Este es el tercero de
los pasajes narrativos de Kräpelin sobre el silencio. En él relata lo que le
sucedió a la pareja 1, formada por A y B. El texto, al igual que en las dos
ocasiones anteriores, viene precedido por una breve introducción descriptiva de
las características de la pareja. Kräpelin escudriña en este texto en lo más
profundo de los corazones de A y B, pero de una forma un tanto singular. Lo
hace desde el punto de vista de uno de ellos, dejando al lector libertad para
decidir sobre el otro, puesto que, como se indicó anteriormente y el propio Kräpelin
advierte, se trata de un contexto que ofrece similitudes con la pareja 3, pero
que sin embargo, aunque realmente no sorprendiese a Kräpelin, se trata de una
pareja que fue incapaz de sobrellevar la situación durante demasiado tiempo. El
propio Kräpelin se encargará de analizar pormenorizadamente las circunstancias
que, a su parecer, provocaron el temprano desenlace, pero no será en este relato
donde lo resuelva -acertadamente en nuestra opinión- desde un punto de vista
científico, sino en sus ensayos psiquiátricos entre los que se encontraba esta
historia. En ella se limita a narrar los acontecimientos desde un punto de
vista literario.
Pareja 1.- Solo podían verse en periodos discontinuos
de tiempo, sin que mediase entre ellos palabra o sonido alguno. El régimen de
encuentros que se estableció para dicha pareja fue de una visita semanal
durante todo el ciclo del experimento. Durante esa visita estaba permitido
cualquier tipo de contacto físico.
A siempre había sido
muy pizpireta. Eso había enamorado a B. Lo tenía muy claro y era consciente de
ello. Le había sorprendido lo hermosa que era, sí, eso era cierto, pero como él
mismo decía a sus amigos en ciertas ocasiones, Mujeres hermosas hay muchas, pero como ella ninguna. En realidad,
los motivos que provocaron el enamoramiento fueron, como ocurre normalmente,
insólitos, desconocidos, indescriptibles y, por descontado, inexplicables.
B se disponía a
realizar su tercera visita semanal a A en las dependencias del hospital
psiquiátrico que habían sido habilitadas para sus encuentros. A pesar de que el
lugar no le resultaba especialmente agradable, y no solo por el contexto,
reconocía que habían hecho un gran esfuerzo por “domesticarlo” y este era el pensamiento que le corría por la mente
cuando llegó a la habitación donde en las dos ocasiones anteriores había estado
junto a A. La puerta estaba pintada de un color amarillo chillón que la
diferenciaba perfectamente del resto de puertas del largo y oscuro pasillo que
daba acceso a un sinnúmero de estancias, todas ellas con puertas de color
blanco. La luz de una de las bombillas parpadeaba sin cesar. A B no le gustaba
lo más mínimo nada de aquello, pero habían consentido participar en el experimento
por cuestiones económicas. Lo necesitaban. Así lo hablaron él y A, y decidieron
iniciar este ensayo clínico –esta era la denominación que le habían dado en las
entrevistas que fueron realizándoles- tras superar las pruebas de selección.
Debían separarse y comenzar a vivir en casas separadas. A él le tocó en suerte
un apartamento en las afueras de la ciudad, mientras que A permaneció en su
casa. Has tenido suerte, fueron las
últimas palabras que B le dijo a su mujer, ella asintió sonriente.
A B le resultó extraño
en su primera visita que nadie los recibiese ni los acompañase. Sencillamente le
llegaron unas instrucciones escritas justo al sexto día de dejar de vivir junto
a A. En esas instrucciones, además de una explicación detallada y escrupulosa
de las condiciones que debía cumplir en el experimento, se le apuntaba que debía
personarse en el hospital y entregar dicha carta en la recepción del mismo,
donde le indicarían cómo llegar a su cubículo. “Cubículo”, esa era la palabra
que estaba escrita en la misiva que recibió y que a B le resultó sumamente
inquietante. Posteriormente resultó que, en realidad, no se trataba de un
cubículo como tal, y que las connotaciones peyorativas que B le imaginó no fueron
sino prejuicios suyos, aunque incitados, pensaba B, por la terminología más o
menos científica que habían utilizado, que, a pesar de lo poco que conocía al
doctor Kräpelin, estaba seguro de que procedía de él.
