Todos estaban
preocupados. Quien gobernaba decidió entonces reunir un comité de sabios para
que dieran una explicación convincente a esa terrible incertidumbre que estaba
minando el corazón de los hombres. Era tan colosal el avance, tan inmenso el
desarrollo, tan descomunal el perfeccionamiento al que había llegado la
sociedad y tan grande el orgullo que por ello les colmaba; eran tan racionales
las mentes que habían conseguido alcanzar esos éxitos que apenas si llegaban a
entender lo que aquella niña les decía. ¿Un
sentimiento?, se preguntaban, ¿qué
quieres decir? La niña, pequeña como era, apenas sabía explicarse, pero en
cambio sí parecía transmitir la seguridad suficiente como para que en ese mundo
de equilibrio y estabilidad en que vivían sumidos, aparentemente felices,
pudiera verse tambaleado. Y eso les inquietaba. Necesitamos respuestas, decían unos, necesitamos explicaciones, pedían otros. El monarca que no sólo lo
era por nacimiento, sino que a lo largo de su vida había demostrado todas las
virtudes que debían exigírsele a un mandatario, pidió un poco de silencio para
reflexionar en voz alta y dirigirse a aquellos que esperaban la solución al
problema planteado: Como todos sabéis, en
nuestra sociedad, en nuestro reino, el amor existe, es el sistema que nos
permite crecer, el método por el que, generación tras generación, prosperamos.
Esta pequeña, cuyo origen nos es desconocido, habla del amor como algo llamado
sentimiento y pretende hacernos creer que surge sin esperarlo y que no podemos
ejercer sobre él control alguno, un murmullo llenó la sala. Nosotros desconocemos el significado de esa
palabra y el sentido de la misma aplicado al amor. Así pues, ahora se
dirigió a los sabios que atentamente escuchaban las palabras de su rey, que les
había convocado, os pido que estudiéis,
analicéis, y concluyáis a la mayor brevedad y como lo estiméis oportuno, pero
de la manera más científica posible, para que las respuestas sean
indiscutibles, el sentido de esas palabras y así podamos, de una vez y para
todas las generaciones venideras, aclarar este oprobio a nuestro sistema dando
por zanjado el asunto. He dicho, concluyó el soberano, que gustaba de
finalizar sus intervenciones con frases lapidarias para no dar pie a
consiguientes refutaciones, y se retiró a descansar. Los sabios decidieron
repartirse el trabajo de manera que unos se dedicaron a investigar en las
bibliotecas todos aquellos libros que hablaban del amor, otros se dedicaron a
viajar por el mundo para localizar el origen de la niña y comprobar si de allá
de donde ella venía algún familiar suyo pudiera ofrecer una explicación más
clara. Los más, atendiendo a sus irrefutables principios indiscutibles,
decidieron iniciar formulaciones matemáticas con todas las variables posibles
para resolver los más complejos sistemas de ecuaciones en cuya solución
esperaban encontrar las respuestas deseadas. Fueron muchos también los que
comenzaron a realizar mezclas con todo tipo de productos químicos provocando
las reacciones más inverosímiles en la esperanza de hallar un compuesto que
pudiese responder a la cuestión planteada. Tan solo uno, el más viejo entre
ellos, decidió hablar a solas con la niña, casi por despecho, al no haber
contado con él por considerarle, el resto de compañeros, un viejo perturbado, a
pesar del respeto que por él tenía el rey. Hola
pequeña. Hola. ¿Por qué dices esas cosas tan extrañas del amor? ¿A qué cosas se
refiere señor? A eso de los sentimientos. Perdone, pero no sé qué quiere decir.
El viejo sabio la miró a los ojos y vio en ella el brillo de la inocencia
infantil incapaz de mentira o falsedad alguna. En nuestra tierra los hombres nos amamos para tener descendencia y de
este modo seguir avanzando y progresando en nuestra sociedad. De este modo,
prosiguió el sabio, conseguimos todos
nuestros objetivos: hemos erradicado las enfermedades, ya casi nadie se acuerda
de ellas; hemos conquistado otros países; dominamos los mercados y obtenemos de
la tierra y el mar todo lo que necesitamos para vivir. La niña sonrió, casi
no había entendido nada de lo que le había dicho ese señor tan arrugado, se
pasó todo el rato mirándole la barba. En cambio, le dijo, entonces vosotros no os queréis, ¿no? Claro que sí, respondió el
sabio. No, porque el amor no tiene
explicación, eso decía mi madre cuando le preguntaba por qué quería a papá. El
sabio se rió, pero al mismo tiempo una grave preocupación, que hizo tambalear
sus principios, le invadió en lo más profundo de su ser.
