La felicidad está en Davos.



El gran salón privado de la mansión dieciochesca reconvertida a hotel de lujo donde se hospedaban los grandes mandatarios y personas más poderosas e influyentes del planeta estaba prácticamente vacío. Solo unos pocos mullidos sillones de cuero en el centro de la sala amueblaban la estancia junto con antiguos muebles de caoba con vitrinas tras las que se podían encontrar magníficas piezas de arte. Los cuadros, con retratos de personajes relevantes de la historia reciente, colmataban las paredes pintadas en colores cálidos que contrastaban con la extrema claridad procedente de los inmensos ventanales de madera abiertos al jardín nevado. Todos reían. Charlaban comentando anécdotas de las conferencias que habían pronunciado en el palacio de congresos donde se estaba celebrando el evento. Algunos sabían que no se verían hasta el año siguiente aunque tendrían que mantener muchas conversaciones. Durante estas jornadas en Davos habían predicho terribles catástrofes económicas si no se efectuaban las reformas que proponían, si no se apretaba más el cinturón a los trabajadores y se liberalizaba más el mercado, que, por descontado, seguiría con su creativa autorregulación. Días antes habían estado en esa misma sala acordando los discursos que iban a mantener, pactando el futuro de la humanidad a corto plazo, al menos tan corto como sus propias vidas o las de sus hijos o nietos. No más allá. Habían convenido que la cuerda no se destensaría, que aún tendrían que incrementar el sometimiento a la población de sus respectivos países para poder enriquecerse más y poder beneficiar a las empresas que, al final, no eran sino el mejor exponente del crecimiento de la humanidad. Alguno de los elegidos, no sin cierta sorna, comentó que las grandes compañías pedían menos que la gente sin más, con lo que, tal vez, lo mejor sería que solo hubiese grandes empresas y que la población “sobrante” desapareciese.

Hoy, tras las duras jornadas de ponencias y charlas, soportando las preguntas quisquillosas –y en ocasiones malintencionadas- de los periodistas, las protestas de los grupos subversivos en las calles y los carteles ofensivos con insultos e injurias contra ellos, que no alcanzaban a entender, descansaban plácidamente contemplando la mesita baja de cristal que ocupaba el centro de la estancia con siete posavasos sobre ella, uno para cada uno. Estaban esperando impacientes a que llegase el camarero con sus bebidas, inquietos en la espera, pero satisfechos por el trabajo bien hecho de los últimos días. Se relamían pensando el placer que les proporcionarían sus bebidas en las bocas resecas de tanto hablar. Alguno mataba el tiempo fumando un gran puro y exhalando el oloroso humo a grandes bocanadas para deleite personal, pero sin la satisfacción de tener su buena copa en la otra mano. La espera comenzaba a ser angustiosa y los rictus de todos los allí sentados comenzaron a transformarse. Los ceños se fruncieron, las mandíbulas se apretaron, alguno se levantó y comenzó a caminar en círculos alrededor de los sillones, mientras que otro se acercó a contemplar los cuadros devorándose las uñas. De repente, la puerta del salón se abrió y todos se giraron al unísono para ver quién llegaba. Era el camarero que traía con las manos enguantadas una bandeja sobre la que transportaba siete vasos con hielo y otras tantas botella de cristal. La crispación de la sala se fue atenuando aunque no faltó quien increpó al sirviente por la tardanza pidiendo explicaciones ante las que el solícito asistente solo asintió mascullando inapreciables disculpas e inclinando respetuosamente la cabeza. Depositó los vasos –cada uno con su aderezo particular: hielo, limón, lima, etc., sin cometer error alguno- en sus respectivos posavasos sobre la mesa de cristal y con asombrosa habilidad abrió cada botella sobre la bandeja. El sudor frío de alguno de los allí presente comenzó a secarse, pero todos, sin excepción, comenzaron a salivar con profusión y a excretar humores por las axilas e ingles ante la imperiosa necesidad de apaciguar su sed. El camarero, parsimoniosamente, fue derramando el líquido de cada botella en cada una de las copas, pero los ya servidos no tuvieron más remedio, atendiendo a mínimos principios básicos de educación y respeto, que esperar hasta que la última de las botellas fue vaciada en sus tres cuartas partes y depositada al lado de su correspondiente copa. En ese momento, el camarero, tras un sutil “¿desean algo más?”, que nadie percibió ya que los sentidos de los siete huéspedes estaban absortos en las pequeñas gotitas de agua que chorreaban por el lateral de las copas, se retiró silenciosamente. Todos se lanzaron con nervio contenido y procurando ofrecer una mínima dignidad en su comportamiento, de la que sus cuerpos hacía rato se habían olvidado, pero no así sus mentes, a coger sus bebidas y disfrutarlas con gran fruición, dejando apenas unas gotas en los vasos y procediendo a rellenarlos inmediatamente con los restos de las botellas, solo entonces, ya calmados y serenos, se recostaron nuevamente en los respaldos de sus asientos retomando sus banales conversaciones. Nuevamente eran felices, bebían Coca Cola.

Foto: http://www.coca-colacompany.com/

Mérida a 26 de enero de 2014.

Rubén Cabecera Soriano.