Chispeaba. Hasta donde
su memoria alcanzaba no recordaba un solo día de su vida en que no hubiese
llovido, sin embargo, era consciente, tristemente consciente, de que no siempre
llovía. Cogió su gabardina, que casi le llegaba a las rodillas; tomó su
sombrero, con el que apenas se le veían los ojos; agarró su paraguas, gris; y
salió a pasear. Era un frío día de otoño, al menos, ese era su parecer. Desde
hacía mucho tiempo para él solo existía el otoño, un otoño frío en el que cada
mañana caminaba mojándose bajo la lluvia con el cielo permanentemente nublado y
sintiendo con angustia el gris horizonte que le impedía ver los colores de la
vida. Había aprendido a vivir con esa carga. La llevaba bien. No le importaba
haber dejado de ver el sol, no le importaba haber dejado de ver el cielo azul,
no le importaba no poder apreciar el color del campo, de la ciudad, del mar. No
le importaba nada. Avanzaba ensimismado, sin destino predefinido, pero con
firmeza, con seguridad; había aprendido a no mirar fijamente para evitar sufrir
más de lo necesario. Sabía que sus ojos no le mentirían, que le ofrecerían esos
colores que apenas recordaba existían. A pesar de esos vagos recuerdos se
sentía cómodo en su gris, para él era su mundo. Así lo había decidido. No se
consideraba desafortunado, había vivido tanto, había conocido muchas cosas, se
sentía satisfecho con todo lo que había experimentado y lo que le quedaba por
aprender, tal vez echaba en falta algunas minucias, Detalles sin importancia, se intentaba convencer a sí mismo y lo
conseguía. Seguramente si le preguntasen respondería ¿Feliz?; Sí, soy feliz, y lo era, realmente lo era, porque quién
puede determinar qué es la felicidad o cómo debe ser o cómo alcanzarla. Consiguió
convertir su anodina existencia en una suerte de placidez enfermiza cuyo
principio fundamental era su propio sacrificio acompañado de una buena dosis de
conformismo y aderezado con una pizca de pobre autocomplacencia. A pesar de
ello, había ocasiones, no muchas, en que se sentía apagado, entonces callaba en
su silencio, lloraba en sus lágrimas y se veía gris en su gris. Por fortuna,
esto no le ocurría con demasiada frecuencia –a pesar de vivir permanentemente
en ese mismo gris- y cuando, por desgracia, en el acontecer de los días, se
sentía así, sencillamente aparcaba ese instante en un recóndito rincón de su
alma, dejando obrar al tiempo con su persistencia, hasta que el sufrimiento
quedaba enterrado entre restos de otros desconsuelos, despojados ya de su letal
acción. Era la parte gris de su alma. Sabía que estaba allí, era su inseparable
compañera y con ella salía a caminar cada día, casi paseaban dados de la mano.
Al regresar a casa,
después de su paseo, se quitaba la gabardina y la extendía en el perchero para
que se secase, retiraba el gorro de su cabeza para sacudirlo con vehemencia y
despojarlo de las gotas que resbalaban y caían al suelo de la entrada, y
colocaba el paraguas abierto en el umbral de la entrada a la espera de ser
utilizado al día siguiente. Entonces se dirigía a la cocina, cogía un vaso,
abría el grifo, lo llenaba y se bebía el agua de un solo trago. Así calmaba su
sed, cada día. Después se dirigía al salón donde una pequeña mesa de escritorio
le esperaba con un libro abierto descansando sobre ella. Se sentaba apaciblemente
en la estoica silla de madera acomodándose la espalda con un desgastado cojín
color grisáceo, encendía una pequeña lámpara con plafón de tela y leía. La
tarde vencía y solo el hambre le devolvía de su ensimismamiento. Regresaba a la
cocina y tomaba de la despensa alguna lata al azar –todas eran sosias para él- que
abría y calentaba al fuego en un pequeño cazo sin comprobar siquiera su
contenido. Comía, lentamente, como si no le importase el tiempo que pudiera
transcurrir desde la primera cucharada hasta la última. Nunca había postre,
solo otro vaso de agua que le ayudaba con la deglución. Después recogía la
vajilla, la depositaba en el fregadero y la lavaba con esmero hasta asegurarse
de que estaba impoluta, tal y como la había cogido. Se dirigía al cuarto de
baño, donde se lavaba lo dientes casi con violencia haciéndose, en ocasiones,
sangre en las encías. Se dirigía al dormitorio y se desnudaba, quedándose en
calzoncillos, con los calcetines todavía puestos para no coger frío. Se
colocaba el pijama que tenía perfectamente doblado en la cómoda frente a la mesilla
de noche, deshacía la cama echando para atrás la colcha de punto que había
heredado de su abuela y se metía dentro arropándose hasta la barbilla, pero con
los brazos fuera para poder apagar la luz. Solo entonces cerraba los ojos y
entonces soñaba. El gris desaparecía, los colores invadían su mente, azules,
rojos, verdes, amarillos, negros y blancos, todos sin excepción pasaban por
delante de sus ojos en forma de cielo, horizonte, campo, sol, noche y alma.
Sonreía, ya había caído en el mundo de los sueños.
Fotografía: Guadalupe Gómez Salas
Plasencia a 1 de febrero
de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.