Vivan las elecciones.



Mi ciudad, como la tuya, está patas arriba. Seguramente el nivel de obras que tengas que soportar es directamente proporcional al desastre previsto por el partido gobernante atendiendo a las encuestas demoscópicas oficiales y a las que ellos mismos hayan encargado y manejen de forma interna. Evidentemente hay otros factores que intervienen directamente en esa amalgama de suelos abiertos, pinturas en el asfalto, ladrillos mal puestos y cambios de tuberías, como por ejemplo, la opinión del máximo mandatario –interpretado en su acepción de primer gobernante- y sus más directos –entendido aquí como los de mayor confianza- consejeros y asesores. Sin embargo, estos elementos adicionales no hacen más que funcionar como multiplicadores a la hora de establecer el número de intervenciones arquitectónicas y urbanísticas que podemos recontar y que se incrementan día a día hasta el límite máximo permitido por ley –o incluso por encima de este, que ya darán cuenta, llegado el caso, la junta electoral y/o los tribunales-. Además, no conviene olvidar el elevado número de inauguraciones que se dan a diestro y siniestro, y, por descontado, esta es una época en la que la felicidad nos embarga a todos leyendo cualquier noticia de cualquier periódico en su apartado local, regional, o nacional, -no es exclusivo el buen hacer de los gobiernos locales, ya que siempre se requiere el apoyo de las instancias superiores- porque todo son medidas favorables tomadas por el gobierno de turno para ayudar a los necesitados, a las clases medias, a los estudiantes, a los jubilados, a los indefensos, a las clases que sufren más desigualdad, etcétera, o convocatorias de nuevas plazas de funcionarios, nuevos proyectos de hospitales, centros de salud, trazados de vías ferroviarias –incluidas las del manido AVE- y para los políticos más megalómanos, que los hay, nuevos aeropuertos en medio de la nada e incluso puertos marítimos en pleno secarral del centro de la península, puestos a exagerar aquí en España no se nos da mal; lo peor será que algunos –al margen de los que lo cuentan- se lo crean.

Pues bien, la conclusión inmediata –para aquellos que soporten bien las obras y no les cause excesiva molestia el atronador ruido de las máquinas perforando o los infinitos cortes de calles- es que debería haber elecciones cada año. De este modo conseguiríamos mantener entretenidos a los políticos pensando qué hacer para satisfacer a sus ciudadanos –¿no es este el fin de la política?- haciendo de nuestras ciudades un entorno cada vez mejor y más agradable donde vivir. Ahora bien, la idiosincrasia indefectible del españolito de a pie –también yo soy español- haría insostenible la situación por cuanto sería cuestión de tiempo, de muy poco tiempo en verdad, que el sistema sufriese el hartazgo y la desidia, mayores si cabe, de los votantes y la participación democrática se vería reducida más aún, extremo este sobre el que los políticos no acaban de reflexionar con suficiente profundidad porque, como es obvio, no les interesa reconocer que hay un porcentaje, que seguramente alcanzaría la mayoría absoluta, de votantes que no ejercen su derecho al voto o que se abstienen al hacerlo.

Esta paradójica situación vuelve a hacernos reflexionar sobre el papel de los políticos –que también son españoles, no conviene olvidar este extremo-, ya que bien podrían ejercer su trabajo, mejor dicho, su encomienda con mayor responsabilidad y, como se acostumbra a decir a los niños –tal vez ese el trato que merecen por tener un caramelo: el poder, la capacidad de tomar decisiones; que tanto les gusta, pero que tanto les cuesta gestionar-, no deberían dejar para mañana lo que bien podrían estar ya haciendo hoy o, incluso, ayer, porque como saben perfectamente, las elecciones son mañana mismo.

Fotografía: www.sevillawebradio.com


Mérida a 22 de marzo de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.