La
primera impresión fue de necesario asombro. Llevaba más de veinte años cruzando
la frontera con Francia utilizando la misma línea de ferrocarril. Un tren
moderno de alta velocidad que unía Madrid con París en pocas horas, auténtico progreso,
una oda al desarrollo tecnológico, pero, sobre todo, y como más de un político
anunció a bombo y platillo, una trascendental costura que integraba España en
Europa. Ahora, la noticia que acababa de leer en los periódicos se había
convertido en realidad: Era necesario bajarse del tren y cambiar de vehículo
para proseguir el viaje. No había diferencia significativa entre los vagones de
un lado y de otro, tenían idénticas comodidades, salvando, claro está, los
anuncios que aparecían en español e inglés en uno y en francés e inglés en
otro. En realidad, como pude comprobar en seguida, no solo se trataba de un molesto
cambio con el que se perdía una ingente cantidad de tiempo. Con la excusa del
transbordo, se procedía por parte de la policía de aduanas francesa –mucha
gente como yo, pensábamos que esta policía había dejado de existir en las
fronteras intracomunitarias- al registro de numerosos pasajeros, en lo que,
aparentemente, resultaba ser una intervención aleatoria, y al control de
absolutamente todos los pasaportes, haciéndose especial hincapié en los de
origen español y portugués, junto con los escasos viajeros de procedencia
africana, quienes, supuestamente, debían haber pasado ya un control fronterizo
para poder acceder a la Península.
Por primera
vez en mucho tiempo pude comprobar cómo se denegaba el acceso a un ciudadano
español a Francia- no es que yo lo hubiese vivido con anterioridad, pero los
libros de historia están llenos de referencias de estas características-. No se
le ofreció explicación convincente alguna, no había motivo aparente. El señor
en cuestión, colocado en la fila justo delante de mí, llevaba una maleta algo
desgastada, al igual que su chaqueta. Le preguntaron en francés sobre el motivo
de su viaje y respondió fluidamente –su pronunciación era mucho mejor que la
mía- que era un técnico que intentaría encontrar trabajo en alguna industria.
La cara de los agentes que le pararon pareció iluminarse por momentos,
comenzaron a preguntarle acerca de dónde se quedaría, cuánto dinero llevaba,
cuál era su formación, si tenía concertadas entrevistas de trabajo y dónde. El
señor no se achantó ante semejante interrogatorio y respondió con asombroso
aplomo, a pesar de la beligerancia de los agentes, a cada pregunta, pero sus
respuestas no parecieron convencer en absoluto a los oficiales, que procedieron
a la denegación del acceso al país, argumentando que se trataba de una
directiva europea de obligado cumplimiento y que no les era posible incumplirla
a pesar de que “… cualquier español es
siempre bien recibido en Francia”. Esta última frase la repitieron en
varias ocasiones, de carrerilla, como si la hubiesen memorizado
intencionadamente. Las veladas amenazas del ciudadano español sobre inmediatas
denuncias en la embajada –francesa- y en comisarías locales –españolas- fueron
respondidas con silenciosas sonrisas por los policías que se limitaron a
pedirle que se apartase de la cola cuyo avance estaba interrumpiendo o se
verían obligados a llamar a seguridad para desalojarle.
Afortunadamente
yo no tuve problemas en pasar, desconozco el motivo por el que no me interpelaron
igualmente cuando comprobaron que también era español, tal vez tuve la suerte
de llevar una chaqueta recién estrenada, tal vez fue sencillamente una cuestión
de azar o de prejuicios –mi tez es más blanca que la de muchos conciudadanos
ibéricos-. En cualquier caso, accedí a suelo francés sin problemas y pude
proseguir el viaje hasta París donde debía realizar unas gestiones comerciales
en representación de mi empresa. El regreso, tres días después, me llamó
poderosamente la atención, pues el tren prosiguió su viaje sin parar en la
frontera. Pensé que se había tratado de una circunstancia excepcional –recuerdo
que el artículo de prensa que ojeé no era muy específico-, vinculada a alguna
situación de emergencia criminal o algo similar. No había tenido la oportunidad
de comprobar en los medios de comunicación en los últimos días que se trataba
de una medida tomada en el Parlamento Europeo con la que se pretendía poner freno
a las migraciones de carácter laboral de los países limítrofes hacia la cada
vez más próspera Centro-Europa. El control de fronteras en el sur de Europa se
había iniciado en los Pirineos, en los Alpes y en los Balcanes. La medida se
defendió como un apoyo fronterizo a la inminente invasión de ciudadanos de
procedencia africana que, según los numerosos informes presentados ante la
comisión encargada de elaborar la propuesta de directiva, era incapaz de ser
frenada por los países periféricos del Sur europeo, es decir, Portugal, Italia,
Grecia y España. En realidad, buscaba además evitar que los ciudadanos europeos
de derecho de esos países encontrasen en la migración hacia Centro-Europa una
salida a la gravísima y acuciante situación económica que vivían y que afectaba
casi de forma exclusiva a las clases más desfavorecidas. El Parlamento Europeo
dotó presupuestariamente esta medida con una ingente cantidad de dinero
aportada por todos los países miembros, incluidos los afectados, que se destinó
al refuerzo de las fronteras, pero también al sometimiento y control de
posibles movimientos de carácter subversivo en estos países afectados por la
pobreza. En Europa se sabía que una parte importante de este dinero no se
destinaría al control de esos posibles alzamientos, sino que iría a engrosar
las arcas personales de los corruptos que parasitaban el sistema, pero, a pesar
de ello, resultaba una operación rentable que les permitía controlar esos más
que previsibles movimientos migratorios durante largo plazo, con la promesa de
renovar e incrementar las partidas presupuestarias año tras año.
Este
nuevo control fronterizo suponía el inicio del fin de la breve historia de amor
entre los países que formaban parte de la Unión Europea. El gigante con los
pies de barro se tambaleaba y el inestable equilibrio en que se encontraba
hacía peligrar la supervivencia de un proyecto nacido sin verdadera vocación
más allá de la utopía social, que solo encontró sentido axiomático en las disposiciones
económicas y mercantilistas que permitieron la aparición de flujos monetarios
sin trabas, que enriquecieron a muchos a costa del empobrecimiento de otros.
Las directrices económicas seguirían funcionando, pero las de carácter social
desaparecerían paulatinamente remarcando las diferencias entre países
y ciudadanos. Europa solo era el euro. Europa solo era para algunos.
Fotografía:
Wikipedia.
Mérida a
30 de marzo de 2014.
Rubén
Cabecera Soriano.