Llevaba un gran paraguas color granate que
había tomado prestado en su oficina. Aun así, la fina lluvia empapaba los bajos
de su blanco y abrigado gabán de paño que dejaba entrever, bajo las rodillas, unas
tupidas medias combinadas con unos zapatos negros de tacón no excesivamente
alto, aunque lo suficiente como para hacer que el ritmo apresurado que llevaba,
con el que pretendía evitar seguir mojándose y llegar a su edificio lo antes
posible, la hiciesen parecer torpe en sus movimientos. Nada más lejos de la
realidad. En el soportal de entrada un conserje abnegado se preocupaba de que
nadie perdiese un segundo abriendo la puerta para acceder al interior.
-Buenos
días señorita.
-Gracias
-masculló ella, acelerando el paso al tiempo que cerraba el paraguas.
Se encaminó por el vestíbulo de entrada hacia los
ascensores dando saltitos, intentando desprenderse así de las gotas de agua que
se habían prendido de su abrigo. Las puertas de uno de los elevadores estaban cerrándose.
El cartel de “No funciona” seguía pegado con alguna nota a bolígrafo de algo
desagradable en el otro ascensor.
- Por
favor… Espere –gritó con
desesperación. El día había sido muy largo, demasiado trabajo, la presión de
los jefes, el aumento necesario de las ventas para justificar los gastos de la
oficina y, para rematar, una acalorada y vehemente discusión con un compañero
de sección de la que aún se preguntaba el motivo. Lo último que necesitaba era
perder el ascensor que la llevaría directamente a su bañera llena de agua
caliente, acompañada de una música tranquila y, quien sabe, tal vez una copa de
vino. De ahí a la cama y, con suerte, hasta el lunes sin salir de casa y con el
teléfono, el maldito teléfono, desconectado durante todo el fin de semana-. Es viernes, por dios –no pudo dejar de
pensarlo durante todo el trayecto a casa-. Necesito
descansar.
Una mano sujetó con firmeza la puerta en el
último instante reabriéndola y permitiéndola entrar.
-Al
quinto, ¿verdad? –esa fue la primera frase que oyó de su compañero de
ascensión, sin ni siquiera darle tiempo para darle las gracias.
-Sí –respondió
ella con un tono demasiado cortante a la par que extrañado, especialmente teniendo
en cuenta que acababan de hacerle un favor. Pensó por un instante en
preguntarle cómo sabía cuál era su planta, pero lo último que le apetecía era
entablar una conversación anodina con un extraño. Aún así no pudo evitar
mirarle de reojo mientras se colocaba en la parte trasera del ascensor, lo más
alejado posible de la puerta, dejándole justo por delante de ella. Desde ahí le
reconoció, era un vecino, lo había visto algunas veces entrando o saliendo del
edificio. Antes, ya se había fijado en él, tal y como él, antes, se había
fijado en ella, pero el azar no había querido facilitar su encuentro y la
vergüenza de ambos había impedido esa iniciativa. Estaba segura de que también
vivía allí. Tal vez en la misma planta, pero al mirar la botonera comprobó que
estaba pulsado el botón del siete-. Gracias.
Tendré que subir contigo al séptimo. –Un poco de amabilidad tampoco estaba
de más, pensó, y, al mismo tiempo dejaba entrever que ella también sabía algo
de él.
-Me temo
que sí. No creo que este ascensor tenga memoria –dijo él, girando levemente
la cabeza hacia atrás. No había llegado a verle totalmente la cara a pesar del
movimiento, apenas percibió un esbozo de su perfil.
Callaron mientras el timbre de cada planta
sonaba. Al pasar por el piso quinto ninguno de los dos pudo evitar una leve
sonrisa casi inaudible, pero de la que ambos se percataron perfectamente. En
cuanto el elevador alcanzó la planta sexta un frenazo en seco casi les hizo
perder el equilibrio. El uno se apoyó en el otro y el otro en el uno, con lo
que evitaron que el tambaleo les hiciese caer. Ella no se desplomó
delicadamente en los brazos de él que, presto, dispuso sus musculosos brazos
para sujetarla amorosamente, no. Esto es la vida real y en la vida real el
traspiés que ella dio la desequilibró con lo que ambos tropezaron torpemente y
no fue sino un golpe de suerte lo que evitó que terminaran en el suelo del
ahora minúsculo y claustrofóbico recinto.
