domingo, 13 de julio de 2014
Piel con piel.
Éramos tres. Dos hombres y una mujer. La habitación estaba oscura. Era
la primera vez que les veía, a pesar de que sabía sus nombres desde hacía algún
tiempo. Ellos no sé si se conocían, aunque me consta que habían pasado los
últimos meses juntos. Una tenue luz rojiza mal alumbraba la estancia, pero nos
daba calor. Nuestros torsos estaban desnudos. Dos mujeres que acababan de
entrar me invitaron amablemente a sentarme en un sillón no demasiado cómodo;
ellos dos estaban tumbados sobre un colchón de gomaespuma. Daba la impresión de
que se encontraban cómodos uno pegado junto al otro. Con la escasa luz apenas
nos veíamos, en realidad apenas les veía, ellos tenían los ojos cerrados.
Parecían cansados, somnolientos, a pesar de que no habían tardado mucho en
llegar, sin sufrimiento. Ella era algo más pequeña que él. Su nariz reflejaba
un rayo de luz de la lámpara. Estaba totalmente quieta, boca arriba, con las
manos muy abiertas, enseñándome sus palmas, solo su respiración silenciosa le
movía levemente el pecho, como si de un minúsculo fuelle se tratase. Él se
movía más, giraba las piernas y las levantaba mostrándome sus largos pies. Sus
manos, con movimientos impetuosos desacompasados, parecían querer atrapar
insectos invisibles en el aire. Yo estaba
impaciente, algo inquieto y asustado tal vez, pero deseoso de tenerles entre
mis brazos. De eso no tenía ninguna duda. Las mismas dos señoras nos aproximaron
y colocaron. Se retiraron. Mis brazos abrazaron sus cuerpos y sus rostros
descansaron sobre mi pecho. Notaba su calor. Ellos debían notar el mío. Mis
latidos pausados les tranquilizaban. Mi mano izquierda descansaba sobre la
espalda de ella. Mi mano derecha sobre la de él. Ellos habían entrecruzado sus
brazos. Pude verles una sonrisa, la misma que cubría toda mi cara, junto con
las lágrimas de emoción incontrolada que iban recorriendo mi rostro hasta
juntarse en mi barbilla para caer entre ellos. Un reguero de amor. De amor sin
condiciones, para siempre. La pequeña comenzó a moverse, quería escalar hasta
acercarse a mi rostro, al menos eso quise entender yo. Levantaba la cabeza con
un gran esfuerzo y se impulsaba con los pies apoyados sobre mi tripa
acercándose a mi cuello. Le besé la cabeza. El pequeño se giró sobre sí mismo hasta
encontrarse acunado con su espalda sobre mi brazo y su cabeza sobre mi hombro.
Su bracito derecho caía derrotado, mientras que el izquierdo se acomodaba
pegándose a su rostro. Ahora dormía. Le besé la cabeza. No sé cuánto tiempo
estuvimos así, acurrucados los tres, piel con piel. Solo sé que me sentía
protector frente a su fragilidad, Padre, con mayúsculas, solo sé que los sentía
míos, que quería verlos crecer, que fuesen felices, que amasen y fuesen amados,
solo sé que sentí que daría mi vida por ellos sin titubear ni un instante.
Para vosotros, Laura y Daniel, de vuestro padre.
Fotografía: Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida a 13 de julio de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.
Etiquetas:
Cuentos y relatos.,
Piel con piel.