Imputados o investigados, juguemos a las palabras.




Me pregunto si en 1882, cuando Alfonso XII sancionó la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ser imputado entrañaba las connotaciones peyorativas, relacionadas de forma directa con la culpabilidad, que hoy en día tienen o si, más bien, han sido los más de 130 años de vigencia de la Ley los que han convertido a los imputados en culpables como consecuencia de los diferentes procesos judiciales a los que se han visto sometidos. Imagino que los estudiosos del lenguaje, historiadores y politólogos tendrían mucho que decir al respecto. Y es que esta Ley, sorprendentemente aún en vigor, con sus artículos derogados, incorporaciones y adiciones lógicas como consecuencia del transcurrir del tiempo y del “avance” y desarrollo de la sociedad, fue aprobada por Real decreto de 14 de septiembre de 1882 y publicada por el  Ministerio de Gracia y Justicia en el BOE número 260, de 17 de septiembre del mismo año. Es decir, es una Ley con solera, telarañas y mucho polvo.

Humildemente me inclino a pensar, aun a riesgo de equivocarme, que los “imputados” de entonces no se diferenciarían mucho de los “investigados” de ahora y, probablemente, -aunque supongo que yo no lo veré- no se distinguirán demasiado de los “invitados a juicio” de mañana, que verosímilmente será esta la denominación que se les dé dentro de unos años  cuando se demuestre que los investigados en los procesos judiciales terminan siendo, en una gran mayoría de los casos, culpables y –espero- condenados.

Ahora bien, creo que es necesario reflexionar sobre el porqué de este cambio de denominación de “imputado” a “investigado” que, en mi opinión, tiene más que ver con un lavado de cara que con un hecho contrastable y necesario desde el punto de vista judicial. Se cambia el nombre por y a consecuencia de ese gran número de políticos investigados o imputados, tanto da, que se ven sometidos a escarnio público al encontrarse inmersos en un proceso judicial vinculado, normalmente, a la Corrupción en sus distintas variedades, a saber:  Tráfico de influencias, Sobornos o cohecho, Malversación, Prevaricación y Nepotismo. A nadie –que gobierne- le preocuparía que a un ladrón de profesión –no escondido tras un cargo político- o a un violador, o a un estafador, se le denominase imputado, pero es harina de otro costal cuando esto ocurre con un político que, pongamos por caso, quiera presentarse a unas elecciones para ser elegido y obtener, por ejemplo, algún que otro fuero –que conlleva la obtención de interesantes privilegios- o alternativamente unas prebendas bajo su mandato con las que poder obrar a su antojo –es evidente que esa posibilidad existe por cuestiones estadísticamente contrastables que tienen reflejo en muchas noticias de prensa-. Quede claro, por cierto, que estoy indiscutiblemente a favor de la presunción de inocencia, pero también estoy totalmente en contra de las sistemáticas tomaduras de pelo a las que me veo sometido con ciertas cuestiones que atañen a la vida diaria de los ciudadanos entre los que me encuentro.

En este sentido, y siguiendo la línea de pensamiento del legislador, propongo los siguientes cambios –juegos de palabras- de carácter morfológico y semántico, aunque este extremo solo de forma tangencial:

El Político pasaría a denominarse Corrupto, de este modo conseguiríamos evitar asociaciones insidiosas que pueden, malintencionadamente, hacerse de forma injustificada.
Los Senadores pasarían a denominarse Vividores por cuestiones bastante similares a las del anterior cambio propuesto.

Los Policías pasarían a denominarse Opresores, con este cambio evitaríamos los esfuerzos del Gobierno a la hora de reducir, limitar o incluso suprimir derechos de los ciudadanos con Leyes que tienen como única finalidad, precisamente estas: reducir, limitar o incluso suprimir derechos.

Los Jueces se harían llamar a sí mismos Sus Ilustrísimos Mandatarios pues resulta evidente que en la intención del Gobierno subyace la idea de que lo de la Separación de Poderes es una entelequia subversiva y, por tanto, resulta mucho más eficaz que el poder judicial responda a las órdenes directas de aquellos que fueron elegidos en las urnas. Aun así, parece apropiado recoger el calificativo Ilustrísimo por establecer cierta connotación clasista por quien obtiene ese cargo judicial con gran esfuerzo y tesón. 

Para finalizar tenemos un doble apartado que engloba a los dos tipos de ciudadanos clasificados en función de que tengan o no derecho a voto. En primer lugar, los ciudadanos que no tienen derecho a voto se denominarían Silenciosos –los primeros cuando aún no pueden ejercer el voto por razón de edad- o Silenciados, que serían quienes teniendo derecho no pueden ejercerlo –que los hay-. En segundo lugar están aquellos ciudadanos que sí tienen derecho a voto, esto es, los Votantes que, en este caso pasarían a denominarse directamente, como dice el chiste, Gilipollas –sin palabras-.



Fotografía: twitter.com (no se reconoce al autor de la tira cómica en la firma)

Mérida a 15 de marzo de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.