Juan Olvidado se acostó algo inquieto, nervioso tal vez. Sabía que a la
mañana siguiente encontraría en sus zapatos una caja envuelta en papel de
regalo y sabía qué contendría. Era su regalo, lo había comprado él y junto a
ese otros más, muchos, tal vez demasiados. Como cada año desde que comenzó a
vivir solo iría a casa de sus padres donde se reuniría con ellos y sus hermanos
e intercambiarían los regalos que, perfectamente rotulados sobre el papel de
envolver con preciosos y coloridos estampados, identificando a sus futuros
propietarios, esperaban para ser abiertos. Como cada año, casi todos los
regalos eran detalles, juguetes, ropa y, en los últimos tiempos mucha
electrónica, pero difícilmente se podría tildar alguno de estos presentes como necesarios,
ni tan siquiera en su mayoría deseados; todo lo contrario, respondían a un
simple afán consumista de una familia media, más o menos acomodada, exaltado
por la acción de la taladrante e incansable publicidad. Y eso que la familia de
Juan, en términos generales, era consciente de la realidad, era consciente de
que lo que hacían sistemáticamente no era más que la corroboración de la
confusión a la que el implacable márquetin les conducía: confundir regalar con
amar. A pesar de ello consentían e incluso lo disfrutaban, sobre todo por los
niños, aunque sabían que podría perjudicarles, puesto que terminarían por no
valorar lo que iban a recibir, pero, como cada año, caían en la trampa y
compraban sin descanso: todos adquirían una ristra de regalos que envolvían
pausada y torpemente en sus casas –puesto que en las tiendas ya no se dedicaba
tiempo a esta amable acción para no perder ventas-, y los guardaban con sumo
cuidado y extremo celo hasta el día señalado con tres coronas en el calendario
–aún no se había impuesto en esta casa la novedosa tradición del gorro rojo-
para entregarlo a sus respectivos destinatarios: Entonces comenzaba la
barbarie.
Juan llegó a casa de sus padres más temprano que de costumbre –seguramente
con la esperanza de poder abrir pronto su paquete- y, como siempre, el primero.
Era el único de los hijos que aún estaba soltero y eso le libraba de ciertas
obligaciones familiares que a los demás les impedía llegar a la hora acordada.
La costumbre era abrir los regalos delante de todos, incluso los más pequeños
debían obrar así, cuestión esta que aseguraba cierta puntualidad y evitaba que
el desayuno comenzase a horas intempestivas y se uniese con la comida. Juan
tenía la sensación de que cada año había más gente y que cada año había,
respondiendo a cierta lógica proporcional, más regalos. Recordaba cómo días
antes habían cenado juntos en familia y se habían pasado toda la velada
quejándose de lo mal que estaba la economía, de lo que sufrían las familias
(por suerte esta se libraba por el momento), de lo malos que eran los
políticos, de cuánto les robaban los corruptos y de lo poco que ellos mismos hacían
para remediarlo –les embargaba la resignación-. Recordaba, a la espera de la
llegada de los demás y sentado con sus padres mientras colocaban los regalos
sobre la mesa cercana al portal de belén –recuérdese
que las tradiciones nórdicas tampoco obligaban a colocar árboles en esta casa-,
cómo hacía muchos años él y sus hermanos compartían los escasos juguetes que
recibían y cómo los disfrutaban hasta destrozarlos, literalmente, con el uso.
El timbre, estruendoso, comenzó a sonar repetidamente y le tocó a Juan, también
repetidamente, levantarse a abrir; era lo malo de ser el menor de los hermanos
y no tener hijos. Los niños gritaban, chillaban más bien, le aturdían los
oídos, pero en el fondo eso le gustaba, él era el tío favorito de todos, ya que
todos los demás siempre estaban demasiado ocupados con su propia descendencia.
Los regalos se agolpaban ocupando un gran volumen cuando comenzaron a ser
abiertos, uno, otro y otro más. Poco importaba qué eran y, por descontando, no
tenían tiempo material para disfrutarlos, pero lo más absurdo, lo más
increíble, lo verdaderamente atroz era que al final, el envoltorio de cada
juguete, de cada jersey, de cada colonia, terminaba ocupando un volumen, mayor
aún si cabe, que el originalmente envuelto. En cuestión de minutos, habían
producido tal cantidad de basura que apenas si cabían en el salón de la casa,
de hecho, algunos niños comenzaron a ocupar otras habitaciones; casi estaban
huyendo inconscientemente de la marabunta de papeles, cajas y plásticos que les
invadía el espacio. Juan, en su afán ecologista, se empeñaba en clasificar los
residuos y separarlos: papel y cartón, plásticos, incluso residuos orgánicos
que, según eran recogidos, le provocaban gran extrañeza preguntándose acerca de
su procedencia. Su propio regalo había desaparecido entre la basura de los
demás, pero ya no le importaba. Bolsas y más bolsas –todas ellas de plástico-
llenas de restos, todas las bolsas en las que se trajeron los regalos y más aún
que cogió de la despensa de casa de sus padres, junto con las que él mismo
había traído precavidamente, saldrían al final del día llenas de porquería,
llenas de residuos, de desperdicios que colmatarían los contenedores amarillos,
verdes, azules, rojos y naranjas, si los hubiese, de restos de regalos
–seguramente también aparecería alguno sin abrir, extraviado, pero en ningún
caso echado de menos-. Basura que procedía de la tala de árboles, de la
deforestación de bosques, del consumo desmedido de agua, de la utilización de
materiales producidos industrialmente en extremo nocivos para la naturaleza y
que volvería a ella para eternizar su sufrimiento y ayudar a su destrucción;
todo gracias a la acción del hombre, ese mismo que dice preocuparse por la
sociedad, por la educación de sus hijos, por un futuro mejor, por el desarrollo
de su país, por el crecimiento de la economía, ese mismo que olvida que con
cada caja de cartón, con cada bolsa de plástico, con cada envase, destruye un
poco más el mundo.
Foto: www.geografiainfinita.com
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 6 de enero de 2014.