En el segundo relato
de Kräpelin sobre el silencio y su influencia en el amor nos encontramos con la
pareja 3 formada por E. y F. Como en anteriores ocasiones el texto es
introducido por la descripción genérica del contexto de la pareja en el
experimento. Tal vez esta pareja junto con la pareja 1 ofrezcan, en un análisis
apriorístico, semejanzas; la realidad del experimento y los propios relatos de Kräpelin
demuestran diferencias que evidencian la idiosincrasia de los diferentes tipos
de silencio que se pueden llegar a producir en una relación amorosa.
Pareja 3.- Tenían permitido encuentros diarios
de todo tipo sin que mediase palabra alguna entre ellos.
Cuando E. se despertó
buscó inconscientemente con su mano derecha a F. –siempre dormía en el lado
izquierdo de la cama; era una de esas manías de su pareja que no alcanzaba a
comprender-. Como era previsible F. no estaba, así que, impaciente, decidió
mandar un mensaje solicitando un encuentro con ella para ese mismo día. La
echaba mucho de menos. Podía hacerlo, podía ver a F. cuando quisiese, previa
petición y siempre que no hablase con ella. Esa era la condición. Se vistió
rápidamente y, sin desayunar, se dirigió a la puerta para solicitar verla. Al
abrir la puerta se encontró en el umbral un mensaje mandado por F. en el que
pedía verle hoy mismo. Se sonrió. F. siempre se despertaba antes que él. Cualquiera diría que en sueños no la echo de
menos, pensó manteniendo la sonrisa en su rostro, Lástima que no pueda mandar mensajes dormido. La cita era para
dentro de dos horas, tenía tiempo suficiente para ducharse, desayunar
tranquilamente e incluso leer la prensa, al menos los titulares. Tranquila y
felizmente acometió sus quehaceres y en cuanto los hubo finalizado se dispuso a
marchar al encuentro de F. Iba con tiempo suficiente así que decidió dar un
paseo por el parque para despejarse. Hacía un día espléndido, el otoño
comenzaba a esparcir sus hojas por el suelo y a E. le encantaba el cielo azul
de octubre.
F. llevaba despierta
mucho tiempo, demasiado tiempo. No había dejado de darle vueltas a la cabeza
durante toda la noche. Recordaba los primeros encuentros tras el inicio del
experimento. Fueron pasionales, tuvieron sexo, casi resultó un juego para
ellos. Se divirtieron como no lo habían hecho nunca antes. Todo en un curioso
silencio que ambos aceptaron con naturalidad. Si tuviese que hacer una
valoración de esos encuentros, se atrevería a decir que les habían venido bien.
Tenía la sensación de que la relación estaba mejorando, aunque, claro, no podía
hablarlo con E. Luego, repentinamente un día F. dejó de recibir el mensaje de
E. para los encuentros que se habían convertido en diarios. Lo achacó a alguna
cuestión laboral, o a algún viaje que tuviese que hacer, al menos eso creía
recordar. Así que fue ella la que al caer la tarde de ese día pidió el
encuentro. E. llegó justo dos horas después, puntual. Sonrió y se abrazaron,
estuvieron así cerca de una hora, casi todo el tiempo que les permitían alargar
el encuentro. Fue precioso, así lo recordaba F. Al día siguiente fue F. quien
mandó el mensaje temprano, antes de que E. despertase y al igual que había
ocurrido hoy, E., al salir a la puerta, encontró la petición y solícito se
dirigió a ver a F. Desde entonces no se veían todos los días. Algún día en que
ninguno de los dos pedía ver al otro por la mañana se producía un encuentro casual
al caer la tarde. Tal vez era una necesidad que alguno de ellos sentía, la
necesidad de ver a su compañero, a su amado. Tal vez solo se trataba de evitar
que la rutina que habían implantado sin premeditación, y que les ayudaba a
soportar el despiadado silencio, se convirtiese en indolente. Sin embargo,
comenzaron a aparecer faltas, ausencias, despistes provocados por el día a día,
por el cansancio de las horas de trabajo de sus vidas ordinarias, por el
esfuerzo que a veces suponía adelantarse al otro en la solicitud y, sobre todo,
porque no podían contarse nada. Sus vidas avanzaban, sus trabajos mejoraban -o
empeoraban-, proseguían, en definitiva. Desgraciadamente aconteció el
fallecimiento del hermano de F. y ese día F. necesitaba a E. con todo su
corazón, su alma necesitaba consuelo. Pidió verle. E. llegó, a pesar de que era
tarde y ya se había apoltronado en su sofá, aún así asistió, aunque no de muy
buena gana. F., nada más verle entrar, se abalanzó sobre él, llorando,
angustiada. A E. ni siquiera le dio tiempo a verle el rostro. Solo sintió un
fuerte abrazo, que no supo corresponder como debiera, entendió lo que no era. A
él no le apetecía nada pues llegaba cansado y la rechazó. F. se extrañó,
sollozó. Él se acercó, pero ella ya no quería saber de él. Se marchó y le dejó solo
en la habitación. Al día siguiente E. mandó una solicitud y se presentó a
esperar a F. en el lugar de encuentro. E. esperó, pero F. no se presentó. Al
día siguiente volvió a hacer lo mismo y nuevamente quedó sin respuesta. Estuvo
así cerca de diez días. Ya se había enterado de lo que había ocurrido, lo
comprendió todo. Necesitaba verla para pedirle perdón –sin hablar-. Cuando por
fin F. acudió a la cita. E., nada más entrar ella, se arrodilló y se abrazó a
las piernas de F. sin dejarle tiempo para reaccionar. F. le tocó la cabeza,
después le acarició el pelo y finalmente le invitó a subir con las manos. Se
abrazaron. Fue un abrazo largo. Después de eso todo retornó una aparente
normalidad tintada con detalles que ninguno de los dos acostumbraba a ver en el
otro, pero que resultaron agradables para ambos. Aún así esa nueva normalidad
volvió a reblandecer, al menos eso es lo que F. pensaba.
Cuando E. llegó, F.
estaba esperando sentada en una de las sillas de la estancia donde se producía
su encuentro. En la habitación había otra silla, una mesa y una suerte de diván
que hacía las veces de lecho cuando en los encuentros los abrazos se tornaban
en sexo. Sobre la mesa habían colocado fotografías de los dos de alguno de sus
numerosos viajes. También había fotos recientes en las que aparecían solos o
acompañados de amigos comunes o de familiares. En la mesa no cabía ni un solo
retrato más. F. no se levantó. E. se sorprendió, pero no reaccionó mal. Se
sentó a su lado acercando la silla e intentó cogerle la mano. Ella la retiró y
la colocó sobre su propio regazo. E. la persiguió, pero F. la rechazó
nuevamente. E. la miró extrañado. F. agachó la cabeza. La duda absorbió la
mente de E. En cuestión de décimas de segundo pasaron por su mente miles de
pensamientos, a cual peor. Algunos relacionados con tragedias familiares o
personales, otros relacionados con la infidelidad, con la deslealtad, y, tal
vez los peores, los que tenían que ver con el desamor. En todo este tiempo, E.
no se había planteado ni por un instante cuáles eran sus sentimientos hacia F.
Daba por hecho que la situación que estaban viviendo era transitoria y que la
superarían sin mayor esfuerzo por duras que fuesen las circunstancias que
aconteciesen. Estaba equivocado.
Fotografía: pitufina-amordesal.blogspot.com
Mérida a 9 de noviembre
de 2014.
Rubén Cabecera
Soriano.