Tiempo después, una
reunión en la que todos los cultos e ilustrados que habían sido requeridos por
el soberano para que le informasen acerca de los avances de sus investigaciones
se convocó. El rey se mostraba muy interesado en las pesquisas y averiguaciones
que su más competente grupo de científicos habían realizado. En cambio, ellos revelaban
su inquietud de manera patente, eran sabedores de que sus avances no habían
sido tales. Sí, habían hecho grandes averiguaciones y descubrimientos que facilitarían
aún más el desarrollo de la sociedad, pero nada en lo referente al amor como
sentimiento. Habían viajado a lo largo y ancho del mundo conocido descubriendo
nuevos países y fantásticos lugares, pero nada habían descubierto acerca del
amor, habían leído todo lo existente en las bibliotecas y librerías,
descubriendo autores olvidados, pero nada habían descubierto acerca del amor e
incluso habían hecho averiguaciones acerca de nuevos elementos que, combinados
en ciertas proporciones y bajo ciertas condiciones, permitían la creación de
nuevos materiales de muy útil servicio para su sociedad, pero nada habían
descubierto acerca del amor. Todos y cada uno de ellos fueron narrando sus
búsquedas, exploraciones y descubrimientos ante el rey que, si bien disfrutaba
con las mejoras que todo ello supondría en su reino, se sentía cada vez más defraudado
por sus científicos, pues ninguno le ofrecía una respuesta convincente al
problema que la niña les había planteado. Al final de la larga jornada, cuando
tan solo el más viejo de entre los sabios quedaba por mostrar sus conclusiones
ante su rey, el cansancio de este obligó a posponer hasta la mañana siguiente
su disertación. El viejo asintió complacido por tener algo más de tiempo para
poder estudiar el problema y presentar alguna solución que hasta ese momento no
tenía. Salió del palacio al atardecer de los jardines y se sentó en un duro
banco de piedra a reflexionar. De repente, la niña apareció de entre unos
rosales y se llevó el índice a los labios, shsss,
no digas nada, estamos jugando al escondite, le pidió. El sabio sonrió y
con un gesto de complicidad le permitió que se escondiese tras él. Otro
jovenzuelo apareció con los ojos muy abiertos haciendo caso omiso al viejo que
le observaba atentamente. Comenzó a caminar en torno a él y cuando estaba
despistado, el viejo se llevó la mano a la espalda sigilosamente para señalar a
la niña el camino que debía seguir para que su compañero de juegos no la viese.
Ella salió corriendo hacia la casa donde con un gritito chilló ¡salvada, salvada! Siguieron jugando y
él disfrutando con el juego de los niños, pero el cansancio también le venció y
entró en un duermevela en el que oía como ecos las voces de los pequeños que
poco a poco fueron creciendo hasta convertirse en adultos y los juegos se
convirtieron en besos y abrazos, caricias y miradas. Pudo, por un momento,
sentir aquello que ellos sentían, pudo, por un momento, vivir en su corazón
aquello que ellos estaban viviendo, pudo, por un momento, entender qué
significaba verdaderamente el amor. Despierte
señor, despierte. Un suave zarandeo le levantó de su letargo y contempló
los ojos azul profundo de la niña que le miraba inquieta. Señor, es muy tarde, se ha hecho de noche y nos vamos a casa. Pequeña,
también yo me retiraré a descansar. La niña era invitada del rey, había
aparecido sin más un día en la playa con la ropa mojada. El rey casualmente
paseaba por allí con su séquito y la vio. La tomaron inicialmente por una
vagabunda, luego pensaron que estaría perdida, a nadie se le ocurrió pensar que
sencillamente podían haberle preguntado quién era y de dónde venía. El hijo del
rey comenzó a jugar con ella y nadie se interpuso; luego, cuando quisieron
darse cuenta, estaban correteando por el salón real y ya le habían preparando
una habitación que ocuparía hasta que alguien
preguntase por ella.
A la mañana siguiente
se presentó el sabio ante su rey y con gran orgullo le dijo el amor es un sentimiento, pero no le puedo
explicar nada más. El rey, enojado, se levantó de su trono con un ímpetu
inusual y se acercó al viejo sabio, ¿cómo
puedes venir aquí y decirme que lo que esa niña dice es cierto sin más?, sin
ninguna explicación, sin una teoría contrastada que resulte de una formulación científica,
¿piensas que soy tonto? No, mi señor, le dijo muy respetuosamente el viejo
sabio, tan solo le afirmo que el amor es
un sentimiento. Y prosiguió, hemos
evitado la capacidad de sentir amor desde que nacimos, nos hicieron así, pero
esa capacidad está dentro de nosotros, posiblemente no esté en nuestro cerebro,
tal vez se encuentre en nuestro corazón, no puedo explicarlo, pero por un
momento yo lo sentí y me di cuenta de lo importante que es, de lo maravilloso que
resulta; tal vez solo vi eso porque era el principio, tal vez aparezcan otras
etapas, tal vez también se sufra, pero por más que queramos no debemos evitar
sentirlo. El rey despidió al viejo inmediatamente con la orden de que no
volviera a pisar sus tierras nunca más. El viejo, sin embargo, se encontraba
feliz porque por un instante había sentido aquello que durante toda su vida le habían
obligado a reprimir. La niña que le vio marcharse se le acercó y le preguntó ¿dónde vas? y él le respondió, a buscar mi amor.
Mérida a 15 de agosto de 2008 y Mérida a 11 de
mayo de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.