Los silencios (v)



Este es el tercero de los pasajes narrativos de Kräpelin sobre el silencio. En él relata lo que le sucedió a la pareja 1, formada por A y B. El texto, al igual que en las dos ocasiones anteriores, viene precedido por una breve introducción descriptiva de las características de la pareja. Kräpelin escudriña en este texto en lo más profundo de los corazones de A y B, pero de una forma un tanto singular. Lo hace desde el punto de vista de uno de ellos, dejando al lector libertad para decidir sobre el otro, puesto que, como se indicó anteriormente y el propio Kräpelin advierte, se trata de un contexto que ofrece similitudes con la pareja 3, pero que sin embargo, aunque realmente no sorprendiese a Kräpelin, se trata de una pareja que fue incapaz de sobrellevar la situación durante demasiado tiempo. El propio Kräpelin se encargará de analizar pormenorizadamente las circunstancias que, a su parecer, provocaron el temprano desenlace, pero no será en este relato donde lo resuelva -acertadamente en nuestra opinión- desde un punto de vista científico, sino en sus ensayos psiquiátricos entre los que se encontraba esta historia. En ella se limita a narrar los acontecimientos desde un punto de vista literario.

Pareja 1.- Solo podían verse en periodos discontinuos de tiempo, sin que mediase entre ellos palabra o sonido alguno. El régimen de encuentros que se estableció para dicha pareja fue de una visita semanal durante todo el ciclo del experimento. Durante esa visita estaba permitido cualquier tipo de contacto físico.

A siempre había sido muy pizpireta. Eso había enamorado a B. Lo tenía muy claro y era consciente de ello. Le había sorprendido lo hermosa que era, sí, eso era cierto, pero como él mismo decía a sus amigos en ciertas ocasiones, Mujeres hermosas hay muchas, pero como ella ninguna. En realidad, los motivos que provocaron el enamoramiento fueron, como ocurre normalmente, insólitos, desconocidos, indescriptibles y, por descontado, inexplicables.

B se disponía a realizar su tercera visita semanal a A en las dependencias del hospital psiquiátrico que habían sido habilitadas para sus encuentros. A pesar de que el lugar no le resultaba especialmente agradable, y no solo por el contexto, reconocía que habían hecho un gran esfuerzo por “domesticarlo” y este era el pensamiento que le corría por la mente cuando llegó a la habitación donde en las dos ocasiones anteriores había estado junto a A. La puerta estaba pintada de un color amarillo chillón que la diferenciaba perfectamente del resto de puertas del largo y oscuro pasillo que daba acceso a un sinnúmero de estancias, todas ellas con puertas de color blanco. La luz de una de las bombillas parpadeaba sin cesar. A B no le gustaba lo más mínimo nada de aquello, pero habían consentido participar en el experimento por cuestiones económicas. Lo necesitaban. Así lo hablaron él y A, y decidieron iniciar este ensayo clínico –esta era la denominación que le habían dado en las entrevistas que fueron realizándoles- tras superar las pruebas de selección. Debían separarse y comenzar a vivir en casas separadas. A él le tocó en suerte un apartamento en las afueras de la ciudad, mientras que A permaneció en su casa. Has tenido suerte, fueron las últimas palabras que B le dijo a su mujer, ella asintió sonriente.

A B le resultó extraño en su primera visita que nadie los recibiese ni los acompañase. Sencillamente le llegaron unas instrucciones escritas justo al sexto día de dejar de vivir junto a A. En esas instrucciones, además de una explicación detallada y escrupulosa de las condiciones que debía cumplir en el experimento, se le apuntaba que debía personarse en el hospital y entregar dicha carta en la recepción del mismo, donde le indicarían cómo llegar a su cubículo. “Cubículo”, esa era la palabra que estaba escrita en la misiva que recibió y que a B le resultó sumamente inquietante. Posteriormente resultó que, en realidad, no se trataba de un cubículo como tal, y que las connotaciones peyorativas que B le imaginó no fueron sino prejuicios suyos, aunque incitados, pensaba B, por la terminología más o menos científica que habían utilizado, que, a pesar de lo poco que conocía al doctor Kräpelin, estaba seguro de que procedía de él.

