No saben escuchar.



Tiene usted la palabra”. El presidente del Congreso cedió el turno al presidente del Gobierno que se dirigió al estrado para comenzar su discurso; instantes antes lo había hecho el representante de la oposición, así pues, ahora le tocaba a él hacer la correspondiente réplica. Aún retumbaban en sus oídos los aplausos con los que los parlamentarios del partido opositor habían cerrado la soflama anterior. Sabía perfectamente que los suyos harían lo propio en cuanto finalizase, aún así tomó los papeles que había preparado concienzudamente y los dispuso ordenadamente sobre el atril. Estaban subrayados, coloreados, con palabras reescritas en un tamaño prácticamente visible desde las butacas del hemiciclo donde se sentaban los diputados. Había estado trabajando en esas letras durante casi una semana, preparando frases que sabía colmarían de titulares los periódicos más importantes de tirada nacional al día siguiente y abrirían los noticieros de las cadenas de mayor difusión. Miró de soslayo al presidente del Congreso solicitándole agua antes de iniciar su disertación e indicándole que la comenzaría inmediatamente. El presidente del Congreso dio orden a un ujier para que le acercase el vaso de agua e inmediatamente abrió su micrófono para indicar que el presidente del Gobierno comenzaría seguidamente con su discurso. En ese instante, tal y como había ocurrido minutos antes, todos los diputados se levantaron de sus asientos y comenzaron a abandonar con parsimonia y en sepulcral silencio la sala, mientras el orador repasaba sus anotaciones antes de iniciar su palabrería. El hemiciclo estaba completamente vacío a excepción de la mesa de Secretarios de la Cámara y de la Presidencia, junto con los asientos ocupados por los portavoces de los dos grupos mayoritarios. Solo cuando el líder de la oposición también hubo marchado comenzó el presidente del Gobierno a hablar. Gesticulaba, alzaba los brazos haciendo aspavientos y cambiaba la entonación marcando pausas meditadas y acelerando el discurso cuando debía tocar asuntos algo más delicados. Incluso dedicó una parte de su perorata a replicar la intervención anterior de su compañero, permitiéndose alguna que otra broma sobre los datos aportados previamente. Fueron minutos de gran pasión, un discurso enfervorizado por instantes y siempre entusiasmado. Se veía al presidente cómodo, feliz cuando estaba llegando al final porque sabía que había sido una magnífica alocución. Momentos antes de terminar, justo cuando el presidente de la Cámara iba a hacerle una indicación al respecto, el presidente del Gobierno le hizo un gesto, pactado, que venía recogido en el recién aprobado Reglamento de la Cámara con el que le daba a indicar que su presencia en el estrado iba a finalizar en breve. En ese momento, el presidente de la Cámara contactó con otro ujier y le dio instrucciones para que permitiese la entrada a los diputados que habían salido y que debían estar esperando en los pasillos del Congreso –alguno tal vez habría aprovechado para acercarse al aseo o al bar-. Comenzó la entrada de los parlamentarios en un respetuoso silencio en el que sobresalía la voz grave del presidente dando por finalizado su discurso. Los representantes de los partidos estaban terminando de tomar asiento cuando comenzaron los aplausos, enardecidos, mucho más si cabe –gracias a la mayoría que el partido gobernante sostenía y que permitía que el número de palmeros fuese significativamente mayor- que los que recibió el líder de la oposición. Ni un solo abucheo se oyó, ya que estaban prohibidos por el nuevo Reglamento, todo fueron vítores y aleluyas: vanaglorias para el presidente y su intervención. Se formaron corrillos entre las vociferas en los que los diputados, en pie, comentaban la maravillosa intervención de su presidente. Era lo que tocaba, expresar las bondades del discurso de quien acababa de hablar por parte de los miembros de su partido, a pesar de que la obligatoriedad de esta circunstancia no estaba reglamentada aún. El presidente, por su parte, asentía con movimientos rítmicos de su cabeza agradeciendo los aplausos y dirigiendo su mirada exclusivamente al ala derecha de la Cámara, allá donde se encontraban sus fieles parlamentarios. Abandonó el estrado, no sin antes recoger sus papeles, que le habían servido de guía durante el discurso. Apenas los miró mientras hablaba, no le hacía falta, lo había ensayado tantas veces, era tanta la práctica que tenía que solo los portaba por sentirse más seguro a la hora de solventar su intervención. Al llegar a su butaca recogió la enhorabuena de sus compañeros con un fuerte apretón de manos e incluso recibió abrazos de sus ministros más cercanos. Cuando retornó el silencio, el presidente del Congreso dio por concluido el debate.

Fotografía: www.elperiodico.com

Plasencia a 20 de abril de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.

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