Los silencios (vi)



Este es el cuarto y último de los pasajes narrativos de Kräpelin sobre el silencio. Narra lo acontecido a la pareja 4 durante los ensayos clínicos que llevaron a cabo con ellos el doctor Emil Kräpelin y su equipo. Como habrá podido comprobarse, los relatos no seguían el orden establecido por el propio Kräpelin en la selección de los candidatos. Esta pareja, tal vez intencionadamente, fue puesta a prueba por Kräpelin en último lugar con la esperanza de obtener resultados distintos a los que las parejas anteriores habían producido. Es algo temerario pensar que Kräpelin, con su rigor científico, presupusiese un resultado para alguna de sus pruebas, sin embargo, todo parece indicar que así fue. La pareja estaba formaba por G y H, letras iniciales de sus nombres o, sencillamente, las que alfabéticamente correspondían a la pareja 4 siguiendo el orden sucesivo de los miembros elegidos para los ensayos, tal y como se ha presupuesto.
Leyendo el relato de Emil Kräpelin uno tiene la sensación de que tuviese alguna esperanza en que para esta pareja las cosas discurriesen de modo distinto. Hasta ese momento, las pruebas realizadas a las anteriores parejas habían terminado indefectiblemente con la separación de los miembros. Emil indica en el apéndice del trabajo que ordenó que se hiciese un seguimiento de la evolución de cada miembro de las parejas con las que trabajó. Sin embargo, nada se indica acerca de estos estudios y no nos atrevemos, por ahora, a indagar más en estas circunstancias, sin lugar a dudas interesantes para las conclusiones de la investigación, aunque, como el propio Kräpelin indica, no determinantes para el estudio sobre el silencio que estaba desarrollando.
Como viene siendo costumbre con los relatos de Kräpelin comienza el mismo con una sucinta descripción de la relación que la pareja tenía permitida dentro del experimento que estaba llevando a cabo y que sirve de introducción al texto en el que realmente se ofrece lo que aconteció. El final de este relato no parece que pueda considerarse como el final de los estudios de Kräpelin, antes bien, es más que posible que existan otros textos en los que Kräpelin extraiga las conclusiones pertinentes, más allá de lo que aquí se ha descubierto. Por desgracia, no se dispone actualmente de esa información, aunque en la investigación que se está llevando a cabo sobre la figura de Kräpelin tenemos la esperanza de localizar algún documento más y poder sacarlo a la luz.

Pareja 4.- Solo y exclusivamente podían hablarse diariamente, pero en ningún caso verse ni tener ningún tipo de contacto físico.

La habitación estaba sobriamente amueblada. Resultaba fría: Tan solo una única silla de madera de pino con respaldo acolchado, no así el asiento -lo cual llamó poderosamente la atención de G, que era, por naturaleza, muy observador-, colocada frente a una pared en la que resaltaba una tabla pintada de color negro, colgada a modo de anaquel, aunque sin libros, y situada a la altura de un escritorio corriente, a pesar de que, por lo reducido de su tamaño, habría sido prácticamente imposible escribir en ella. Justo encima de este estante había un minúsculo agujero tapado con lo que parecía una suerte de papel para cocinar. Por ahí escuchó por primera vez la voz de H. Al principio le resultó extraña, irreconocible, aunque había algo en su timbre que le resultaba sumamente familiar. Enseguida la reconoció. Era la voz de su mujer, pero deformada levemente, tamizada por el papel que tapaba el agujero de la pared. Inmediatamente se sentó a la silla conservando su posición y la saludó efusivamente. Se notaba en su voz que estaba feliz. Apoyó los antebrazos en la tabla e iniciaron una larga conversación. No tenían limitación de tiempo para su coloquio y, el primer día, asombrosamente y contra lo que pudiera parecer, estuvieron hablando largo y tendido, a pesar de que hacía menos de 24 horas que habían estado juntos en su casa y que habían tenido la oportunidad de despedirse efusiva y profusamente para todo el tiempo que durase el experimento que, para los miembros de las parejas, era en todos los casos desconocido.

