“Me preocupa enormemente la desconfianza que
parece extenderse en algunos sectores de la opinión pública respecto a la
credibilidad y prestigio de algunas de nuestras instituciones.
Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los
sentidos. Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas,
tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento
ejemplar”.(1)
Uno no suele
levantarse todos los días pensando si se es monárquico o republicano, a falta
de otras opciones más interesantes. Esto suele formar parte de pensamientos
sobrevenidos en acontecimientos excepcionales, a saber: Un caso de corrupción
que ponga en entredicho la ejemplaridad de la institución o el traspaso, vía
herencia paterno-filial, de la pública responsabilidad de representación que
otorga el cargo. Ambas situaciones provocan una lógica desconfianza, máxime
cuando la segunda circunstancia viene precedida por la primera y todo ello
aderezado por un comportamiento, digamos solaz por no abusar del término
prevaricador, por parte de quienes obtuvieron como premio a su carrera unirse a
una familia de alta alcurnia o de quienes, por singular azar de la vida, fueron
coronados con ilustres apellidos reales.
En este escenario
solo cabe pensar, si conseguimos evadirnos de tradiciones e influencias
históricas -a estas alturas sumamente obsoletas y penosamente aprehendidas-,
acerca de la necesidad de que un cilindro de hojalata o de oro -tanto monta-
con incrustaciones de piedras, preciosas o no -monta tanto-, colocado sobre una
cabeza, por muy noble que esta sea, y acompañado de un bastón dorado con
decoración en orfebrería, le confiera al portador el poder de representación de
un colectivo tan numeroso y con tantas idiosincrasias singulares como una
nación o un país –que las definiciones de ambas palabras, antes sinónimas,
ahora parecen diluirse-, en este caso España. Si
son la corona y el cetro los símbolos que hacen al Jefe de Estado Español del
siglo veintiuno estamos en el mal camino.
Es indiscutible y
obvio que la corona ha tenido su papel a lo largo de la historia de España,
pero no solo en la época más reciente, a la que algunos parecen aferrarse con
la pretensión de justificar un trabajo presuntamente
encomiable de esta familia en la Transición española y personalizado en la
figura del Rey don Juan Carlos I. Los Bourbon-Anjou,
españolizado en los Borbones, pululan
por estas tierras desde el 1700 con Felipe V, y vienen ejerciendo su realeza
con dispar fortuna, normalmente contraria a los intereses del pueblo sobre el
que gobernaban, y orientada al enriquecimiento personal o, en su defecto, y
cuando las circunstancias así lo requerían, a salvaguardar sus nobles cabezas,
en su versión literal o metafórica.
Sopesando la decena
de generaciones de Borbones que se han entronizado en esta España nuestra,
humildemente aprecio un balance negativo. No se ha identificado esta familia precisamente
por aportar grandes estadistas a nuestra historia y el sufrimiento provocado y
la sangre derramada en el pueblo, aunque sería injusto achacarles toda la
responsabilidad, ha sido excesivo. Como quiera que los tiempos cambian, ahora los
Borbones no gobiernan, a pesar de que tienen la capacidad, por ejemplo, de
sancionar las leyes aprobadas por las Cortes Generales ejerciendo su
trascendental labor de Jefe del Estado, cargo que otorga la máxima
personificación del país, representando su unidad y continuidad.
La alternativa no
es otra que permitir que la ciudadanía elija quién quiere que ejerza esa representatividad
tan importante, elección en la que el futuro Jefe de Estado podría ser, ¿por
qué no?, el actual príncipe si se presentase como candidato y obtuviese la
mayoría necesaria para asumir el cargo, por tiempo limitado, claro está, y sometido
al escrutinio necesario para su renovación. Pero es aquí donde entra en juego
la magnífica demagogia política ejercida maravillosamente por los políticos: “esa opción no es constitucional, quien
quiera que reforme la Constitución”, esta podría ser la frase resumen de
los dirigentes bipartidistas. Bueno, estamos ante otra tomadura de pelo, esta
de las que enervan soberanamente cualquier cabeza pensante. Tomemos el Título X
de dicho documento, de la Constitución, “De
la reforma constitucional”, así se denomina. Cuatro breves artículos del
166 a 169, que impiden que la iniciativa popular pueda modificar cualquier
aspecto de la Constitución con las “famosas” 500.000 firmas acreditadas para
proposiciones de ley -no válidas, de otra parte en “…materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter
internacional, ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia”, según
establece el artículo 87.3-. Es decir que las posibilidades de modificar la
Constitución a las que se refiere el actual presidente del Gobierno y que
permitieron al anterior cambiarla a sutil y amable golpe de autoridad, solo
están en manos del Gobierno, Congreso y Senado, también, en situaciones
excepcionales a la Asamblea de las Comunidades Autónomas -que está por ver que
exista-. Es decir que ellos, el bipartidismo referido, se lo guisan y se lo
comen y es precisamente el momento en que hay algún que otro indicio de un
terrible abismo, que genera más miedo que vergüenza, para este bipartidismo,
cuando deciden poner en marcha el proceso de abdicación del actual rey. ¿Podrá
explicarme alguien la diferencia entre Felipe V y Felipe VI? Qué pena me da
este país.
(1) 36º discurso navideño de SS.MM. el Rey don Juan Carlos I de España.
Diciembre de 2011.
Foto: www.diarionacional.co
Mérida a 8 de junio de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.