La hipocresía mueve el
mundo.
Buenos días Juan. Buenos días don Antonio.
Acaba de pasar el jefe. El habitual saludo recíproco matutino se ha repetido,
como es costumbre, siguiendo los patrones habituales. El jefe se adelanta a
saludar al empleado. El empleado responde amablemente. Se llevan viendo desde
hace más de quince años y aunque apenas se conocen, se saludan cada día,
laborable, claro está. Juan no le soporta, hace unos diez años recibió una
terrible reprimenda que, a su lógico parecer era inmerecida y aún sigue
esperando que le pida perdón. Desde entonces no puede verle ni en pintura, de
puertas para afuera, por supuesto. Desde la silla de su oficina todos son caras
amables y asentimiento, pero en el bar con sus amigos o, mejor, en casa con su
mujer, toda esa cortesía se torna en insultos e injurias que, desde la
distancia, servirían para humillarle hasta hundirle. ¿Qué narices es eso de “don” Antonio?; ¿Quién se cree que es este
metomentodo?; Si no es más que un niño de papá venido a más por la fortuna
familiar; No tiene ni idea de cómo llevar la empresa; Si no fuese por mí…;
Vamos, estaría arruinado; Seguro. Su mujer, durante la cena, le mira
comprensiva. Su amigos, en la barra del bar, le ríen las gracias y asienten
comprensivos. Don Antonio, por su parte, cuando llega a casa, frente a su
mujer, durante la cena, comienza a echar pestes de Juan. Este tío es insoportable; Hay que repetirle las cosas cien veces para
que las haga bien; No entiendo cómo le aguanto; Debería despedirle; Siempre
digo lo mismo, lo sé y nunca lo hago; Pero mañana, mañana, veremos. En el
bar, con sus amigos, la historia se repite. A la mañana siguiente repetirán los
buenos días.
¿Cómo sigue su familia?; Hace mucho tiempo que no veo a su padre; ¿Se
encuentra bien su mujer? Sí, muy bien gracias; Y ustedes, ¿cómo andan? Acaban de encontrarse por la calle. Se han cruzado, pero, en lugar de
seguir sus caminos indiferentemente, apurando el ritmo o mirando al lado
contrario de la calle con disimulo, simulando ver algo en un escaparate mal
iluminado, se paran. Se saludan. Se dan la mano. Se desean salud y un feliz año
nuevo. No se soportan. El padre del primero arruinó al abuelo del segundo hace
ya algún tiempo, pero son vecinos y se deben esa salutación que a ambos se les
atraganta, pero que, haciendo de tripas corazón, sacan adelante lo más
dignamente posible sin insultarse, ni reprocharle el uno al otro el
comportamiento de sus ancestros y, en última medida, evitando llegar a las
manos, que, más que posiblemente es lo que les apetecería si no conservasen
cierto pudor y algo de respeto por ellos mismos. En realidad y seguramente se
trate de un Qué dirán al que tendrían
que enfrentarse en el caso de iniciar una suerte de contienda con los puños.
La cena está exquisita; Una delicia, la verdad. ¿Sí?, muchas gracias;
Es un placer tenerte aquí con nosotros. El placer es mío, faltaría más. Un año más toda la familia se encuentra en la fecha señalada. Es un
pequeño precio a pagar, pero que puede llegar a suponer un alto coste. Son unas
horas terribles que tardan siglos en pasar, pero es un suplicio que debe
superarse una y otra vez. No soporto a tu
madre, es la primera frase que recibe la mujer cuando llegan a casa tras la
copiosa cena. Sabe perfectamente que no
me gustan los huevos y todos los años, todos, sin excepción, pone huevos
rellenos y encima a mí me sirve siempre un segundo plato con lo mismo; ¿Y tu
hermano?; Permíteme que te diga que es un cabrón de cuidado; Por si a tu madre
se le olvida, que no es habitual, ahí está él para recordárselo; “Échale algo
más, mamá, parece que se ha quedado con hambre”; Será… La mujer intenta
calmarle, Vamos, vamos no seas así. Que
no sea así; ¿Pero es que tú no lo ves?; Al año que viene no pienso ir. Al
año que viene irá nuevamente, como cada año.
