Aún recuerdo el primer día que voté. Ilusionado, confiado, orgulloso.
Era la primera vez que podía hacerlo. No hace demasiado tiempo –o tal vez sí-,
casi dos décadas. También fue la última vez que lo hice. Desde entonces he
venido practicando responsablemente mi derecho al voto no ejerciéndolo. He
actuado conscientemente comprobando en cada ocasión el programa electoral de
cada partido –siempre con mayor interés y esperanza que en la anterior oportunidad-
y sintiéndome muy tentado a acercarme a las urnas, pero en cuanto me planteaba
nuevamente tal posibilidad he sentido exactamente la misma sensación de
frustración que sentí tras mi estreno democrático: Me engañaron. Poco importa
el partido político al que voté por aquel entonces y poco importan las promesas
que hicieron porque se repiten cíclicamente, incluido, claro está, su
incumplimiento, independientemente del color de la camisa que lleven.
Sistemáticamente defraudan, unas veces de forma escandalosa e impúdicamente,
otras veces utilizando malas artes excusadas en las herencias recibidas y,
últimamente, argumentando que organismos superiores –véase Europa- obligan a
actuar contra la “voluntad” del partido y contra los intereses que defienden
imponiendo políticas contrarias a las bondadosas proposiciones electorales con
las que, cual miel en los labios, pretenden endulzar el paladar del votante,
haciéndole creer que regalándoles su preciado voto obtendrán aquello que desean
encarecidamente para mejorar su nivel de vida, encontrar un trabajo, pagar
menos impuestos, retener la inmigración, mejorar la seguridad social, subir las
pensiones, etc., etc., etc., tan amplio es el abanico de ofertas puesto que
tienen que engatusar a un sinnúmero de ciudadanos para obtener o conservar sus
cuotas de poder con los correspondientes asientos asociados y pagar las
prebendas recibidas. Poco importan los ideales, el fin es meter en su saca a
cuántos más mejor y para ello son capaces de contar a cada potencial votante la
historia que quieren oír. En ese escenario, ¿cómo podrían cumplir lo que con
boquita de piñón prometen?
En alguna que otra conversación con mi padre por aquel entonces, frente
al telediario, argumentando las bondades de unos frente a las de otros y
criticando las actuaciones de otros con respecto a las de los unos. Yo, en mi
inocente juventud, procuraba tomar una actitud crítica para con todos y
aséptica en lo que a las inclinaciones políticas se refiere para, entendía,
poder valorar sin influencias la postura política más conveniente al colectivo.
Mi padre, ahora, tampoco confía en la políticos y eso me tranquiliza. Él creía
fervorosamente en un color y progresivamente ha ido desencantándose, según iba
comprobando cómo engañaban, cómo eran incapaces de reconocer errores y tomar
medidas contra los mismos, cómo gestionaban las corruptelas, los fraudes, las
malversaciones, finalmente se ha visto casi obligado a inclinarse por el no más
rotundo a cualquier político con la premisa del “todos engañan”. Es difícil no pensar lo contrario aunque se pueda
considerar una aseveración injusta, pero la realidad es que las manchas, aunque
provocadas por unos pocos salpican a todos y, lo que es más grave, nadie parece
querer tomar medidas reales contra aquellos que prostituyeron la política, una
dedicación tan noble y que debería ser realmente vocacional por cuanto es
defender los intereses de todos para la mejora de la sociedad. Conviene,
llegados a este punto y por si tuviese la fortuna de que algún político leyese
estas palabras, recordar que la política no es otra cosa que el gobierno, por
delegación, de la sociedad, para la sociedad, por la sociedad y con la
sociedad; los que ejercen esa encomienda responden ante la sociedad, trabajan
para ella, no para ellos o los suyos.
Todavía evoco cariñosamente a un profesor que nos aconsejaba meternos
en política: “Elegid un partido de los
que alternan en el poder, poco importan los ideales, las diferencias no son
sustanciales, son inapreciables, más bien solo para titulares. Vosotros, con
dieciséis o diecisiete años, si os afiliáis ahora, como terminaréis con carreras
universitarias, llegaréis a ser ministros”. Cuánta razón llevaba. En
nuestra adolescencia lo entendíamos divertidamente, aunque también con cierto
escándalo, como una forma de aprovecharnos de la política para beneficio
propio, tal vez dicho en un tono jocoso, tal vez como una irónica chanza. Ahora
me gustaría pensar que, en realidad lo decía con el ánimo de que efectivamente
le hubiésemos hecho caso y, tal vez, alguno de nosotros ejerciese un cargo de
responsabilidad responsablemente. Desgraciadamente no parece que haya sido así.
Tampoco sé qué habría ocurrido en el caso de que alguno hubiese seguido el
consejo. Tal vez cuando te dan el carné te inyectan alguna suerte de droga que
te impide ver la realidad y que produce miserables y alucinógenas deudas que
deben ser resarcidas a costa del erario público y contra una laxa legislación
redactada por ellos para ellos.
Sé que decir “Que voten ellos”,
puede resultar hiriente para algunos, sé que puede ser objeto de acusaciones
acerca de la irresponsabilidad democrática que supone al no ejercer el más
preciado derecho que tenemos y que tanta sangre derramada ha costado conseguir.
Sin embargo, mi parecer es que es la única forma de conseguir avergonzarles,
aunque sea exclusivamente durante unas horas y no sé si, quizá, hacerles
reflexionar. Es el único medio que tenemos de mostrar nuestra inconformidad con
el sistema tal y como está montado. Para aquellos que consideren la existencia
de alternativas, mi humilde consejo es que lean la ley electoral y comprueben
cuáles son las reglas del juego al que los partidos minoritarios se enfrentan.
Para aquellos que consideren el voto en blanco o nulo como posibilidad, les
aconsejo idénticamente y con la misma humildad la lectura de la ley electoral
y, además el “Ensayo sobre la ceguera”
de Saramago; también les propongo el esfuerzo de comprobar en las sucesivas
elecciones que hemos venido sufriendo en España cómo han cacareado los partidos
y se han presentado en los medios los resultados correspondientes a las
estadísticas reales, que se pueden comprobar en el Instituto Nacional de
Estadística. Pocas veces se hace referencia, más allá del porcentaje que
confiere la capacidad de gobierno al partido político de turno, el número de
votantes o no votantes; tal vez sería interesante comprobar si no debería estar
gobernando el país por el voto nulo, el voto en blanco o los no votantes. ¿No
parece eso significativo? Quien piense que el voto nulo es consecuencia de un
error o que el no votante es un necio, tal vez debiera reflexionar sobre la
legitimidad del voto a tal o cual partido realizado, con idéntica libertad, por
tal o cual persona. Qué voten ellos, que
legislen ellos, que gobiernen ellos, pero solo para ellos, no para mí, así no
les quiero en mi sociedad.
Ilustración: Forges
Mérida a 27 de abril de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.