No recuerdo exactamente qué día le conocí.
Solo sé que estaba allí. Sentado en el parque. Adormecido. Yo iba paseando,
pensando en mis cosas o, tal vez, sin pensar. Sé que iba caminando porque lo
primero que me dijo fue que parase. Tenía los ojos cerrados, parecía que estaba
descansando y, sin embargo, sabía que se dirigía a mí. Me resultó extraño que
me hablase, pues al mirarle no le reconocí. Me detuve. A usted le pasa algo. ¿Me dice a mí? Sí, a usted; Usted no sabe quién
es. ¿Cómo dice? Siéntese un instante y se lo explico. Mire, lo siento, pero
tengo algo de prisa y no puedo entretenerme. Como usted quiera; No se preocupe,
mañana volverá y yo estaré aquí nuevamente; Esperándole. Eso me asustó. En
realidad no puedo decir que se tratase de un sobresalto como tal, fue más bien
una sensación de inquietud que me dejó un tanto confuso durante un instante,
pero, como quiera que ni abrió los ojos, proseguí mi camino sin darle mayor
importancia, al menos de eso quise convencerme. El resto del día fue normal,
que yo recuerde, claro. No puedo asegurar si mi subconsciente siguió dándole
vueltas a tan extraño encuentro o si se procuró las argucias necesarias para
considerar aquello como una suerte de sueño despierto. Al fin y al cabo, la
realidad se imagina en nuestras mentes, esta es una de las muchas paradojas que
aprendí más adelante. Él me la enseñó.
En cuanto regresé a casa –debo confesar que no
tomé el camino habitual, puesto que pasaba por el mismo sitio donde horas antes
se había producido el encuentro- mi cabeza se centró exclusivamente en aquella
extraña persona que, con los ojos cerrados, me había pedido que me parase para
decirme que mi problema era no saber quién soy. No me quedó más remedio que
preguntarme a mí mismo si sabía quién era. Pues claro que sí. Tengo nombre y
apellidos como todas las personas que conozco, Como todas las personas, pensé lacónicamente. Si no tuviera nombre
no sería nadie, concluí satisfecho. Asunto resuelto pues, pero la mente es
traicionera y no te deja tranquilo con simplezas como esta. Indaga, escudriña,
perfora en lo más profundo de nuestra psique hasta conseguir su objetivo. Así
que la maldita rehízo la pregunta, mi mente consiguió nuevamente interpelarme
sobre si sabía quién era y ya no iba a permitir que me conformase con reconocer
en una tarjeta plastificada mi fotografía acompañada de un nombre, unos
apellidos y un conjunto de cifras muy largo que sabía de memoria. Tengo padres,
hermanos, amigos, repasé mentalmente todas y cada una de las personas que
conocía, seguramente alguna se me escapó, pero pensé que, de ser así, tampoco
sería tan importante para mí y perfectamente podría prescindir de ella. Incluso
hice una lista que aún conservo. Revisé ese inventario de amigos y familiares
varias veces hasta que lo di por cerrado y entonces comencé a pensar qué sabían
esas personas de mí, qué podían pensar acerca de lo que soy. No son preguntas
sencillas, no tienen fácil respuesta y, precisamente, ese era el principal
problema. No encontré solución. Imaginé que algunas de las personas que había considerado
posiblemente pensarían de mí ciertas cosas que a otras personas ni se les
pasaría por la cabeza y, sin embargo, el objeto de su reflexión sería el mismo:
Yo. Me resultó extraño comprobar cómo esta aseveración sobre la que me atreví a
teorizar era, con seguridad, totalmente cierta y la consiguiente explicación
fue relativamente sencilla: Si cada
persona que conozco piensa sobre mí algo diferente es que yo soy todo lo que
esas personas piensan. El problema real emergió con el evidente corolario
que subsiguió a esa hipótesis: Puede ser,
entonces, que yo no sea nada de lo que esas personas piensan. Y aquí
comenzó verdaderamente mi problema. Mi crisis de identidad. La verdad es que no
duró mucho, pero no es menos cierto que no fui yo quien la resolvió. Fue el
extraño señor que me había encontrado esa misma mañana quien me ofreció la
solución.
