Era muy joven cuando visité por primera vez Macondo. Desde entonces,
cada verano, los Buendía me acogieron en su familia. Recuerdo sonidos, colores
y olores, todos difusos ahora en la distancia. De sus calles me llamó la
atención el barro, siempre había algún charco, ya fuera porque hubiese llovido,
ya fuera porque alguien acababa de echar agua a la calle al grito de “Agua
va…”. Pero lo que recuerdo con más cariño es el circo con su gran carpa en la
que, año tras año, veía el mismo espectáculo que mi memoria se empeñaba en
olvidar cada vez para poder disfrutarlo de nuevo al año siguiente.
Era solo un niño y seguí siéndolo mientras la carpa estuvo presente en
el pueblo con sus extraños personajes. Luego, inesperadamente, desapareció para
mí y yo me convertí en un adolescente que no entendía por qué los bananos eran
tan importantes como para devastar la tierra que había visto nacer a tantas
generaciones. La guerra y la revolución se apoderaron de la vida cotidiana y el
dolor y el sufrimiento sembraron los campos hasta dejarlos yermos. Las familias
se mataban, pero, sin embargo, nunca dejaron de buscar su sino. El amor de los
unos y el rencor de los otros, los celos, las intrigas, las empresas imposibles.
El tiempo que va pasando entre pergaminos inextricables abandonados. La casa
que crece tanto como la estirpe.
Transcurrían los años y unos marchaban, mientras otros venían. A
algunos se los recibía con los brazos abiertos, a otros con armas en las manos.
Un día, ya con barba hirsuta, me senté en un mecedor, ahora vacío, en el que
algunos durmieron eternamente durante las calurosas tardes estivales. En ese
instante lo comprendí todo, cien años de soledad fueron pocos, cien años de
soledad para encontrar el amor verdadero.
Mérida a 18 de abril de 2014.