En su primer encuentro verbal no trataron la cuestión, aparentemente sin importancia, del régimen de conversaciones. Es decir, no concretaron cuándo, a lo largo del día, podrían conversar. No era esta una cuestión baladí porque al día siguiente cuando G indicó a alguno de los colaboradores de Kräpelin que quería hablar con H, se encontró con que no fue posible. Recibió una respuesta poco convincente para él por parte de uno de los ayudantes del doctor en la que le indicaba que H no hablaría con él en ese momento. Tras alguna que otra tentativa fallida, consiguieron finalmente hablar dos días después. Había cierta tensión, pero se resolvió inmediatamente en cuanto acordaron cómo actuarían de ahí en adelante. Pactaron una hora concreta diaria en la que se encontrarían, separados por una pared con una agujero tapado con papel, para hablar. Decidieron que si uno de los dos no asistía un día a la reunión, el otro haría todo lo posible por no tenerlo en cuenta, a pesar de las complicaciones sentimentales que ello pudiera conllevar: en el silencio el peligro es la propia mente. Siempre tendrían el día siguiente para explicarse lo que hubiera podido acontecer. Estipularon que no habría reproches y que siempre intentarían primeramente dar las explicaciones que la otra parte pidiese sin que se estuviese poniendo en duda su recíproco amor o su compromiso con la relación. Esta conversación fue breve en realidad, aunque intensa. No se contaron nada de lo mucho o poco que pudiera haberles pasado en los dos días durante los que no habían logrado hablar. En realidad, ni siquiera aclararon los motivos por los que uno y otro no habían tenido esa disponibilidad para conversar. Al llegar a la casa, ambos reflexionaron sobre este extremo precisamente y decidieron que al día siguiente le pedirían a su pareja una explicación. Procurarían hacerlo sin dejar entrever connotaciones acusatorias acerca de lo que le había impedido al otro acudir a la cita solicitada por el uno. Así fue, al día siguiente ambos quisieron saber por qué no había acudido el otro a la solicitud que le había hecho para hablar. H dijo que había estado trabajando hasta tarde y cuando fue, que así lo hizo, G ya se había marchado. Algo parecido ocurrió a la inversa. Ambos sonrieron porque comprobaron que no habían querido ocultar nada, ni nada inconfesable había ocurrido. Rieron un buen rato. H dijo que tenía que marcharse, G preguntó adónde. H no contestó, pero G insistió. No se veían las caras, no sabían qué muecas mostraban sus rostros. Solo oían sus voces y a duras penas identificaban el tono. En los pocos días que llevaban conversando comprobaron la importancia de ser cuidadoso con las palabras utilizadas y, especialmente, con los silencios que repentinamente surgían. A ambos les resultaba curioso que ellos, precisamente ellos, que tenían la posibilidad de hablar todo lo que quisiesen, estuviesen sufriendo las consecuencias de unos silencios no impuestos.


Llegaron a estar más de un mes sin hablar. Hubo días en los que ninguno de los dos acudió a la cita. Lo más habitual, sin embargo, era que alguno fuese y, al comprobar cómo el otro no estaba, desistiese de acudir al día siguiente, cuando el que había faltado anteriormente, arrepentido, preocupado o inseguro, decidía ir a ver si podían hablar. Al final, más por una cuestión de suerte –estadística si lo viésemos con rigor-, terminaron por coincidir. Fue un encuentro extraño, ambos tuvieron la sensación de que el otro estaba distante solo con escucharle el saludo. Tras él, un silencio llenó el vacío que se había apoderado de sus almas, el silencio prosiguió hasta que ambos se levantaron y se marcharon, sin mediar palabra.


Fotografía: www.gabiruu-bulimia.blogspot.com.es

Mérida a 25 de enero de 2015.

Rubén Cabecera Soriano.

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