Las manos y el agua.





El agua del pequeño riachuelo, fresca, transparente, cristalina, se apareció ante él como una bendición. Un regalo inesperado que le calmaría la angustiosa sed que había agrietado su garganta. Bebió hasta saciarse. Se refrescó. Sintió que su cuerpo volvía a la vida. Descansó y cuando despertó comprobó que el arroyuelo seguía corriendo, no había sido un sueño. Quiso más. Se acercó a la orilla y se inclinó con la idea de atrapar el agua y llevársela. Sacó, con las manos ahuecadas, todo el agua que pudo y prosiguió su camino. No dejaba de mirar ni por un instante el agua que portaba y su cara mostraba la más pura felicidad, tanta que no fue consciente de que poco a poco se le iba escurriendo entre los dedos y derramando al suelo por más que apretaba las manos. Al cabo, solo tenía ligeramente húmedas las palmas, pero no quedaba nada de esa agua maravillosa. Decidió que lo mejor, que lo único que podía hacer era volver a por más. Desanduvo el camino y regresó al reguero para guardar nuevamente entre sus manos tanta como le fuera posible. Con las manos llenas se levantó y retornó sobre sus pasos, ensimismado con tanta belleza, pero el agua volvió a desaparecer. Una y otra vez se procuró agua para proseguir su viaje y una y otra vez regresó para volver a cogerla. No desistió, no desfalleció. Sabía que era lo que quería, lo que deseaba, pero no sabía cómo llevarla consigo, tal vez sencillamente era imposible. Entendió que no podía poseerla, comprendió que su única opción era quedarse allí, con ella, contemplándola, tomándola cuando la necesitase y se lo permitiese, a grandes buches o en pequeños sorbos. Sin embargo debía proseguir, no podría quedarse allí durante mucho más tiempo, ¿acaso no lo entendía?, tal vez podría volver, quizá la encontraría siempre que regresase, pero eso era algo de lo que no estaba seguro y le torturaba. ¿Cómo dejar de lado aquel manantial que había encontrado?, ese que le aplacaba la sed y le colmaba de una felicidad que ya había olvidado. Renunciar a eso era renunciar a su vida, pero quedarse le impediría proseguir por el camino que había tomado, si es que realmente así lo había decidido. Se sentó, necesitaba pensar, aunque intuía que buscar una solución no tenía sentido, no había solución porque en realidad no había problema, solo necesitaba tomar una decisión: Ser feliz o estar triste; ser para uno, estar para otro. El lenguaje es muy terco y se empeña en no reconocer que se puede ser triste como se puede ser feliz y no solo estar triste al igual que se puede estar feliz. Albergaba la esperanza de que, al margen del fallo final, siempre cupiese la posibilidad del arrepentimiento, aunque sabía que eso era, en cierto modo, engañarse. También podría actuar de forma cobarde y no hacer nada, dejar que otros decidieran por él. Siempre fue valiente, siempre afrontó los hechos de cara, ¿qué había de malo en no hacerlo por una vez?, ¿tan terrible era no afrontar la realidad y dejar que esta tomase la decisión por él? Realmente sí, sabía que nunca se lo perdonaría ocurriese lo que ocurriese, quería ser responsable de lo que hacía, quería ser responsable de su pena o de su alegría. Se tumbó al borde del arroyo, boca abajo, extendió la mano hasta dejarla caer al agua, fría. La corriente la empujaba, quería llevársela, pero el peso de su cuerpo la retenía. El agua jugaba con la mano hasta que se durmió y ya no fue consciente de lo que ocurría.


Fotografía: www.nadandoenelcielo.blogspot.com.es 

Mérida a 18 de abril de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.

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