Geografía del hambre.




Hay gente que muere de hambre. Mucha gente. Demasiada. Solo con que hubiese una persona que sufriese por este motivo ya sería demasiado.

Esperé. La comida llegó servida en un plato de latón, tal vez en algún momento fue la tapa de una lata de algún alimento precocinado, envasado herméticamente, que esperaba estoicamente -la ventaja de las latas es que su paciencia no se agota por más que pueda a llegar a caducar su contenido- ser abierta para que ese mismo contenido, llámese alubias, cocido, callos o salchichas fuese extraído y convenientemente preparado para satisfacer el hambre del afortunado comprador que hubiese adquirido la susodicha lata. Ahora era mi plato. Reposaba, también paciente, sobre una destartalada mesita de madera elaborada con los restos del marco de una antigua ventana, a la espera de que se enfriasen las tres pequeñas cucharadas que me habían correspondido ese día de una suerte de puré de verduras que se asemejaba más a una pasta pegajosa. A la derecha del plato había un trozo de pan duro enmohecido y justo al otro lado una cucaracha campaba a sus anchas caminando acelerada por el pequeño tablero a la búsqueda de algo que llevarse a la boca –al menos ese era mi parecer-. Me faltaban las fuerzas para espantar a la cucaracha. Me faltaban las fuerzas para soplar la comida del plato y enfriarla lo suficiente como para que pudiese tomarla sin quemarme. Me faltaban las fuerzas para alargar la mano, coger la espesa masa, que sería todo mi alimento del día, entre los dedos y llevármela a la boca. Solo tenía fuerzas para seguir con la mirada el zigzagueante caminar del bicho sobre la mesa hasta que, supongo que gracias a sus sensitivas antenas, comprendió dónde se encontraba la comida y se decidió a subirse al plato para pasear por encima de la blanquecina papilla y alimentarse, al menos eso me pareció. Hasta me dio la sensación de que dejaba huellas sobre ella. Una mano que apareció tras mi espalda la espantó. Creo que sentí pena. La misma mano empuñaba una cuchara que hincó en mi plato y recogió más de la mitad del contenido del mismo para acercármelo a la boca con un Vamos, tienes que comer algo. No tenía fuerzas ni para tener hambre. Mi boca permaneció cerrada. El dolor de estómago que tenía era tan grande que no podía soportar la idea de que nada atravesase mi aparato digestivo para caer en esa bolsa previa a los intestinos que estaba contraída, arrugada, casi desaparecida. Entonces noté cómo otra mano, imagino que de la misma persona que me invitaba a comer, se agarró fuertemente a mi nariz impidiéndome respirar. Mis manos no lucharon por liberar la presa que habían hecho de mi apéndice nasal. Se mantuvieron inertes sobre mi regazo. Finalmente abrí impulsivamente la boca para tomar una bocanada de aire que evitase mi muerte por asfixia, por más que esto fuese lo que más deseaba: Morir. En ese instante noté cómo la cuchara penetraba en mi boca y depositaba el alimento que contenía en mi garganta. Las arcadas no se hicieron esperar, aunque no tenía fuerzas para sufrir náuseas.

El segundo plato fue servido enseguida por un camarero tras retirar los restos de ensalada de aguacate con jamón serrano y acompañada de frutos secos que habían sobrado de la inmensa fuente abundantemente regada con aceite y crema de vinagre de Módena, exquisitamente presentada. Era un carne en su punto, ya no recordaba qué carne había pedido. Solo sabía que estaría en su punto. Siempre me había gustado así y siempre insistía en que se preparase de este modo. No demasiado hecha, ni sangrante. Al tiempo, otro camarero rellenaba mi vaso de vino con la botella que había elegido de la carta. Tampoco recordaba cuál era, solo sabía que era la más cara. Mi criterio a la hora de elegir los vinos siempre respondía a los mismos parámetros, el mejor sería el que más costase de toda la carta y ese era el que pedía. Al coger la copa golpeé la cuchara de postre y desgraciadamente calló al suelo. En ese preciso instante un tercer camarero se acercó, se agachó para cogerla inmediatamente y la sustituyó por otra pulcramente colocada en el mismo lugar donde se encontraba la primera acompañado de un No se preocupe, respuesta a una supuesta disculpa que yo nunca pronuncié. Trinché la carne y pinché el primer trozo que prácticamente se deshizo en mi boca: Delicioso. 

Me retuerzo de dolor. Mi vientre está hinchado. No como ni bebo desde hace demasiado tiempo y, sin embargo, mi cuerpo se empeña en vivir, se aferra al débil y delgado hilo que me une a la vida. No sé cómo soporta la tortura a la que el hambre y la sed me están sometiendo solo por el hecho de haber nacido allí. No hay ninguna otra explicación. Desgraciada suerte la mía. No conozco otra cosa en realidad, aunque he oído decir que hay lugares en los que la comida se tira porque sobra. No termino de creerlo. Supongo que son fábulas como las que se cuentan a los niños pequeños para que duerman soñando con mundos mejores o aprendan alguna lección que les ayudará cuando sean mayores. La única ocasión en la que recuerdo haber comido bien fue cuando unos señores de piel blanquecina vinieron tras las lluvias y plantaron campos enteros de trigo. Al cabo volvieron a recogerlo, pero se dejaron muchos sacos y yo pude hacerme con uno. Nunca había visto tanto trigo junto, pero no perdí ni un solo grano. Cómo se me habría podido pasar por la cabeza tirarlo. La comida nunca sobra. Hoy me encuentro más débil de lo habitual, a pesar de que finalmente me he comido –me la han dado en realidad- la ración de alimento que una organización prepara para nosotros cada dos días en el campamento al que nos trasladaron hace algún tiempo porque argumentaban que donde vivíamos las condiciones eran Infrahumanas, o algo así, según nos dijeron. También he oído decir que allí ahora se planta trigo, como el que conseguí una vez. El sueño me vence. Me noto muy cansado. Demasiado. Debo intentar descansar, cerrar los ojos, no sé si mañana podré volver a abrirlos.

Mañana no los abrirá.

Muy rica la carne, dele la enhorabuena al cocinero. De su parte señor; Gracias por la propina; Vuelva usted cuando quiera; Adiós, muy buenas. Me están ayudando a ponerme el abrigo al tiempo que se despiden de mí. Espero que el taxi ya esté en la puerta. Llueve. En esta tierra siempre llueve. Menuda desgracia. No me gusta esperar a los taxis bajo la lluvia. Demasiado copiosa la comida. Nunca sé contenerme. Me engañan los ojos y siempre termino pidiendo más de lo que puedo comer. Siempre me sobra. Siempre. En fin, qué se le va a hacer. El taxi está esperando en la puerta. Menudo alivio. Subo y le doy la dirección. Menos mal que me han encontrado uno porque esta hora es terrible para conseguir transporte público. Vaya sueño tengo. A ver si puedo descansar en el trayecto a casa. Cierro los ojos.

En breve los volverá a abrir.



Mapa: FAO.

Mérida a 12 de abril de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.