Señor Presidente, le reitero mi máximo agradecimiento en nombre de
quienes represento y en el mío propio por la encomiable labor que está
ejerciendo; De no ser por su gestión, ahora mismo estaríamos sufriendo las
terribles consecuencias que una circunstancia de esa envergadura habría
provocado. No merezco ese agradecimiento; Me limito a hacer mi trabajo lo mejor
que puedo gracias a mi equipo; Son ellos quienes realmente merecen las gracias. En cuanto suelta el maletín en su despacho y la secretaria entra a
dar cuenta de las llamadas del día, se desahoga, Menudo fantoche, es un gilipollas prepotente; No sé cómo le aguantamos;
No sé cómo le elegimos Secretario General; No sé cómo coño le votó la gente; No
le conocen lo más mínimo; Si le conocieran, si vieran qué hay tras esa carita
de niño inocente que no ha roto un plato en su vida…; Vaya estúpido; Creo que ni en su casa le tragan. La
secretaria asiente respetuosamente y se mantiene a la espera de que el Ministro
termine su perorata para leerle la agenda del resto del día. Ya le consolarán a
ella sus amigas a la hora de comer, que buena falta le hará. El presidente, por
su parte, durante su vuelta al edificio de Presidencia le comenta a su Jefe de
Gabinete, Vaya majadero de mierda;
Recuérdame por qué le mantengo como Ministro; No, mejor aún, dime por qué
narices lo elegí; Es que…, le has visto, ¿verdad?; Buscando siempre la
confrontación por muy buenas palabras que pronuncie; ¿A qué viene eso de “mis
representados”?; No tiene otra cosa que hacer que buscarme las cosquillas; Pues
como siga así, las va a encontrar y entonces veremos; Veremos quién se sale con
la suya; Menudo lerdo. El Jefe de Gabinete sonríe, cauto, pero sonríe. Si
él pudiera hablar...
Toda esta hipocresía
mueve el mundo y estos no son más que ejemplos menores, casi divertidos. No se
analizan los comportamientos de las corporaciones, de los gobiernos, de las
empresas, capaces de vender una cara amable y explotar a los desfavorecidos
(haciendo un extremadamente buen uso de la tan citada hipocresía). Pero, ¿acaso
no es una suerte que exista? El panorama contrario sería, seguramente,
desolador: Nos cruzaríamos hostias en lugar de saludos al pasear por la calle.
No pararíamos ni un instante a darnos los buenos días. ¿Qué pasaría con los
profesores, los médicos, los funcionarios, todas las personas que atienden, en
el desempeño de su trabajo, al público? Ya tienen que pagar habitualmente la
falta de respeto de muchos, pero sin ese punto de hipocresía necesaria,
¿podrían siquiera finalizar una jornada laboral? Ni quiero imaginarme cómo se
desarrollaría un juicio. Seguramente el juez debería mandar encarcelar, no solo
a los juzgados, sino a todos los abogados y no me refiero solo a los de la
parte demandada. Ahora bien, podría encontrarse con que, al dar la orden, el
alguacil le mandase directamente a la mierda. Viviríamos sumidos en una suerte
de anarquía en la que solo sobreviviría el más fuerte o el más astuto. Y
seguramente este ejemplo podríamos hacerlo extensible a cualquier ámbito de
nuestra vida cotidiana. Tendríamos una sociedad en la que la convivencia se
haría imposible, casi por definición, si solo existiese la sinceridad en las
relaciones o en los sentimientos. Nuestra sociedad se disolvería en una
amalgama de luchas, peleas, broncas, etc. que la harían insostenible. No creo
que nadie pueda presumir de no haberse comportado nunca, en mayor o menor
medida, hipócritamente, de no haberse puesto en alguna ocasión la máscara del
idiota hipócrita que sonríe cuando le gustaría gritar, por más que reneguemos
de ese comportamiento e intentemos huir de él. Seguramente por una cuestión de
principios, esos mismos principios que nos hacen ser hipócritas. La hipocresía
es un vicio que se cura con la integridad, pero la dosis exacta de esta
rectitud no es fácil de prescribir.
Ahora bien, esta
hipocresía, esta falsedad y, como consecuencia la ausencia de una sinceridad
total con relación a los sentimientos que se experimentan y expresan, conlleva
aparejado un pequeño problema. Cómo saber si lo que nos dicen es sincero o
sencillamente es fingimiento, cómo determinar si nuestro interlocutor nos
miente o, sencillamente está introduciendo una pequeña dosis, más o menos
sutil, de esa hipocresía que, en definitiva, nos permite seguir conviviendo con
él, viviendo en una sociedad que está estructurada en torno a estas pequeñas
dosis de simulación, de engaño o de apariencia. Este es, en ocasiones un
difícil equilibrio a encontrar. ¿Se puede vivir con esa duda? Sí se puede, en
realidad se vive con esa duda, no queda más remedio. La suerte es que existen
otros sentimientos que nos permiten contrarrestar esa ficción que la hipocresía
lleva implícita. Habrá que hacer el esfuerzo de descubrirlos. La hipocresía es
un eufemismo de la verdad, aunque a veces la consideremos necesaria para evitar
un mal mayor. A pesar de ello, y si me lo permiten, huyamos de ella por mucho
que cueste.
Fotografía: definicion.mx
Mérida a 4 de enero de
2015.
Rubén Cabecera
Soriano.