La identidad perdida. (Parte ii).



Llevaba una camiseta de rayas azules y blancas. No sabría decir si el azul era el fondo y el blanco el estampado o viceversa. Cuando abrió los ojos su mirada parecía perdida, sumida en un caos del que no pareciera que pudiera llegar a salir. Absorto en la nada, daba la sensación de que no estaba viendo y, sin embargo, sus ojos estaban portentosamente abiertos. Se sentó sobre el borde del banco, muy hacia delante, demasiado tal vez. Inclinó el cuerpo sometiéndolo a un equilibrio imposible, casi inhumano. Una papada prominente le colgaba bajo los labios belfos y me atrevería a decir que un pequeño reguero de babas marcaba una línea brillante a lo largo de la comisura de sus labios. La nariz, retorcida e inflamada, tal vez por un consumo excesivo y continuado alcohol, tal vez por una desgraciada genética, caía a plomo sobre su bigote mal afeitado. Estaba despeinado. Unos vaqueros desgastados, roídos en sus bajos, vestían sus piernas. Sus zapatos estaban sucios, rotos hasta el punto de dejar entrever unos calcetines de color indefinido bajo ellos. Sus manos reposaban inquietas sobre su regazo, temblaban convulsamente, la una envolvía a la otra y esta escapaba para envolver a la una, sucesivamente, indefinidamente, sin que un hecho próximo pudiese poner fin a este movimiento armónico, que no armonioso. Repitió, No sabes quién eres. Me detuve, cómo no habría de hacerlo. Ahora, en la distancia, imagino qué habría sido de mi vida si hubiese seguido, si, sencillamente, hubiese decidido no hacer caso a esa frase absurda entonces para mí. Se me hace difícil conjeturar cómo habrían desfilado los acontecimientos desde ese instante. Posiblemente mi vida habría discurrido parecida a como lo había hecho hasta entonces, pero tampoco resulta sencillo valorarla hasta ese momento. ¿Había sido mi vida anodina?, ¿aburrida?, ¿insustancial? o inútil. Simplemente inútil. Aunque, sin lugar a dudas, lo peor –y tal vez lo mejor- había sido no ser consciente de ello, vivir en el engaño del día a día suponiendo que el trabajo que desempeñaba era crucial para…, ¿para la sociedad?, ¿para mí?, ¿para mis jefes?, suponiendo que la gente que me rodeaba me apreciaba por lo que era, que ni tan siquiera yo sabía. Tal vez si no me hubiese parado ahora no sería quien soy ni estaría donde estoy, pero me detuve. Me quité las gafas y le miré, ¿Me decía? Era perfectamente consciente de lo que me había dicho, al igual que lo había sido el día anterior y al igual que lo sería durante todo el tiempo que estuve con él –me resulta complejo determinar si fue mucho o poco-, pero, en cierto modo, quería una oportunidad, una oportunidad para escapar, para salir de una realidad a la que indefectiblemente me estaba dirigiendo y que, intuía, sería terrible por la crudeza con la que se me iba a mostrar. En el fondo sabía que no había salida posible, la puerta ya estaba abierta y algo, no sé muy bien qué, me absorbía y me obligaba a penetrar hacia un lugar oscuro –o extremadamente iluminado- donde mis ojos, al menos tal y como estaban acostumbrados a mirar, se encontraban ciegos. No sabes quién eres, repitió. La frase se había transformado en un mantra absurdo que comenzaba a repetirse en mi cabeza sin que nadie, ni siquiera él, tuviese ya que pronunciarla, pero, a pesar de ello, volvió a decirla, No sabes quién eres. Perdone, pero de lo que estoy seguro, si es a mí a quien se refiere, es de que usted, verdaderamente, no sabe quién soy. Por primera vez, desde que comenzase a decir la maldita frase, se había detenido. Sonrió. Me miró. Puedo asegurar que su rostro no correspondía con el que yo mismo había estado contemplando. Tuve la sensación de que se había producido en él una transformación absoluta, una suerte de metamorfosis instantánea que había convertido a ese hombre que aparentaba algún tipo de deficiencia, alguna discapacidad mental, en una especie de ángel con un rostro hermoso, muy bello, de total simetría. Hasta me atrevería a decir que en realidad era casi etérea y que fue mi imaginación la que le había puesto esa cara perfecta, la perfección que yo quería, la que yo imaginaba. En eso te equivocas, sé perfectamente quién eres y sé perfectamente quién vas a ser. La suerte ya estaba echada. Desde ese momento ya no tenía escapatoria, posiblemente ya no la quería, creo que deseaba saber qué era, qué había sido o qué creía haber sido, para pasar a ser otra cosa, otra persona, otro hombre. En el fondo tenía miedo. Supongo que era un miedo natural, perfectamente humano, comprensible. Me iba a enfrentar a lo desconocido, era mucho peor que cualquier cuarto oscuro o bosque nocturno. Iba a enfrentarme a mí mismo. No sabes quién eres, volvió a repetir la frase y su cuerpo recuperó la compostura inicial. Me senté a su lado. Esperé.

Fotografía: bellezapura.com (recortada)



Mérida a 5 de abril de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.