-Vaya,
siento haberte pisado. –Le dijo ella a él al tiempo que él soltaba su brazo,
que había cogido para sujetarla.
-No es
nada, no te preocupes.
-¿Qué ha
pasado? –Evidentemente era una pregunta retórica, pero aun así él se sintió
obligado a responder.
-No sé. Parece
que se ha parado el ascensor.
-No me
puedo creer que me haya pasado esto. –Ahora se miraban directamente. Ella
se había desabotonado el abrigo al entrar y un traje de chaqueta con falda
apareció serio y gris tras la luminosidad del blanco de su gabán mojado en los
bajos. Él va en vaqueros, caídos, desgastados, con un jersey suelto colocado
directamente sobre su torso. Ambos están cómodos con sus disfraces-. Con el día que llevo esto parece una broma
del mal gusto. -En ese preciso instante la luz del ascensor se apaga y solo
alumbra tenuemente la de emergencia-. Vamos,
por dios. Esto no puede estar sucediéndome.
-Sucediéndonos.
-¿Qué?
-Digo
que no puede estar sucediéndonos. También yo estoy aquí contigo… con usted.
–Ha sido una rectificación sincera, seguramente forzada desde el momento en que
él contempló la vestimenta de ella. Ella es joven, él también, pero es
inevitable para ambos que el trato inicial no sea de tú, a pesar de que es la
primera vez, en los escasos minutos que llevan juntos, que se hace necesario
diferenciar el tratamiento que deben tenerse al dirigirse el uno al otro.
-Sí,
claro. Apuesto lo que quieras que tu día no puede compararse en nada con el mío
–asegura un tanto indignada.
-Seguro,
seguro –él decide callar y el silencio molesta a la mujer que se siente un
tanto despreciada.
-Vamos, ¿de
verdad quieres que te cuente cómo ha sido mi día?
-No, no.
No hace falta. Aunque ahora estamos los dos aquí. Encerrados. En el mismo
ascensor. Da igual lo malo que haya sido tu día o el mío. Es lo que tenemos.
–Ahora sonríe. Ella también. De repente ambos sueltan una carcajada cuya
sonoridad no pueden evitar.
- Y por
cierto, ni se te ocurra tratarme de usted.
Él ofrece ahora una sonrisa, sincera, que ella
apenas ve en la penumbra, pero fácil de intuir. Ahora es ella la que descansa
su mano en el antebrazo de él, no para sujetarle, solo es un gesto de confianza.
Inesperado para él, inesperado para ella. Él la mira y mantiene su sonrisa,
ella le responde con otra igual sosteniéndole la mirada. Sus ojos se han
acostumbrado a la penumbra y, aunque apenas distinguen detalles, se observan.
Se separan. Se echan ligeramente hacia atrás, hacia sus respectivas paredes,
como si de dos luchadores de boxeo se tratase que se quieren medir en la
distancia porque ha aparecido en ellos una suerte de miedo a recibir un golpe
para el que no están preparados. Al momento se acercan, sus manos se rozan en
la repentina proximidad, pero ninguno las retira. Las vuelven y las palmas se
tocan, se agarran, entrelazan sus dedos, suavemente al principio, pero con
fuerza al instante. Se aprietan. Ella se desembaraza del agarre y cuelga sus
brazos de la cintura de él. Lo atrae para sí. Él responde dejándose llevar y
sus cuerpos se tientan. Él es más alto, la cabeza de ella encaja entre su clavícula
y cuello. Se abrazan. Es un abrazo pasional. Los brazos de él la rodean. Ella
interpone sus antebrazos y codos apoyándolos en el pecho de él, dejándose
envolver por su cuerpo. Necesita sentirse pequeña. Sus bocas comienzan a
buscarse. Con recato al principio. Besando cuellos y mejillas, pero el calor
les apremia y las lenguas se refrescan en un contacto ajustado por los labios
que se urden como si de un perfecto telar se tratase. El beso es decoroso, pero
solo porque aún desconocen sus sabores. Al momento se retuercen los cuellos y se
enredan en un nudo del que no podrán escapar. Sus cuerpos se estrujan. No
pueden estar más cerca, o tal vez sí, pero no es aún el momento. Las palmas de
las manos de él asen las caderas de ella. Las palmas de ella rodean el cuello