Ahora B conocía
perfectamente el camino. Saludó al entrar a las dos enfermeras que estaban tras
la mesa del vestíbulo principal y se encaminó a su “cubículo”. Suponía que le
tocaría esperar la llegada de A como en las dos anteriores ocasiones. En la
primera visita la espera le resultó sumamente angustiosa porque no sabía de su
mujer desde hacía una semana –este era el régimen de encuentros y silencio que
se había establecido para ellos- y no tenía nadie a quien preguntar. Además,
las instrucciones que él habían recibido solo hacían referencia a sus
condiciones específicas como parte del ensayo, pero nada decían de lo que A
debía hacer, con lo que B desconocía que estaba previsto para todos los
encuentros A llegase después. En cuanto la vio entrar se abalanzó sobre ella,
comiéndola, literalmente, a besos en silencio. Algo parecido ocurrió en su
segundo encuentro una semana después. En este tercer encuentro B daba por
supuesto que tendría que esperar la llegada de A. Así pues se sentó en el
mullido sofá que ocupaba gran parte de la estancia y que había sido utilizado
como alcoba en las dos anteriores ocasiones y se dispuso a esperar. Había
llevado una serie de documentos del trabajo que se puso a ordenar en la
esperanza de que el tiempo se le pasase más rápidamente. El reloj que colgaba
de la pared anunciaba el transcurrir de los segundos con el cliqueo de las
manillas. Transcurrieron dos horas y comenzó a impacientarse. No recordaba
exactamente cuánto estuvo esperando en las anteriores ocasiones, pero no era
consciente de que hubiese sido tanto tiempo. A la tercer ahora B caminaba de
una pared a otra en la habitación esquivando el escaso mobiliario que la
decoraba. Comenzó a sentir un sudor frío por todo su cuerpo que le impedía
tranquilizarse. Se asomó en varias ocasiones al pasillo por donde A debía
venir. Nadie lo recorría excepto alguna que otra enfermera y lo que él supuso
eran enfermos, pero ni rastro de A. A pesar de que las instrucciones eran
expeditivas en ese sentido y prohibían salir de la habitación, decidió bajar a
la recepción a informarse. Preguntaría a las señoritas que estaban tras el
mostrador, aunque no sabía bien qué; seguramente debía preguntar por Kräpelin.
Abajo no le dieron información alguna, se limitaron a pedirle la carta de la
cita y a pedirle que cumpliera lo que en ella estaba escrito, así pues, le
invitaron a regresar a su habitación. B obedeció desairado y ofuscado. Casi
echaba de menos la angustia que sintió en la primera visita. Ahora la inquietud
se cernía oscura sobre su mente. Comenzó a arrepentirse de haberse embarcado en
semejante estupidez. El tiempo pasaba y nadie llegaba. Comenzó a sentirse
realmente preocupado; por su mente comenzaron a pasar todo tipo de sucesos y
acontecimientos que podían haberle ocurrido a A; se le saltaron las lágrimas.
Llegó un momento en que casi le daba igual que fuese la propia A la que
apareciese. Necesitaba que alguien le informase, al menos que le dijesen que A,
que su mujer, estaba bien. Eso, eso es lo que debía hacer, bajar y preguntar si
al menos podían aclararle qué le había podido pasar a A. Se encaminó enfadado
de nuevo a la planta baja para interrogar a las enfermera cuando vio aparecer
por el pasillo al mismísimo doctor Kräpelin acompañado de su séquito. Esta es mi oportunidad, se dijo a sí
mismo. No pensó ni por un momento que el doctor Kräpelin iba precisamente en su
busca. B aceleró el paso hasta llegar a Kräpelin y se paró frente a él
lanzándole una mirada amenazante, pero sin que pudiese iniciar sus
reclamaciones y protestas, Kräpelin se adelantó y tomó la palabra, lo único que
le dijo fue: A no va a venir.
Fotografía: www.dagaborras.wordpress.com
Mérida a 7 de diciembre
de 2014.
Rubén Cabecera
Soriano.