Sé que la propuesta que voy a exponer es una utopía, aunque no como cualquier otra, esta es de las verdaderamente
irrealizables, de las que podrían llenar páginas y páginas con tinta sin que
nadie pudiese dilucidar cómo conseguir que esta invitación se convirtiese en
realidad y, sin embargo, es muy sencilla de lograr, pero claro implicaría un
gran esfuerzo por parte de los implicados –este término puede usarse aquí sin
connotaciones peyorativas y, por tanto, no es necesario sustituirlo por
investigados- que creo nunca llegarían a hacer o, peor aún, tal vez ni siquiera
sepan cómo hacerlo.
Estimados señores –y señoras- políticos y
resto de aludidos –que no son pocos-. Van a permitirme que inicie mi exposición
con un símil: En numerosas ocasiones he planteado las desgraciadas semejanzas
que existen entre los partidos políticos y los equipos de fútbol. Resulta
sorprendente comprobar cómo tras un partido los fanáticos –y no tan fanáticos- seguidores
de uno y otro equipo dan por bueno el resultado –sea positivo o negativo-, ya
que no les queda otra, justificando el buen hacer de los jugadores vestidos con
la camiseta a la que deben su amor y noches de desvelo. En contadas ocasiones
critican el comportamiento de los miembros de su equipo del alma y son
incapaces sistemáticamente, digo bien, incapaces, de valorar el juego de forma
crítica y objetiva, cosa que no sería difícil de hacer –ya que todos sabemos
tanto de fútbol-. Siempre hay un árbitro, un jugador del equipo contrario o
aficionados del otro equipo merecedores de los más graves y aberrantes insultos
antes que valorar la actuación del propio equipo. Pues en política pasa lo
mismo, pero con un matiz importante, trascendental; mientras que el fútbol se
ha convertido en un espectáculo de masas, circo para el ciudadano, en el que
poco importa lo que ocurra, pues su repercusión no pasará más allá de unos días
–salvando comportamientos que podemos tildar de salvajes y que podríamos
asemejar también al que manifiestan ciertos políticos-, en política esa actitud
nos lleva al desgobierno, aunque tal vez ese término no sea del todo preciso y
deberíamos decir al singobierno. Qué podemos esperar de aquellos que en los
mítines se ríen de los contrincantes y que en el Congreso –o instituciones
similares- están solo a la espera de poder lanzar vítores y sonoros aplausos a
sus compañeros de partido cuando ofrecen a su auditorio cierta entonación,
seguramente pactada, –que eso está muy bien estudiado- solo con el fin de
ridiculizar al representante del partido opuesto y permitir al orador ofrecer
una abierta sonrisa, que es más carcajada barriobajera que sutil mueca.
Ahí no hay gobierno, el gobierno es una seria
responsabilidad a la que deben acceder solo aquellos capaces de demostrar su
valía. Y meterse con otros, ridiculizarlos, no dar la cara, no afrontar los
errores, no ser capaz de decir verdad, manipular, etcétera, etcétera, etcétera,
por no indagar en la parte de corruptelas, prevaricaciones, malversaciones,
nepotismos, teniendo en cuenta que el consiguiente etcétera es mucho más largo,
en que caen los que se acercan al poder solo con el fin de conseguirlo
olvidando que lo ejercen en representación de los ciudadanos y para beneficio
de la nación y nunca en suyo propio.
Por tanto, mi canto al viento –pues no va a
quedar en otra cosa, ya lo sé- no es más que una petición que hago a viva voz
para que los políticos ofrezcan sus programas electorales limpios, veraces,
estudiados seriamente para su viabilidad y comprobados con las altas estancias
– y no me refiero a los grupos de poder fácticos-, sino a las estancias de
índole superior que correspondan y que deben confirmar la capacidad real de
ejecución de las propuestas. Lo que pido es que no engañen, que dejen de hablar de los demás y olviden el Y tú más y el Pues el otro peor, para que la gente como yo, a la que no le va ni
le viene el fútbol tengamos ánimo para volver a votar y dejemos de pensar que Los políticos deberían estar fuera del
gobierno.
Fotografía: zazzle.com
Mérida a 26 de abril
de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.