Algo
más de cuarenta grados de temperatura caldean el aire que se retrepa sofocado
sobre las murallas de tapial del ksar
que alcanzan los doce los metros de altura. Apenas si hay algunos huecos
horadados en las imponentes paredes del pueblo-alcázar y a su través, por entre
las gruesas telas que los cubren, fluye un frescor insólito que invita a
traspasar el portalón arcado principal flanqueado por dos imponentes torres de
vigilancia. La luz se tamiza en el interior, las casas cubren las calles
conformando pozos de luz que permiten caminar en una agradable penumbra que protege
del abrasador sol.
El
trazado del alcázar-pueblo responde a una retícula rectangular muy regular con
calles muy estrechas y edificaciones altas, con una implantación que conecta con
los esquemas defensivos del siglo XVIII, pero adaptado al entorno en que se
ubica, a pesar de que su construcción data de mediados del XIX, (algunos
estudios indican que los pobladores originales fueron árabes Beni Maaquil que llegaron a la región en
torno al siglo XIV ó XV). Se trata de un pequeño pueblo de tierra cruda, hecho
de abobe y tapial, mezclado con entramados de madera de palmera. Está situado a
medio camino entre Tinghir y Errachidia, cerca de las gargantas del Todra en
Marruecos.
Las
viviendas poseen hasta cuatro niveles de altura y están hechas de tierra,
material que tiene una nada despreciable capacidad portante -como la propia
naturaleza nos recuerda a cada momento-, por mucho que nos empeñemos en
utilizar sistemas constructivos tecnológicamente novedosos, que dejan una
huella de carbono inasumible para nuestro planeta y que nos permiten dar salida
a nuestra megalomanía. La utilización de los materiales del entorno con los
recursos energéticos al alcance de los pobladores hacen de esta pequeña ciudad
un ejemplo de arquitectura natural: una ciudad inteligente, una smart city. Las necesidades energéticas
de esta pequeña villa para facilitar a sus habitantes la adaptación al medio
están suplidas en su totalidad con los elementos pasivos de que disponen las
construcciones: los propios materiales, la orientación o el tamaño de los
huecos, entre otros. Resulta evidente que existen otras necesidades
indispensables en la cultura occidental –léase el tono sardónico de la frase-
que posiblemente no estén cubiertas en este poblado, pero, sin embargo, la
gente vive en este entorno y es capaz de desarrollarse –sin entrar a valorar
conceptos tales como pobreza consumista o inexistencia de infraestructuras de
telecomunicaciones que impedirían a un europeo o norteamericano poder subsistir
en una vivienda de este poblado-. Las ciudades inteligentes no son aquellas que
nos facilitan el trabajo y las comunicaciones a base de consumos desmesurados de
energía. Esos son ciudades torpes. Las ciudades inteligentes son las que son
capaces de establecer un diálogo respetuoso con la naturaleza generando un
consumo mínimo energía que permita satisfacer las necesidades reales de sus
moradores.
Fotografía: www.amazighen.wordpress.com
Mérida a 30 de noviembre
de 2014.