Ni que decir tiene que no pegué ojo en toda la
noche. Ni que decir tiene que no fui capaz de conciliar el sueño y dormitar
algo, ni un maldito instante, por más que quise cerrar los ojos y por más que
utilicé los escasos –o muchos, según se mire- recursos a mi disposición, esto
es, los que encontré entre la pequeña cocina y el baño de mi apartamento, para
ayudarme a descansar. Mi tendencia natural a tener ojeras se vería agravada a
la mañana siguiente. Me daba pavor solo pensar en asomarme al espejo para
afeitarme y comprobar cómo sendas bolsas color azul metálico con verdeantes
ondulaciones colgarían de mis ojos, haciéndolos caer unos milímetros hasta
hacerme parecer más triste de lo que realmente soy –al menos eso imaginé que
pensaría alguna de las personas de la lista que había elaborado mientras
cenaba, sin mucho apetito, debo decir-.
Con los primeros rayos de sol que se colaron
entre las lamas de la persiana de mi dormitorio me levanté para darme una ducha
–supuse que mejoraría en algo mi aspecto, me confundí, no había nada que
hacer-. Secarme frente al temido espejo fue un error. La ojeras eran terribles,
lo que no entiendo es por qué me sorprendió, era obvio que amanecería así. Sin
embargo, como cada vez que trasnochaba –lo cual era poco frecuente-, las ojeras
estaban ahí, frente a mí. Hoy tocaría llevar gafas oscuras, al menos el sol me
ofrecía una valiosa coartada que me evitaría tener que ofrecer absurdas explicaciones
a quienes preguntaban sobre las gafas como cuando las llevaba en pleno invierno,
Hay mucha claridad, solía decir con
una mueca cómplice –que nadie entendía- en días nublados o incluso lluviosos.
Ahora tengo claro que ese desafortunado amanecer, en lo que a mi aspecto físico
se refiere –desgraciadamente lo de desafortunado no se limita exclusivamente al
rostro-, me sirvió para olvidar la escena del día anterior. Así pues, cuando
salí de casa con mi maletín tomé el camino de siempre atravesando el parque. Me
gusta ese parque, es un paréntesis en mi día a día, me veo rodeado de
vegetación y de pequeños animales, y me ayuda a evadirme, me ayuda a olvidar
que todo lo que le rodea son edificios siniestros, desmesuradamente altos que
compiten con las ramas de los árboles en su lucha por alcanzar el sol, sin que
realmente les sirva para algo más que mostrar opulencia y ostentación en un
desafío a la naturaleza sin sentido que solo revela la megalomanía del hombre
y, en definitiva, su impotencia, o mejor, su incapacidad para convivir con un
entorno natural. Entonces le vi. Estaba sentado en el mismo banco que el día
anterior. Dormitaba. Por un instante dudé sobre el camino que debía tomar. Creí
que lo mejor era rodearle y evitar pasar por delante de él. Procurar que no me
viese, aunque tenía los ojos cerrados, pero pensé que era una idea absurda, sin
sentido. Es más, por un instante creí que el encuentro del día anterior fue
solo una mala pasada de mi imaginación. Nada había ocurrido en realidad. Así
que decidí proseguir mi camino sin hacer caso a estos absurdos pensamientos.
Caminé hasta acercarme lo suficiente a él como para comprobar que efectivamente
estaba dormitando con los ojos cerrados. Algo se tranquilizó dentro de mí y
proseguí. Buenos días, me dijo, No sabes quién eres.
Fotografía: latinoamericasinidentidad.blogspot.com
Mérida a 29 de marzo
de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.