domingo, 27 de julio de 2014
Djenné, la Gran Mezquita de barro.
Los tres grandes minaretes de la qibla estaban agrietándose
considerablemente. El calor sofocante que durante el año ha azotado la ciudad provoca
que el barro con el que está construido el templo comience a mostrar fisuras de
gran tamaño. Los habitantes de Djenné están muy preocupados: su mezquita corre
peligro de destruirse erosionada por la fuertes lluvias que aparecerán en breve.
La actual mezquita es una reconstrucción
promovida por el imperio francés a principios del siglo XX, tras su destrucción
por el desgaste provocado por las lluvias, como consecuencia del abandono de la
misma incitado por el fundador del imperio de Massina en 1834 al considerarla
demasiado suntuosa, pero la tradición de una ciudad milenaria, que se convirtió
en foco de propagación del Islam en los siglos XI a XIII (1240 es la fecha en
la que se considera demostrada la fundación de la mezquita), no podía olvidar,
religiones aparte, su máxima seña de identidad.
La mezquita se eleva sobre un muro de adobe de
casi tres metros de altura sobre el nivel del mercado, mostrándose altiva ante
la ciudad. El perímetro amurallado de la misma, reminiscencia del palacio
original sobre la que se construyó, se perfora con anchos escalones que dan
acceso a una suerte de atrio desde donde se accede al sahn, donde los hombres, preocupados, conversan acerca de las
opciones que tienen para resolver el grave problema en ciernes antes de pasar
al haram para sus oraciones. Muchos,
bajo el calor sofocante de Mali, en el África profunda, se retiran a alguno de
los riuaq laterales del patio donde,
al fresco de las sombras proporcionadas por las arcadas, meditan en silencio
antes de las abluciones que preceden al rezo. La fachada apenas si presenta
ventanas que iluminan pobremente el interior, oscuro (donde la luz artificial
no es bien recibida), sin revestir, solo pulimentado en el suelo donde los
fieles extienden las esteras de rezo entre los numerosos e inmensos machones, paralelos
al muro sagrado orientado a la Meca, que soportan el techo y que dejan pasillos
estrechos donde los creyentes se arrodillan para orar. El barro es el material
de construcción y de acabado. El marrón pardo del mismo cambia de tono según se
va secando y juega con las sombras que proporcionan los torones de madera salientes
que se distribuyen uniformemente en su fachada y pináculos como si de una
retícula perfectamente ordenada se tratase, alargándose cuando el sol va
cayendo hacia el oeste y asemejándose a una suerte de colmena cuando el sol
quema al mediodía. Las almenas, de formas casi infantiles, redondeadas, coronan
el muro perimetral de la edificación. La mezquita es de barro, es tierra, está
hecha de la tierra donde por siglos sus habitantes han morado.
El muezzin
ha completado la llamada al adhan desde
el masivo alminar ubicado al norte y, momentos después, el imam, colocado en el minbar,
ubicado a la derecha del mihrab, como
manda la ortodoxia, tras la jutba, lanza
una plegaria por el templo e invoca a todos los habitantes de la ciudad a que
se congreguen para encontrar una solución. Tras la celebración se retira a la maqsura y los fieles vuelven al patio
donde elaboran sus teorías sobre lo que acontece. La preocupación no es solo
por la mezquita, los habitantes de la ciudad temen por sus casas, también construidas
en adobe, porque las lluvias comenzarán a destruirlas acabando con todo. Ha
sido una sequía terrible y el delta interior formado por los ríos Níger y Bani
apenas si ha proporcionado el agua suficiente para preparar el barro que cada
año utilizan para revestir la mezquita y protegerla.
Hoy es día de mercado y, a pesar de las
penurias, el entorno de la mezquita se llena del color de las telas de las
mujeres peul y de la piel azulada de
los tuareg. Los pescadores bozo ofrecen sus capturas y traen una
gran noticia: El agua viene. Las lluvias han aparecido al norte, en la región
de los lagos y en breve el río traerá agua suficiente para preparar la mezcla
con la tierra que proporcionará al pueblo el barro necesario para proteger sus
casas y la mezquita antes de la venida de las destructivas lluvias torrenciales.
La alegría se extiende entre la población. Todos se preparan para transportar
el barro hasta el patio que rodea la mezquita. Al día siguiente los más
madrugadores comprueban cómo, efectivamente, ya tienen agua suficiente en el río
para mezclar con la tierra y preparar el barro. Corren a dar el aviso a la
población que amanece. Los niños descalzos juegan por las calles de tierra de
la ciudad que se va llenando del légamo derramado en su camino hasta el templo.
Los mayores se dirigen al río y montan una cadena humana que va portando el
barro que preparan los más sabios del gremio de albañiles hasta la mezquita.
Todos participan de la fiesta. Llevan esportones de mimbre sobre sus cabezas
una y otra vez hasta que el agotamiento les vence. Están sucios, literalmente
embarrados, pero se les ve felices. En la mezquita, los más jóvenes y ágiles
han montado altas escaleras de madera de palma que apoyan sobre la fachada del
templo en las que subirse e ir extendiendo la mezcla sobre la superficie de la
edificación. Se apoyan en las espinas decorativas, también de madera de palma,
sobresalientes de los muros de la mezquita que hacen las veces de andamios para
que los hombres puedan apoyarse en ellos y ejercer esa labor de protección que
permitirá conservar la mezquita otro año más. Es la mezquita de todos y todos
colaboran para mantenerla viva. Ahora las lluvias llegarán y traerán la riqueza
sobre Djeneé otro año más.
Fotografía: www.wikipedia.org
Mérida a 27 de julio de 2014.