Reconozco que este
año se me han adelantado. Así que no habrá cuento navideño (de eso que nos
libramos). Ya lo han hecho otros por mí. En forma de carta. Es este un
reconocimiento vano y vago que tiene poca utilidad, más allá de una simple
queja con un alcance muy reducido. Mucho más del que uno debería aspirar a
tener, sobre todo si quien te adelanta es una empresa que vende millones de
muebles por todo el mundo y que tiene unas redes publicitarias que alcanzan a
otros tantos millones, no como yo, con mi modesto blog, que aspira a servir de
desahogo personal y a compartir unas letras con unos pocos y sufridos lectores.
Pues bien, esta
empresa ha comenzado a vender felicidad. Es algo que ya vienen haciendo otras
compañías de postín que anegan nuestras sobremesas (y ahora también nuestras
informáticas redes sociales) en ciertas épocas del año con mensajes entrañables
y conmovedores que nada tienen que ver con lo que venden (recuérdese cierta
bebida enlatada que tiene como color el rojo más característicamente navideño),
pero en los que se reconoce manifiestamente su mano, especialmente al final del
mensaje, mejor dicho, anuncio. En cierto modo este es el poder y la magia del
márquetin (no he podido vencer la tentación de escribir así el archiconocido
vocablo “marketing”, reconocido, por cierto, por la RAE, aunque bien podría
haber usado la palabra mercadotecnia, aunque se me antojaba algo más rebuscada)
de aquellas empresas que ya no necesitan mostrar lo que venden y que pueden
permitirse el “lujo” de vender otro mensaje para que recordemos su marca.
Ese mensaje vendido
es la felicidad: “Mi marca vende
felicidad”, aunque realmente se anuncie como “Mi marca ofrece felicidad” y la palabra “marca” esté escrita tan
pequeña que casi se convierte en ilegible y pasa desapercibida para quien
recibe el mensaje, pero está ahí, siempre ahí, presente para que no la
olvidemos. Para eso han pagado mucho dinero a expertos publicistas y psicólogos
y se han hecho cientos de entrevistas que se han convertido en extenuantes
estudios estadísticos que reflejan lo que la sociedad demanda en un determinado
momento para poder dárselo, casi sin que se dé cuenta, eso sí, de que lo han recibido.
Y a pesar de ello hay que agradecérselo porque no está de más que nos recuerden
de vez en cuando que hay ciertos valores que conviene mantener vivos en
nuestras mentes: felicidad, ilusión, amor, estima, etcétera. Yo, por mi parte,
conservo la esperanza de que estos recordatorios de perfil publicitario,
promocional y casi propagandístico no terminen por banalizar en exceso estos
valiosísimos valores de carácter humano.
Bien, pues ya lo ha
recibido usted: El mensaje, ¡claro!, que no la felicidad, a pesar de que sea la
felicidad precisamente lo que “ofrecen”; y yo me pregunto ¿no sería esto un
ejemplo de publicidad engañosa? La respuesta es clara: Hay cosas que no es
posible vender, y la felicidad es una de ellas, por mucho que se empeñen en lo
contrario e incluso logren engañarnos y caigamos en la trampa de beber ciertos
líquidos o montar ciertos muebles para procurarnos mayores dosis (o, en su
defecto, solo alguna dosis) de felicidad. Sin embargo, es más que probable que
consigamos que otros sean tristemente más felices porque reciban ingentes
emolumentos gracias a nuestras compras y que sean precisamente esas cantidades
desorbitadas de “dineros” las que les aporten algo parecido a la felicidad.
Esta sí es la felicidad vendida, falsa felicidad la que les proporciona el
intercambio de los bienes o servicios que venden por dinero. Seamos sinceros,
el dinero, hoy en día, sirve para conseguirlo todo, pero ese todo solo engloba
lo material. Lo inmaterial, lo espiritual, los sentimientos, no los pueden
cambiar las monedas por mucho que estas sean de oro de tantos o cuantos quilates,
y por mucho que haya quienes se empeñen en procurar demostrar lo contrario.
Ayudará, eso es innegable a conseguir estabilidad, tranquilidad, permitirá
sufragar gastos más o menos necesarios y, sobre todo, caprichos, pero dar
felicidad. Me temo que no. Puede que efímeramente se encuentre algo de
satisfacción, aun así, será de carácter pasajera. Y, ¡cuidado!, no quiero dar a
entender que la felicidad, si se llegase a alcanzar, tenga cualidad permanente,
antes bien, tiende a ser puntual, ocasional y en ocasiones (tal vez cuando más
se disfruta de ella) inesperada.
Interpreto todo
esto como una oda a un consumismo que pareciera capaz de procurarnos la
felicidad y, sin embargo, aquí me aprovecho precisamente del mensaje que lanzan
estas grandes compañías y lo extraigo para que no caigamos en la trampa,
mostrándolo abiertamente, sin tapujos, con toda la pureza que intrínsecamente
contiene, sin envolverlo entre productos de marcas conocidas: La felicidad no
se vende; se trabaja, se persigue, se lucha y se obtiene. Para conseguir la
felicidad hacen falta muchas cosas, pero es seguro que se no requiere un mueble
en el que apoyar una lata de refresco.
Fotografía: www.escriturascreativas.bligoo.com.co
Mérida a 25 de diciembre de 2012 y Plasencia a
27 de diciembre de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.