Reconozco que últimamente no veo mucho fútbol y eso que he pasado gran
parte de mi infancia jugando a la pelota –sin demasiada fortuna, eso sí, según
indica mi cuenta corriente- a pesar de que es un juego que verdaderamente me
gusta. Seguramente renuncié a verlo, que de practicarlo ya dejé hace tiempo,
cuando fui consciente de que perdió sus valores deportivos para convertirse en
intereses, dinero, poder y sobre todo, circo para los espectadores. Sin
embargo, ayer me planté delante del televisor y sentí la misma agitación que
millones de personas que disfrutaron del espectáculo, y subrayo, espectáculo,
con el que dos equipos bien distintos por su idiosincrasia y por su
presupuesto, emocionaron por la tensión, por la fuerza, por el ímpetu y por la
garra con la que lucharon sus jugadores por conseguir su particular gloria.
Incluso esos deportistas, acostumbrados a jugar delante de miles de personas y
sometidos a insultos y vejaciones constantes de manos de los hinchas rivales,
sienten la presión en un evento de estas características y se achican frente a
un trofeo en forma de copa que solo uno de los dos equipos levanta finalmente.
En realidad el partido tuvo poca historia deportiva, si salvamos la constante
emoción; finalmente el Real Madrid venció al Atlético de Madrid sin que en
verdad hubiese una gran diferencia entre las propuestas que ambos equipos
hicieron sobre el terreno de juego. Seguramente había mucha táctica detrás,
seguramente ensayaron muchas jugadas y seguramente los entrenadores estudiaron
a sus rivales respectivos con profusión para encontrar un resquicio por donde
vencerles, pero la sensación fue que en realidad los futbolistas salieron a dar
todo lo que llevaban dentro de sí, unos con más fortuna que otros, vaciándose
hasta la extenuación. Me emocionó ver la alegría que colmó a unos y la tristeza
que, como una losa, cayó sobre los otros. Me apenó comprobar cómo algunos
jugadores no supieron ganar; probablemente otros no supieron perder. Tal vez
esto es lo más triste, lo que debería hacernos reflexionar más allá de la
euforia de los vencedores y la frustración de los vencidos. La victoria es más
valiosa y memorable cuando se disfruta desde el respeto por los perdedores que,
de otra parte son igualmente merecedores del mayor de los reconocimientos
porque su abnegación es igualmente valiosa. El fútbol –ojalá lo recuperásemos
como deporte- es un espectáculo que bien podría servir para darnos una lección
de humildad, de sacrificio, de reconocimiento al esfuerzo, tal y como ocurre
con otros muchos deportes, pero que, desgraciadamente, se queda solo en el
circo de los más necesitados.
Foto: www.futbolizados.com
Mérida a 25 de mayo de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.