Danzar, danzar y danzar



Me encanta la danza. Uno, desde el más humilde respeto y reconociendo un casi total desconocimiento de un arte tan maravilloso, se acerca a ella atraído por la belleza, por la plasticidad, por la elasticidad de los cuerpos convertidos en auténticas obra de arte capaces de expresar con sus movimientos sentimientos que emocionan hasta lo más profundo del alma. Fascina comprobar cómo hombres y mujeres se deforman adaptándose a coreografías imposibles para el resto de los mortales, que dibujan en el espacio líneas sinuosas o perfectas geometrías, difícilmente reproducibles para el más avezado de los pintores o escultores. Sincronías y armonías habladas con las manos, con los brazos, con las piernas, con el torso, con los ojos, también capaces de interpretar una pieza de baile. El sudor de los bailarines exhaustos debido al inhumano esfuerzo, las gotas de sangre sobre el escenario derramadas por la entrega, el sufrimiento de los cuerpos sometidos a horas y horas de castigo para lograr la perfección que pinceles, partituras y buriles ofrecen en otras artes. Los ojos enrojecidos de los espectadores por la conmoción al contemplar el último paso, tras el que desaparece el ruido que produce el roce de los pies descalzos sobre el entablado del escenario, que nos entrega el silencio roto por el rabiar de aplausos que, irremediablemente, levanta de sus asientos al público.

Y sin embargo la danza es arte, y sin embargo el baile es cultura, así pues lo sometemos a vejaciones, blasfemamos contra él y emitimos todo tipo de improperios y difamaciones para hacer ver que es innecesario, que es superfluo, inútil, que se trata de un bien de lujo que debe estar al alcance solo de privilegiados y, por descontado, que el resto no tenemos siquiera derecho a disfrutarlo ocasionalmente. ¿Cómo logramos esto? Es sencillo, demostremos que no es rentable, obliguemos a los bailarines a vivir en la miseria y eliminemos las exiguas ayudas que pudieran recibir. Ahora bien, jactémonos hipócritamente de emitir mensajes del tipo “Spain is Culture” en letras bien grandes y visibles por si algún incauto tiene la tentación de acceder a la información que ofrece nuestro bien amado Ministerio de Cultura acerca, por ejemplo, del Ballet Nacional.

Es el momento de la demagogia, más que justificada y certera en esta ocasión. Cómo es posible, me pregunto, que un bailarín del Ballet Nacional de España, por término medio, perciba seis veces menos que un diputado, quienes de otra parte deciden acerca de sus remuneraciones; cómo es posible que un bailarín subsista con apenas mil euros mensuales. Aquí, en previsión de aquellos que gusten ejercer la demagogia en niveles superiores a los anunciados previamente, diré que, obviamente, mucha gente desearía tener ese sueldo, incluso a pesar del esfuerzo que los bailarines deben hacer, pero, extendiendo la reflexión, diría que más gente aún querría el sueldo del diputado, también a pesar del esfuerzo –léase la fina ironía en la redacción de la frase-.

Me pregunto qué país nos quedará sin no respetamos nuestra cultura, nuestros valores, nuestro arte; si anteponemos recortes impuestos a nuestro propio bien. Si no nos importa el sufrimiento de unos si con ello logramos nuestro propio y egoísta bienestar. ¿Quiénes son esos asnos -perdóneseme la ofensa al sufrido animal- que se atreven a decidir qué es merecedor o no de recibir las malditas bendiciones económicas?, ¿pretenden acaso atontarnos?, ¿qué será lo siguiente: prohibir la lectura, obligarnos a contemplar por horas y horas programas-basura en la televisión? ¿Qué país nos quedará?


Foto: www.balletnacional.mcu.es

Mérida a 1 de junio de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.

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