan desapercibidos. Al llegar a lo que supuse era mi destino comprobé que casi todo estaba construido con madera y piedra. Me llamó poderosamente la atención porque yo, a nadie ya le sorprenderá, soy de acero y ninguno de los materiales allí presentes a mi llegada respondía a mis características. Posteriormente sí aparecerían otros elementos con mi mismo origen, sin embargo, los materiales que allí encontré mostraban un aspecto vetusto que merecía todo mi respeto y, a pesar de ello, daba la sensación de que los que allí estaban trabajando se empeñaban vigorosamente en que pareciesen materiales nuevos ya que, según pude escuchar de alguno de ellos, Debían lograr una imagen moderna. A mí me parecía una falta de respeto, pero tampoco tenía un criterio lo suficientemente formado como para hacer una valoración objetiva, así que decidí esperar y observar. Luego comprobé que esta iniciativa pertenecía solo a algunos, mientras que otros preferían conservar esa pátina que solo el tiempo le procura a los materiales. Uno de los que más vehementemente defendía esta circunstancia era el arquitecto director de la obra que entablaba largas discusiones con el jefe de la misma intentando hacerle ver las bondades de su postura. En cualquier caso yo me sentía extraña entre tanta vejez.

Estuve apoyada contra una pared, junto a mi dúplica, durante mucho tiempo, al menos eso me pareció, porque, como podrá comprenderse, la noción del tiempo cambia en función de quién seas y cómo seas. Decidí aprovechar ese aparente descanso para observar todo lo que ocurría a mi alrededor. No sé bien cuánto estuve allí, estuvimos, en realidad, recostadas contra aquel muro de mampostería que resultó ser de carga. Tengo la nítida imagen del mortero de cal cayendo y manchando mis alas de un polvo blanquecino y arenoso cada vez que algún albañil golpeaba con el martillo y el cincel la pared para abrir alguna roza por el rejuntado de las piedras. Me sentía sucia, abandonada, pero me esperanzaba al comprobar cómo mi gemela se encontraba en la misma situación. Ya sabe, Mal de muchos… Sin embargo, llegado un momento dado que me resulta difícil precisar comenzaron a prestarnos atención, digo prestarnos porque tanto yo como mi dúplica comenzamos a ser movidas de un sitio para otro. Escuché decir que iban a abrir una zanja en el suelo para ejecutar una zapata en la que apoyarnos y que dejarían un placa en la que soldarían nuestros arranques. Nos colocaron allí antes de completar esas esperas y nos dieron unos puntos de soldadura para fijarnos provisionalmente. Si no recuerdo mal, todavía no habían echado el hormigón. Entonces comprendí lo intrincado de nuestra geometría y lo imposible de nuestra forma al observar las dificultades que existían para salvar el desnivel entre los pisos. Era un espacio muy reducido, incluso desconcertante, en el que debíamos encajar para alcanzar a entregarnos en la segunda planta. Había que hacer un acto de fe y creer que verdaderamente se podría unir la parte inferior y superior de la edificación gracias a nosotras, allá donde antes no existía más que un forjado de maderos apoyados en vigas de gran escuadría que habían sido esquivadas para poder así resolver la conexión entre plantas. Estábamos las dos colocadas en paralelo, alzadas para alcanzar la planta superior, pero resultaba obvio que no íbamos a llegar. No sé, puede que faltase casi un metro, tal vez más. Noté cómo la tensión subía cuando llegó un señor, el que decía ser el arquitecto de la obra, el que defendía los materiales viejos como le dije, al que, lejos de tratarle con respeto y explicarle qué había ocurrido y por qué no llegábamos al piso siguiente, intentaban ocultarle cualquier información. Era una actitud desconcertante para mí e inexplicable, pero todos parecían divagar cuando eran preguntados. Presentía que algo grave podría ocurrir. Mientras, mi compañera y yo seguíamos allí en un precario equilibrio, colocadas al lado de la plantilla que había viajado al igual que nosotras a la obra, pero que, según supimos seguidamente, ya estaba en realidad de vuelta pues había sido dibujada allí mismo. Este señor pidió que se presentase la plantilla a mi lado. Entonces me percaté de que había una firma y una fecha. No puedo precisar a quién pertenecía, pues no tengo el conocimiento de la escritura, pero tengo claro que fue lo primero que comprobó el arquitecto nada más colocarla. Después miró alternativamente el dibujo que allí había y a mí y a mi compañera. No es así cómo lo replanteamos, recuerdo perfectamente que dijo, Mirad, aquí en este esquema las tabicas son más altas, por eso estas zancas no llegan. Su voz clara y suave fue transformándose en un torbellino de gritos y su malestar resultaba evidente. Habrá que volver a hacerlas. Por un instante se hizo un silencio sepulcral que me sirvió para darme cuenta de que se estaban refiriendo a mí, a nosotras. Tendríamos que ser hechas de nuevo. No atinaba a interpretar demasiado bien a qué podría referirse, pero intuía que todo lo que había sufrido en ese maldito taller podría repetirse o, tal vez peor, puede que sencillamente se deshicieran de mí y acabase como chatarra vendida al peso para ser fundida, perdería mi identidad, dejaría de ser lo que era y me convertiría, quién sabe, en un simple llavero o una insulsa arandela. Eso me aterraba. Yo, que estaba llamada a convertirme en la estrella de esa rehabilitación, transformada en un objeto sin valor. Entonces recé y recé, recé todo lo que pude, recé con todas mis fuerzas, recé todas las oraciones que sabía, recé al dios acero y a la diosa construcción para que alguno de los agentes intervinientes tuviese una genial idea que me salvase del sufrimiento que con seguridad me esperaba. Creo que fue el arquitecto el que dijo que tal vez podríamos salvar la escalera. Sí, es seguro que fue él. Lo que ocurre es que, enseguida, todos los demás comenzaron a decir que si tal o que cual queriendo apuntarse logros que no les correspondían. Me pareció absurdo, pero fue lo que contemplé. En fin, fuera quien fuese le doy las gracias. Es lo menos que se merece, aunque posteriormente tuviese que afrontar otros problemas más graves. El caso es que con lo que denominaron Obras menores, que más adelante explicaré, resolvieron el desencuentro que se había producido entre nosotras y los niveles de los pisos, aunque, sin embargo, los problemas, lejos de terminar allí, no hicieron más que empezar.