Ahora B conocía perfectamente el camino. Saludó al entrar a las dos enfermeras que estaban tras la mesa del vestíbulo principal y se encaminó a su “cubículo”. Suponía que le tocaría esperar la llegada de A como en las dos anteriores ocasiones. En la primera visita la espera le resultó sumamente angustiosa porque no sabía de su mujer desde hacía una semana –este era el régimen de encuentros y silencio que se había establecido para ellos- y no tenía nadie a quien preguntar. Además, las instrucciones que él habían recibido solo hacían referencia a sus condiciones específicas como parte del ensayo, pero nada decían de lo que A debía hacer, con lo que B desconocía que estaba previsto para todos los encuentros A llegase después. En cuanto la vio entrar se abalanzó sobre ella, comiéndola, literalmente, a besos en silencio. Algo parecido ocurrió en su segundo encuentro una semana después. En este tercer encuentro B daba por supuesto que tendría que esperar la llegada de A. Así pues se sentó en el mullido sofá que ocupaba gran parte de la estancia y que había sido utilizado como alcoba en las dos anteriores ocasiones y se dispuso a esperar. Había llevado una serie de documentos del trabajo que se puso a ordenar en la esperanza de que el tiempo se le pasase más rápidamente. El reloj que colgaba de la pared anunciaba el transcurrir de los segundos con el cliqueo de las manillas. Transcurrieron dos horas y comenzó a impacientarse. No recordaba exactamente cuánto estuvo esperando en las anteriores ocasiones, pero no era consciente de que hubiese sido tanto tiempo. A la tercer ahora B caminaba de una pared a otra en la habitación esquivando el escaso mobiliario que la decoraba. Comenzó a sentir un sudor frío por todo su cuerpo que le impedía tranquilizarse. Se asomó en varias ocasiones al pasillo por donde A debía venir. Nadie lo recorría excepto alguna que otra enfermera y lo que él supuso eran enfermos, pero ni rastro de A. A pesar de que las instrucciones eran expeditivas en ese sentido y prohibían salir de la habitación, decidió bajar a la recepción a informarse. Preguntaría a las señoritas que estaban tras el mostrador, aunque no sabía bien qué; seguramente debía preguntar por Kräpelin. Abajo no le dieron información alguna, se limitaron a pedirle la carta de la cita y a pedirle que cumpliera lo que en ella estaba escrito, así pues, le invitaron a regresar a su habitación. B obedeció desairado y ofuscado. Casi echaba de menos la angustia que sintió en la primera visita. Ahora la inquietud se cernía oscura sobre su mente. Comenzó a arrepentirse de haberse embarcado en semejante estupidez. El tiempo pasaba y nadie llegaba. Comenzó a sentirse realmente preocupado; por su mente comenzaron a pasar todo tipo de sucesos y acontecimientos que podían haberle ocurrido a A; se le saltaron las lágrimas. Llegó un momento en que casi le daba igual que fuese la propia A la que apareciese. Necesitaba que alguien le informase, al menos que le dijesen que A, que su mujer, estaba bien. Eso, eso es lo que debía hacer, bajar y preguntar si al menos podían aclararle qué le había podido pasar a A. Se encaminó enfadado de nuevo a la planta baja para interrogar a las enfermera cuando vio aparecer por el pasillo al mismísimo doctor Kräpelin acompañado de su séquito. Esta es mi oportunidad, se dijo a sí mismo. No pensó ni por un momento que el doctor Kräpelin iba precisamente en su busca. B aceleró el paso hasta llegar a Kräpelin y se paró frente a él lanzándole una mirada amenazante, pero sin que pudiese iniciar sus reclamaciones y protestas, Kräpelin se adelantó y tomó la palabra, lo único que le dijo fue: A no va a venir.




Fotografía: www.dagaborras.wordpress.com



Mérida a 7 de diciembre de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.