Érase una vez un
reino muy moderno cuya Corona atesoraba numerosos títulos y grandiosas riquezas
que podían disponerse a antojo de su Rey que era persona inviolable y exenta de
responsabilidad (1), aunque sus actos estaban refrendados por el presidente del
Gobierno (2) que acostumbraba a agachar la cabeza cuando se encontraba frente a
él y que, sin embargo, debía asumir la responsabilidad adquirida por dicho
refrendo (3), a excepción de lo concerniente a los gastos corrientes reales (4)
que el Rey podía distribuir libremente entre su familia y que procedían de las
arcas públicas del país (5). Este rey representaba al Estado con gran devoción
para alegría de sus súbditos, desempeñando magníficamente su tarea como símbolo
de unidad y permanencia, árbitro y moderador del funcionamiento de las
instituciones y máximo representante del mismo (6), hasta que dejó de ser
necesario ese trabajo por mor de las circunstancias, así que las comodidades
que el reino le ofrecía reblandecieron su voluntad y dicción convirtiéndole en
un pobre viejo, hazmerreír de muchos e incapaz de gobernar a su propia familia.
Lo que para algunos
era considerado como libertinaje de los súbditos del reino y que provocaba la
reprobación de ciertos sectores de la sociedad, terminó convirtiéndose en algo
natural que la Corona asumió para sí (ante la falta de control por parte del
Rey) en un intento de apertura para con sus súbditos que le sirvió a la
familiar Real para llenarse de loas y alabanzas en cada acto en que tomaban
parte; así los hijos del Rey comenzaron a relacionarse con la plebe, con gente
carente de títulos nobiliarios e incluso algunos miembros de la familia,
directos en la línea sucesoria, llegaron a formalizar el santo y solemne
sacramento del matrimonio con simples plebeyos, con lo que la azul sangre real
se entremezcló, para suplicio de muchos, con la oscura y viscosa sangre roja de
los ciudadanos de a pie, quienes, sin embargo, recibieron estas manifestaciones
de aperturismo por parte de los miembros de la familia Real con gran gozo y
alegría; cualquiera podría ser príncipe o princesa sin ser descendiente directo
del Rey.
La aparente
prosperidad del reino, de la que muchos hacían responsable directo al Rey, y
cuyos sucesivos presidentes quisieron sistemáticamente apuntarse para ellos,
provocó en la familia Real nuevas necesidades para las que la asignación que el
Monarca determinaba resultó insuficiente. Desgraciadamente para los miembros de
tan noble familia, algunos se vieron obligados, con la pérdida de dignidad que podía
acarrear, a iniciar actividades de carácter empresarial que les reportasen
beneficios suficientes para sufragar los gastos que la vida moderna del reino
conllevaba y que no eran capaces de afrontar con la asignación Real. Así, a
pesar de la inicial vergüenza que suponía entrar en contacto con el sector
empresarial, detectaron rápidamente las grandiosas ventajas que suponía llevar
en la tarjeta de presentación una corona pintada y que les reportaba beneficios
por encima de lo esperado, pero, sobre todo, sin necesidad de desempeñar trabajo
alguno, con lo que la señoría y aristocracia que les caracterizaba no se veía
mermada de facto y les permitía ofrecer una imagen de cercanía frente a la
opinión pública; cualquiera podría trabajar con miembros de la familia Real y
eso, por descontado, suponía un gran orgullo y satisfacción para el ciudadano.
Pero el reino se
empobreció y ahora ninguno de los habituales aduladores miró al Rey para
hacerle responsable, y ninguno de los sucesivos presidentes quiso reconocer su culpa.
Todo el despilfarro y la deuda contraída recayó en los ciudadanos que debieron
afrontar penurias y sacrificios, recortes y empobrecimiento, uno tras otro, sin
descanso y sin posibilidad de recuperación. Por tanto, los súbditos se
enfadaron y, a pesar del hambre, salieron a protestar y en lugar de palos
llevaron cacerolas y en lugar de golpes hicieron ruido. Pero el Rey con su
familia, y el presidente, ensordecieron ante tanto bullicio y terminaron por no
oír lo que la gente reclamaba. Intentaron seguir haciendo lo que les placía, pero
ya nadie les sonreía, todo lo contrario, les abucheaban siempre que tenían
oportunidad, así que dejaron de acercarse a sus súbditos para que estos les
tocasen y besasen. Huían de la prensa o callaban si les preguntaban, dejaron
las cada vez menos numerosas inauguraciones que, de otra parte y en los últimos
tiempos, era prácticamente el único trabajo que realizaban y se escondieron.
Pero la gente seguía indignada y comenzó a preguntarse cosas y presionó a la
judicatura “popular”, no a la elegida, para que investigara, incluso a pesar de
la fiscalía... Y salieron cosas: corrupción, favoritismo, prevaricación,
malversación, etc. fruto, seguramente, de la megalomanía y de la “dinerosis”
que afectaba a algunos miembros de la familia Real, pero estos miembros
decidieron aferrarse a su condición noble y mostrarse como engañados, estafados
por los pocos ciudadanos “normales” a los que habían elegido para tomarlos bajo
sus alas protectoras; confiados por amor habían caído en las redes de la maldad
con la que los innobles plebeyos nacen y que motiva el habitual alejamiento de
la realeza frente al vulgar pueblo y que, desdichadamente, decidieron saltarse
para mostrar su acercamiento a los ciudadanos. Así pues, toda la familia Real
mostró su indignación cuando un pobre juez decidió imputar a una de las
princesas ante lo que resultaba para ellos una evidente traición, como la de
los cuentos de reyes, en la que la bondadosa princesa había caído por amor.
PD (que no
moraleja): La infanta finalmente consiguió demostrar su inocencia porque su
traicionero amante asumió la culpa y demostró ser quien refrendaba todos los actos empresariales de la princesa.
( 1)
Artículo 56 de la Constitución
Española
( 2)
Artículo 64.1 de la Constitución
Española
( 3)
Artículo 64.2 de la Constitución
Española
( 4)
Artículo 65 de la Constitución
Española
( 5)
Ibíd.
( 6)
Artículo 56.1 de la Constitución
Española
Foto: www.bekia.es
Mérida a 12 de enero de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.