Este es el primero de
los relatos de Kräpelin acerca del silencio en el que se hace referencia a la
pareja 2, con sus iniciales C. y D. Antes de reproducir dicho texto voy a
recordar la caracterización que de esta pareja hizo Kräpelin en su estudio. De
este modo resultará algo más sencilla su contextualización, aunque esta
circunstancia no quite mérito literario al relato.
Pareja 2.- Solo podían hablarse durante un
encuentro semanal sin que llegase a existir contacto visual ni físico entre
ellos.
C. no pudo dormir en
toda la noche. No logró conciliar el sueño a pesar de que había tomado toda
suerte de medicamentos que un buen amigo suyo, médico en el distrito donde
residía, le había recetado como favor personal. Se encontraba nervioso, tenso,
seguramente intranquilo. No podía dejar de pensar en D., mañana, por fin,
podría hablarle. Hacía una semana que no sabía nada de ella y había pasado por
todos los estados mentales posibles e imaginables para él. Estuvo pletórico y
eufórico el día después de la conversación de la semana anterior en la que se
habían podido decir todo lo que se querían y se echaban de menos, aunque
también hubo momentos tensos, incluso, a pesar de lo que pudiera parecer,
también hubo silencios. Sin embargo no habían podido verse, sabían que esa
circunstancia formaba parte del experimento al que se estaban sometiendo y,
aunque eso no había supuesto ningún problema durante los primeros encuentros,
tras casi cuatro meses de esporádicas reuniones semanales sin verse, ambos
sentían la necesidad de mantener, al menos, un breve contacto visual.
El segundo día tras el
encuentro consiguió distraerse lo suficiente con el trabajo como para no pensar
en que D. no estaría, aunque la vuelta al hogar supuso para él un auténtico
trauma porque, sencillamente, había dado por hecho que se encontraría allí con
ella como había sido habitual en los últimos años de convivencia tras su
matrimonio. La casa estaba limpia, demasiado limpia, y vacía, demasiado vacía. C.
entró sin hacer ruido porque así era como solía llegar para cogerla por
sorpresa y abrazarla por la espalda. Ella siempre le reprochaba que la asustase
de ese modo, pero él no dejaba de hacerlo por más que ella aparentase un enfado
que, en el fondo, no era más que un simple susto. Sentir su calor le
reconfortaba, le ayudaba a vivir. Ella lo sabía. Sentía lo mismo. C. se tumbó
en el sofá, frente a la mesa de estar, tras el comedor, con la puerta del
dormitorio abierta de par en par, podía ver la cama perfectamente hecha.
Últimamente dormía en el salón. No le apetecía comer. Había aprendido a
defenderse en la cocina, pero hoy no tenía hambre. Se sentía triste. Recurrió a
los álbumes de fotos donde sabía que encontraría el rostro de D., los miró y
remiró. Incluso comenzó a hablarle en voz alta a algunas de las fotos con
primeros planos de su mujer, pero se dio cuenta y decidió parar. Salió a dar un
paseo. Hacía frío, pero apenas se abrigó. Regresó de noche.
El tercer día le
resultó especialmente duro, no supo muy bien por qué, pero comenzó a imaginarse
a su mujer hablando alegremente con otros hombres, incluso flirteando con
ellos. La veía contenta, desconocía el motivo por el que se torturaba con esa
imagen. Lo razonable era que ella se sintiese en la misma situación que él, sin
embargo, su mente le atormentaba con esa idea constantemente, a pesar de que
estaba convencido de lo contrario. Le costó mucho levantarse para llegar al
trabajo y, sobre todo, concentrarse para desempeñar las funciones que tenía
encomendadas. Estuvo todo el día distraído, intentado borrar de su mente ese
pensamiento que le mortificaba sin razón aparente.
El cuarto día tuvo
algo de fiebre, no mucha. Posiblemente él mismo se la provocó. Quería sentirse
enfermo y lo consiguió. Le dolían los huesos, el estómago, la cabeza,
prácticamente no había ninguna parte de su cuerpo por la que no sufriese. Mandó
llamar a un mozo para que llevase al trabajo una nota en la que indicaba que se
encontraba convaleciente y no podría asistir. Ese fue el día en que mejor se
encontró de toda la semana, por paradójico que pudiera parecer. Pudo superarlo
sin pensar prácticamente ni un instante en D., incluso se atrevió a retomar y
hojear algún libro que había abandonado cuando iniciaron el experimento, aunque
la somnolencia le venció cada vez que lo intentó y apenas si pasó unas hojas.
Durante el quinto día
comenzó a sentir el nerviosismo que le mantendría inquieto hasta el encuentro.
Fue exactamente la misma sensación que tuvo durante el sexto día y que incluso
le impidió dormir ni tan siquiera un instante. Era sabedor de que en breve se
encontraría con D. y eso le atemorizaba. Comenzó a dudar, no sabía si D.
seguiría queriéndole, no sabía si le diría que había encontrado a otra persona
o sencillamente que había dejado de sentir ese algo especial que les mantenía
unidos, o que les había mantenido unidos hasta entonces. Se mortificaba con el
mismo pensamiento una y otra vez, se sentía incapaz de hacer otra cosa que no
fuese pensar y pensar en D. Intentó leer, pasear, escribir, pero todo le llevaba
irremediablemente a D.
La mañana de la visita
se creía sin fuerzas, se miró al espejo y vio un rostro demacrado. Se veía
feo, horrible. Era una sensación demasiado básica, demasiado primitiva y
elemental, tal vez sumamente instintiva y por supuesto involuntaria. Por un
momento agradeció que D. no pudiese verlo en su encuentro semanal porque daba
por hecho que le rechazaría. Incluso llegó a dudar si sería capaz de
reconocerle; él casi no se reconocía. Se sentía inseguro y sin ánimo para
asistir a la encuentro con D. En realidad era poco tiempo, eso es lo que pensaba.
Muy poco tiempo, apenas un par de horas de conversación con una pared entre
ellos. Podría soportarlo, debía soportarlo. No sabía si era la duda sobre qué
pensaría D. acerca de él o si era la necesidad que tenía de corroborar sus
pensamientos –pesadillas- o desmentirlos, pero finalmente se convención de que
debía ir.
Le indicaron que D. ya
estaba sentada cuando llegó. Tomó asiento y oyó cómo alguien se acomodaba al
otro lado de la pared. Hola fue lo
primero que dijo, el Hola de
respuesta se hizo esperar. Le sonó lejano, distante, tal vez desganado –al
menos eso pensó-. ¿Cómo estás D.? Bien, lacónico, inexpresivo al parecer
de C. Me parece que hubiera pasado más de
un año desde la última conversación. Yo también tengo la misma sensación.
El silencio se apodera de la habitación en la que ambos se encuentran. Ambos
tienen mucho que decirse, pero ninguno se atreve a hacerlo. Sienten miedo, tal
vez vergüenza. Sus vidas no se han detenido durante esta semana, ni durante las
anteriores. Han seguido viviendo, el uno sin el otro. Ha habido momentos en que
lo han llevado mejor, en otros momentos ha sido más duro. Ambos han sufrido. El
silencio prosigue. Ambos sonríen, en silencio; al momento, ambos sollozan,
también en silencio. Lo hacen así para que el otro no sepa qué está haciendo el
uno. Una silla se mueve, alguien se levanta, camina hacia la puerta, la abre,
se va. El otro llora, es incapaz de hacerlo en silencio.
Fotografía: psicothanatos.blogspot.com
Mérida a 26 de octubre
de 2014.
Rubén Cabecera
Soriano.