Los silencios (iii)



Este es el primero de los relatos de Kräpelin acerca del silencio en el que se hace referencia a la pareja 2, con sus iniciales C. y D. Antes de reproducir dicho texto voy a recordar la caracterización que de esta pareja hizo Kräpelin en su estudio. De este modo resultará algo más sencilla su contextualización, aunque esta circunstancia no quite mérito literario al relato.

Pareja 2.- Solo podían hablarse durante un encuentro semanal sin que llegase a existir contacto visual ni físico entre ellos.


C. no pudo dormir en toda la noche. No logró conciliar el sueño a pesar de que había tomado toda suerte de medicamentos que un buen amigo suyo, médico en el distrito donde residía, le había recetado como favor personal. Se encontraba nervioso, tenso, seguramente intranquilo. No podía dejar de pensar en D., mañana, por fin, podría hablarle. Hacía una semana que no sabía nada de ella y había pasado por todos los estados mentales posibles e imaginables para él. Estuvo pletórico y eufórico el día después de la conversación de la semana anterior en la que se habían podido decir todo lo que se querían y se echaban de menos, aunque también hubo momentos tensos, incluso, a pesar de lo que pudiera parecer, también hubo silencios. Sin embargo no habían podido verse, sabían que esa circunstancia formaba parte del experimento al que se estaban sometiendo y, aunque eso no había supuesto ningún problema durante los primeros encuentros, tras casi cuatro meses de esporádicas reuniones semanales sin verse, ambos sentían la necesidad de mantener, al menos, un breve contacto visual.

El segundo día tras el encuentro consiguió distraerse lo suficiente con el trabajo como para no pensar en que D. no estaría, aunque la vuelta al hogar supuso para él un auténtico trauma porque, sencillamente, había dado por hecho que se encontraría allí con ella como había sido habitual en los últimos años de convivencia tras su matrimonio. La casa estaba limpia, demasiado limpia, y vacía, demasiado vacía. C. entró sin hacer ruido porque así era como solía llegar para cogerla por sorpresa y abrazarla por la espalda. Ella siempre le reprochaba que la asustase de ese modo, pero él no dejaba de hacerlo por más que ella aparentase un enfado que, en el fondo, no era más que un simple susto. Sentir su calor le reconfortaba, le ayudaba a vivir. Ella lo sabía. Sentía lo mismo. C. se tumbó en el sofá, frente a la mesa de estar, tras el comedor, con la puerta del dormitorio abierta de par en par, podía ver la cama perfectamente hecha. Últimamente dormía en el salón. No le apetecía comer. Había aprendido a defenderse en la cocina, pero hoy no tenía hambre. Se sentía triste. Recurrió a los álbumes de fotos donde sabía que encontraría el rostro de D., los miró y remiró. Incluso comenzó a hablarle en voz alta a algunas de las fotos con primeros planos de su mujer, pero se dio cuenta y decidió parar. Salió a dar un paseo. Hacía frío, pero apenas se abrigó. Regresó de noche.

El tercer día le resultó especialmente duro, no supo muy bien por qué, pero comenzó a imaginarse a su mujer hablando alegremente con otros hombres, incluso flirteando con ellos. La veía contenta, desconocía el motivo por el que se torturaba con esa imagen. Lo razonable era que ella se sintiese en la misma situación que él, sin embargo, su mente le atormentaba con esa idea constantemente, a pesar de que estaba convencido de lo contrario. Le costó mucho levantarse para llegar al trabajo y, sobre todo, concentrarse para desempeñar las funciones que tenía encomendadas. Estuvo todo el día distraído, intentado borrar de su mente ese pensamiento que le mortificaba sin razón aparente.

El cuarto día tuvo algo de fiebre, no mucha. Posiblemente él mismo se la provocó. Quería sentirse enfermo y lo consiguió. Le dolían los huesos, el estómago, la cabeza, prácticamente no había ninguna parte de su cuerpo por la que no sufriese. Mandó llamar a un mozo para que llevase al trabajo una nota en la que indicaba que se encontraba convaleciente y no podría asistir. Ese fue el día en que mejor se encontró de toda la semana, por paradójico que pudiera parecer. Pudo superarlo sin pensar prácticamente ni un instante en D., incluso se atrevió a retomar y hojear algún libro que había abandonado cuando iniciaron el experimento, aunque la somnolencia le venció cada vez que lo intentó y apenas si pasó unas hojas.

Durante el quinto día comenzó a sentir el nerviosismo que le mantendría inquieto hasta el encuentro. Fue exactamente la misma sensación que tuvo durante el sexto día y que incluso le impidió dormir ni tan siquiera un instante. Era sabedor de que en breve se encontraría con D. y eso le atemorizaba. Comenzó a dudar, no sabía si D. seguiría queriéndole, no sabía si le diría que había encontrado a otra persona o sencillamente que había dejado de sentir ese algo especial que les mantenía unidos, o que les había mantenido unidos hasta entonces. Se mortificaba con el mismo pensamiento una y otra vez, se sentía incapaz de hacer otra cosa que no fuese pensar y pensar en D. Intentó leer, pasear, escribir, pero todo le llevaba irremediablemente a D.

La mañana de la visita se creía sin fuerzas, se miró al espejo y vio un rostro demacrado. Se veía feo, horrible. Era una sensación demasiado básica, demasiado primitiva y elemental, tal vez sumamente instintiva y por supuesto involuntaria. Por un momento agradeció que D. no pudiese verlo en su encuentro semanal porque daba por hecho que le rechazaría. Incluso llegó a dudar si sería capaz de reconocerle; él casi no se reconocía. Se sentía inseguro y sin ánimo para asistir a la encuentro con D. En realidad era poco tiempo, eso es lo que pensaba. Muy poco tiempo, apenas un par de horas de conversación con una pared entre ellos. Podría soportarlo, debía soportarlo. No sabía si era la duda sobre qué pensaría D. acerca de él o si era la necesidad que tenía de corroborar sus pensamientos –pesadillas- o desmentirlos, pero finalmente se convención de que debía ir.

Le indicaron que D. ya estaba sentada cuando llegó. Tomó asiento y oyó cómo alguien se acomodaba al otro lado de la pared. Hola fue lo primero que dijo, el Hola de respuesta se hizo esperar. Le sonó lejano, distante, tal vez desganado –al menos eso pensó-. ¿Cómo estás D.? Bien, lacónico, inexpresivo al parecer de C. Me parece que hubiera pasado más de un año desde la última conversación. Yo también tengo la misma sensación. El silencio se apodera de la habitación en la que ambos se encuentran. Ambos tienen mucho que decirse, pero ninguno se atreve a hacerlo. Sienten miedo, tal vez vergüenza. Sus vidas no se han detenido durante esta semana, ni durante las anteriores. Han seguido viviendo, el uno sin el otro. Ha habido momentos en que lo han llevado mejor, en otros momentos ha sido más duro. Ambos han sufrido. El silencio prosigue. Ambos sonríen, en silencio; al momento, ambos sollozan, también en silencio. Lo hacen así para que el otro no sepa qué está haciendo el uno. Una silla se mueve, alguien se levanta, camina hacia la puerta, la abre, se va. El otro llora, es incapaz de hacerlo en silencio.



Fotografía: psicothanatos.blogspot.com


Mérida a 26 de octubre de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.