de él sin tocarle con los dedos. Las bocas no se separan, pero sus cuerpos sí y
ahora es el turno de las manos de ambos que comienzan a hacer su labor: desvisten,
quitan, arrancan; es el menos placentero de los trabajos, pero necesario en
cualquier caso, al otro pronto se llegará. Comienzan a sentirse las pieles
calientes. El suelo se llena de ropa, abrigos, jerséis, camisetas, camisas,
chaquetas, solo lo más externo, solo las partes superiores, a excepción de los
zapatos que también aparecen distraídamente colocados por el suelo. Ellos
conservan milagrosamente la verticalidad tras los acrobáticos equilibrios que
les exige hacer la búsqueda de su desnudez sin separarse. No hay tiempo para
contemplaciones. La falda se sube y el pantalón se baja. Él acaricia las
piernas de ella con ternura, suavemente, desde las rodillas y ascendiendo al
compás de las medias hasta llegar a las ligas con el envés de la mano. Se sorprende
y juguetea durante un instante con los, para él, desconocidos objetos, hasta
recuperar el camino iniciado y sentir el profundo calor de ella. Ella toma la
cintura de él y arrastra las manos hacia abajo sin perderse un centímetro de
piel hasta toparse con la fuerza de su ser. Manos sabias las de ambos, pero
inexpertas entre ellos. Se dirigen torpemente el uno al otro hasta facilitar el
encuentro con el que se arrancan gemidos de las entrañas de ambos. Los de él
ahogados, los de ella vívidos. Él la agarra de las muñecas y la empuja contra
la pared con firmeza, pero con sumo cuidado. Ella se deja hacer. Él le sube las
manos hasta colocarlas a la altura de su cabeza y las besa sin dejar de
arremeter contra ella, que le recibe una y otra vez. El ardor se apodera de
ambos y el sudor baña sus torsos. Él se separa, la gira, la acaricia, la busca.
La encuentra. Los jadeos de ella se convierten en gritos de placer. Los brazos
de él rodean el pecho de ella. La abraza con todo su cuerpo. Las manos de ella
se apoyan en el espejo de la pared del ascensor que, en la oscuridad, apenas si
les ofrece siluetas a los ojos de ambos, que permanecen abiertos percibiendo
apenas la penumbra, pero esforzándose en distinguir cada parte del otro, deseando
un mañana en que poder reconocerse. El goce no puede ser perpetuo y en ambos
llama a su fin. La intensidad busca retenerles, eternamente si fuese posible,
pero los cuerpos son cuerpos y sus límites conocidos. Los ritmos se
acrecientan. Ella le mueve, él la mueve, pero también se frenan cuando sienten
que ya no pueden más, hasta que unos temblores nacidos de lo más profundo de su
ser les dominan, les arrebatan y les embriagan emborrachándoles del otro y
dando paso a un largo y cálido abrazo en que se apaciguan y templan los
cuerpos. Se visten y el ascensor se pone en marcha. Hay magias incomprensibles
para el ser humano. Llegan al séptimo piso y la puerta se abre. Él se baja y
mira hacia atrás. Hay un extraño pudor en su rostro que ella contempla cuando
se vuelve traspasado el umbral de la puerta y que con su sonrisa consigue
borrar. Él también responde sonriendo. La puerta se cierra y el ascensor
desciende hasta la planta quinta. No han hecho falta palabras.
Hoy no hay cansancio, mañana habrá agujetas.
Es normal si los cuerpos no están entrenados. Aunque hay que reconocer que es
el hombre el que más esfuerzo hace y el que maneja los cuerpos al son que la
mujer le dicta. Así pues serán los músculos de él los que le recordarán a la
mañana siguiente qué ocurrió la tarde anterior. No lo habría olvidado en
cualquier caso, pues aún conservaría el recuerdo de los temblores del placer y
la emoción. Ella, por su parte, amanecerá sonriente, habrán desaparecido las
preocupaciones. Ambos desearán encontrarse nuevamente. Ambos esperarán en la
puerta del ascensor.
Fotografía: www.ritsukakitsune.blogspot.com
Mérida a 21 de septiembre
de 2014.
Rubén Cabecera
Soriano.