- Prosiga por favor, su relato está siendo muy explicativo. Sí le rogaría que evitase ese dramatismo histriónico tan poco apropiado para este juicio.


- Disculpe, no era mi intención. Pues bien, colocaron a modo de peldaños de arranque unas piedras que localizaron bajo una zona que fue necesario excavar y cuyo nivel había que rebajar y así resolvieron parte del desnivel. Eran granitos, unas tozas enterradas, tal vez correspondientes a la antigua portada trasera de la edificación que poseería, idénticamente a la fachada principal, un carácter noble, así pues, seguramente perteneció a la misma casa que se estaba rehabilitando. Posiblemente fuesen las jambas y el dintel de la puerta. Fue necesarios limpiar las piedras y cortar el granito para ajustarlo a mí, a la escalera, para que los peldaños respetasen la huella y tabica que estaba ejecutada, erróneamente como ya es sabido. A mi parecer, el aspecto antiguo que proporcionaba el granito, y que combinaría considerablemente bien con la envoltura moderna que yo aportaría, se perdió al ser necesario trabajar la piedra, a pesar de que el acabado que se le dio fue abujardado, lo que le confería un aspecto algo más arcaico, al tiempo que evitaba resbalones, aunque desconozco si esa era realmente la intención del arquitecto. Sin embargo, como quiera que se estaban realizando muchos ajustes para evitar rehacernos a mí y a mi compañera entendí, entreoyendo algunas conversaciones, que hubo que realizar un relleno sobre las bóvedas que constituían el suelo del nivel de la planta primera y el nuevo forjado de chapa colaborante de la ampliada planta segunda para salvaguardar los peldaños ya fabricados y resolver la cota final que alcanzamos con los peldaños de piedra añadidos que, paradójicamente, ahora nos hacían superar la altura final de la planta superior. No entendía bien cómo era eso posible, pero aparentemente era la mejor y seguramente única opción para evitar hacernos cortes, empalmes o soldaduras y poder colocarnos encima las huellas ya fabricadas. Cuál fue mi asombro cuando entendí lo que eso suponía. Se había decidido disponer sobre nosotras una chapa plegada con la forma de dichos peldaños que se soldaría a nuestras alas superiores y que conformarían la huella y la tabica que remataría la escalera. Finalmente iba a quedar tapada. Esa era una desgracia que no estaba dispuesta a asumir, aunque enseguida comprendí que no estaba en mi mano hacer nada para evitarlo. Esa malnacida chapa de acero había sido oxidada previamente y mostraba un tono rojizo térreo que me desagradaba enormemente. En cuanto me colocaron el primer tramo plegado, sentí cómo el óxido me manchaba el ala superior. Me dejaría una señal para siempre. ¡Qué repugnancia! Cuando hubieron terminado de presentar los peldaños se subieron sobre ellos y sentí cómo saltaban y pisaban con fuerza. Era una prueba de carga, seguramente razonable, que estaban practicando sobre mí, pero me sentía ultrajada, mancillada, aunque reconozco que no fue mucho el dolor que percibí porque es grande mi resistencia al sufrimiento, aun así fue más el oprobio y la afrenta moral que la física lo que me hicieron sentir aquellos que repiquetearon sobre mí durante un tiempo que se me hizo eterno. No llegué a llorar, es esa una cualidad de la que carezco, pero por lo que sé le aseguro que estuve muy cerca de hacerlo. Me resultó denigrante. Sin embargo, lo peor estaba por llegar. En cuanto le dieron el visto bueno a esa chapa plegada comenzaron a colocar el resto de pliegos hasta salvar la totalidad de la altura. Estaba claro qué significaba eso. Iban a pisarme una y otra vez, para siempre, aunque este concepto deben entenderlo ustedes matizado, la perpetuidad es un tiempo relativo que para los hombres tiene un significado simbólico que para nosotros no existe. Duramos lo que duramos y esa es nuestra eternidad.
Fotografía: Rubén Cabecera Soriano

En Mérida a 23 de abril de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.