Incultura.



Como cada día, se acercaba a la biblioteca para estudiar. Como cada día, tenía que convencer a los trabajadores del registro para que le dieran un pase especial que le facilitase el acceso al interior donde se encontraba el almacén con los libros descartados y pendientes de evaluar, pero no siempre lo conseguía, no siempre le dejaban entrar, aunque él, incansable, lo intentaba una y otra vez. A veces, en el mismo día hacía varias tentativas, esperando que el cambio de turno confundiese a los trabadores y pudiese obtener así su preciado pase. Incluso en alguna ocasión se había colado, pasando el control de seguridad aprovechando despistes de los custodios y aunque siempre terminaron pillándole infraganti, eran tantas las veces que le habían visto los Guardias de Control Cultural, así se llamaban, que le soltaban, no sin antes dedicarle una dura reprimenda, pero prestándole escasa importancia a su gravísima infracción, tal y como se tipificaba en la vigente Ley de i-Cultura, cuyo nombre pretendía hace un guiño a las tecnologías informáticas, pero que la chanza popular convirtió enseguida en la Ley de Incultura.

Le encantaba leer libros, sin embargo comprobaba cómo cada vez había menos o cómo, en numerosas ocasiones, no le dejaban elegir los que quería y tenía que conformarse con aquellos que le seleccionaban, cuando tenía la fortuna de conseguir acceder a la biblioteca. En esas circunstancias, no perdía la oportunidad de leerlos, con más interés si cabe, pero conservando un gran espíritu crítico, a pesar de que intuía que el contenido podía estar excesivamente manipulado y orientado a un fin que aún no alcanzaba a determinar, aunque se dejaba entrever. Era el único de su familia que había tenido la posibilidad de estudiar, todos los demás tenían un trabajo más o menos estable en el que pasaban la mayor parte del día, una suerte de hogar en el que dormir y pases gratuitos, subvencionados por el estado, para ver espectáculos deportivos todos los fines de semana, incluso en alguna que otra ocasión, y siempre con el beneplácito del supervisor laboral de turno, algún que otro día de diario. Eran felices. Aparentemente felices. Eso era lo que querían que sintiesen, una complacencia por lo que tenían que les permitía tener una estabilidad deseable por cualquiera en los tiempos que corrían. Él, por su parte, no sentía esa sensación de absurda y vaga felicidad. Conocía a muchos más que compartían con él el interés por los libros que cada día se hacía más extensivo a otras artes, a la cultura en general, sin la manipulación que mediaba por parte del estado en la que se pretendía asemejar ciertas actividades que atraían a las masas con los verdaderos contenidos culturales. Curiosamente la Ley de i-Cultura buscaba, y así lo consiguió, penalizar el consumo de las artes y letras con gravámenes imposibles de soportar por la mayor parte de la población, justificando estas acciones por el supuesto mal que dichas manifestaciones causaba en la sociedad. Era el fin de la cultura y el inicio del reinado de la incultura. Ninguno de sus amigos creía en esta pantomima, pero la población, en términos generales, a fuerza de recibir desinformación sistemáticamente por parte de los medios de comunicación, controlados por el estado que les proporcionaba emolumentos para subsistir, había caído en la trampa y huía de la cultura, a pesar del esfuerzo de algunos grupos paraculturales que intentaban suavizar la mala fama que les estaban atribuyendo desde las altas esferas. Se trataba de una lucha desigual. La persecución de aquellos que se dedicaban a la cultura era atroz. Las cárceles comenzaron a llenarse de pensadores, pintores, escritores, escultores y actores. A pesar de ello, el Estado mantenía un moderado nivel cultural de perfil bajo y con contenidos previamente censurados para el pueblo que permitía acallar las voces, levemente críticas, que osaban alzarse desde los núcleos duros y radicales, así los tildaban, de la sociedad civil.

Había averiguado, gracias a referencias localizadas en ciertos libros que pudo consultar y que habían escapado, por descuido, de la vigilancia de la Guardia de Control Cultural, que existía una élite, claramente separada de la sociedad, que tenía un acceso directo y libre a la cultura y especialmente a la literatura pudiendo leer cualquier cosa y recibiendo formación profunda acerca de temas totalmente prohibidos para el resto de la población. Estos afortunados pertenecían a las clases más poderosas, a los más adinerados y a los miembros de los dos partidos políticos que venía gobernando desde hacía décadas en una sospechosa alternancia que, según ellos preconizaban, ponía de manifiesto la salud de la democracia. Todos juntos se constituían como un grupo social privilegiado al que se le inculcaban unos valores que fomentaban su propia exclusividad y que les convertía en adalides de las próximas generaciones que lucharían por preservar su estatus y conservar las diferencias entre las clases. Solo un grupo muy reducido de personas de entre las clases más bajas tenía acceso a la cultura, de forma restringida, claro está. Tal vez los legisladores, a instancias de los gobernantes, pensaron que si dejaban a unos pocos estudiar las manifestaciones artísticas, conocer la historia y estudiar las ciencias podrían acallar las posibles revueltas que preveían podrían acontecer. En eso acertaron. Fue grande el esfuerzo comunicativo que tuvieron que hacer gastando grandes sumas de dinero en publicitar el acceso a la formación que se estaba facilitando a las clases más desfavorecidas en el ánimo de “Permitir el acceso a la cultura a todos”, teniendo en cuenta que su máxima prioridad, ya conseguida, había sido eliminar la clase media. Además, en el pensamiento de los gobernantes se había fijado claramente la idea de censurar todo aquello a lo que se les permitiera acceder, de forma que, en modo alguno, esta circunstancia pudiera suponer un problema para el desigual equilibrio social que habían constituido. Se equivocaron. La información, la cultura, las artes estaban en la naturaleza del ser humano, forman parte de él, indisoluble a su propia existencia. Esta circunstancia no fue tenida en cuenta por los gobernantes y, a pesar de que hicieron todo lo posible por erradicarla y que las pequeñas dosis que suministraban estaban sumamente controladas, no fueron capaces de suprimir este germen incrustado en la sociedad. Incluso en los más desfavorecidos. El daño que habían causado era grande. Eso es indiscutible, pero no fueron capaces de suprimir esa inquietud por saber, por conocer, justo la misma inquietud que ellos mismos no quisieron suprimir para los suyos porque sabían que era la llave para dominar, la clave para conservar el poder. La realidad es que ni siquiera ellos mismos se atrevieron a exterminar la cultura. Sabían que eso les llevaría a su propio fin.




Fotografía: www. minutouno.com.


Mérida a 21 de diciembre de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.