Las cinco de la
mañana. Terrible oscuridad. No hay luna y del sol aún ni rastro. No creo que nadie pueda echarme algo en
cara, o tal vez sí; Quién sabe; Resulta complicado escudriñar la mente de las
personas y, si realmente me preocupo por el qué dirán, sé que estoy perdido; Al
fin y al cabo cada cual es libre de pensar lo que quiera, no es así. Me
detengo un instante a escuchar, no sé muy bien qué. No hay nada que oír. El
silencio lo llena todo. Tal vez me hace falta esa minúscula pausa, tal vez una
inspiración profunda que me llene de aire los pulmones es lo que necesito. El
instante pasa y mi mente vuelve a las andadas. No puedo; Sé que no puedo y sin embargo no dejo de intentarlo, no dejo
de perseguirlo; Siempre buscando el bien ajeno o procurando no hacer daño a los
que están a mi alrededor, a mi manera, claro está, que no tiene por qué ser la
buena, eso es obvio; Y, sin embargo, tengo la sensación de no acertar; Y, sin
embargo, a veces pienso que me equivoco, ¿no forma eso parte de la esencia del
ser humano?; Y, sin embargo, en ocasiones, a veces pienso que demasiadas, me
olvido de mí mismo, no recuerdo que yo también existo, que la gente me ve, que
pueden incluso oírme, aunque no tengan por qué hacerlo; Otra obviedad. Los
primeros rayos del alba parecen anticipar un día soleado. Ahora sí se oye algo.
Es un pájaro de piar extrañamente sibilino para mi oído. Es el momento del chelo; Ya suena; Parece que me estuviese elevando;
Sí, de hecho mis pies ya no sienten el suelo, ni mi trasero la incómoda silla,
que intento dulcificar con algún que otro cojín, en la que pasa horas y horas
soportando la manía de mis manos de teclear sin descanso palabras, frases,
párrafos; Pero aún alcanzo a seguir escribiendo, los brazos se estiran para
poder alcanzar las letras, aunque mis falanges deben alargarse hasta lo
insólito; Parece que la gravedad solo afectase a mis manos; Y a mi mente, acabo
de darme cuenta de que mi cerebro también está sometido a esta inquebrantable ley
universal; Y, sin embargo, asciendo; Cada vez veo más lejos la pantalla y más
cerca el techo; Me preocupa golpearme la cabeza; No puedo controlar este
inusual vuelo; Alguna vez volé mientras dormía, pero en el sueño el miedo es
relativo y se resuelve con un despertar alterado; Ahora no estoy soñando y no
dejo de subir; Lentamente, eso sí, pero quién sabe, puede que de repente se
acelere y lo que son minutos de ascensión se conviertan en segundos o décimas
de segundo y lo que está aparentemente lejos, repentinamente, se acerque
demasiado, tanto como para que no pueda reaccionar ante un más que previsible
golpe. El día está ya ahí. Hay suficiente luz para que se pueda identificar
perfectamente cada mueble, cada libro de la estantería, cada cuadro, entonces
giro el cuello para contemplar el salón en el que cada día paso algún tiempo
escribiendo y observar cada detalle. Mis
manos siguen a su tarea, escribir, pero la dirección de mi vuelo cambia
bruscamente; Estoy a escasos centímetros del techo cuando mi cuerpo decide
avanzar hacia la ventana; Está cerrada, ese es mi primer pensamiento; Está
cerrada, me repito, ahora subiendo el tono, con una voz lo suficientemente alta
como para que la ventana pudiese oírme si tuviese oídos con los que hacerlo y,
además, por alguna extraña suerte, decidiese comprender mi afirmación y
procurarme un hueco por el que salir, puesto que no parece que mi cuerpo tenga
intención de cambiar su camino; Cierro los ojos cuando sospecho que el golpe es
inminente; Vanos han sido los esfuerzos que he hecho por frenarme, intentado retorcerme
en el aire y colocando los pies como parapeto; No he conseguido cambiar mi
posición lo más mínimo; De cabeza contra el cristal; Abro los ojos cuando,
inexplicablemente, sospecho que ya debería haberme golpeado y compruebo con
asombro que estoy fuera; Habré traspasado el cristal, me pregunto sorprendido;
No lo creo, pero tampoco puedo mirar hacia atrás; Solo soy consciente de que
mis manos siguen tecleando incansables, aunque no sepan qué escriben; Es más, eso es lo único que oigo ahora
mismo; Extraño; Todo es demasiado extraño. La ciudad ha despertado, hay
gente por las calles, no mucha, pero no parece que ninguno de los escasos
viandantes repare en un ser, hombre o muchacho, seguramente a la altura a la
que me encuentro sea difícil distinguir bien qué soy, sobrevolando sus cabezas. Ahora sí
puedo girar el cuello y mirar en la dirección que me place; Tal vez sea una
dispensa que, quien quiera que me esté haciendo esto, ha decidido otorgarme; Es
bonita la ciudad; Maravillosa la vista de las copas de los árboles con sus
hirsutas hojas matutinas e incipientes flores primaverales; Me gusta; La
disfruto plenamente; Soy consciente de ello; Creo que distingo al fondo el mar;
Sí, me parece que es el mar; Aunque yo mismo dudo, sobre todo cuando reparo –de
nuevo- en el lugar en que me encuentro y cómo me encuentro; Estoy sobrevolando
el mar; Me entran ganas de reír; Mis manos siguen perseverantes; Tercas; Una
suave brisa enerva la cresta de las olas que ofrecen una blanca espuma sobre la
plata en la que flotan; Es maravilloso; Un pensamiento me alcanza lo más
profundo de mi cerebro: La tinta no se puede gastar, alguna ventaja tendría que
tener la tecnología; Acabo de entenderlo; Todo. Es precisamente la
escritura la que me está permitiendo vivir este sueño despierto, así son más llevaderas mis digestiones sentimentales. Gracias.
Aprovecharé hoy, tal vez mañana ya no pueda escribir.
Fotografía: www.la99.com
Mérida a 8 de marzo de
2015.
Rubén Cabecera
Soriano.